viernes, 24 de septiembre de 2010

Sin miedo a volar

Hay algo irracional en los mortales que, en algunos casos, provoca un pánico terrible a perder la sensación de tierra firme bajo los pies. Mucha gente prefiere que le arranquen la piel de la espalda a tiras con unas pinzas de barbacoa a subirse a un avión y desafiar a la gravedad como las aves o Ícaro.

Yo, desde luego, creo no incluirme dentro de este selecto club de los cagavuelos. Si lo estuviera, que no es el caso, ayer no hubiera podido volar en un vuelo de Spanair, desde la T2 de Barajas, en dirección al aeropuerto de Los Rodeos. Solo me falto volar el 11-S para retar todos los tópicos del terror aéreo.

Es muy curioso observar las reacciones de la gente en la sala de espera de un aeropuerto. Gente que corre de un lado a otro con sus trolies, gente que duerme, gente con bermudas y gafas de sol dispuestos a saltar con los brazos abiertos hacía un resort de Punta Cana. Empresarios trajeados que compran, venden o se quedan sin cobertura. Parejas de recién casados que todavía no han descubierto que el sábado pasado no fue el mejor día de su vida, si no el final de ella. Gente que sufre por abandonar la seguridad de la tierra firme, promotores de todo tipo de tarjetas, Iberia Plus, barclays bank, visa, excepto Carrefour y Mercadona.¿Por qué no se promocionaran estas diosas del consumo en el reino de las Dutty Frees? Claro, porque las marus no suelen volar entre semana.

Espacios habitados por manadas de gente en tránsito de una vida a otra, de un lugar a otro, de una realidad a otra. Constante migración de seres entre ofertas sin impuestos de colonias, libros, bolsos de piel y galletas de mantequilla. Es curioso como la gente asume el territorio de las Dutty Frees como la aldea global. Fuera de un aeropuerto, a nadie que víaja de Madrid a Tenerife se le ocurriría llevarle a la familia 5 ensaimadas mallorquinas. Ni los vinos de la Rioja son un producto típico de Barajas. Pero en esta ciudad de cristal con vistas a las pistas todo vale. La intimidad no existe. Descubres los odios viscerales hacia sus colegas trepas de tu compañero de banco o te emocionas ante el relato de esa señora redonda que justifica su necesidad de tostarse en el sur de las islas con el innumerable glosario de desgracias acaecidas en su familia en los últimos 45 años. Nos sumergimos en mundos e historias inquietantes y desconocidas mucho antes de atravesar el tunel que nos conduce de la D83 a nuestro avión.

La aventura de volar nos aproxima a mundos tan lejanos como deseados de una manera relativamente cómoda y asequible, sobre todo en los últimos años. Internet mató la condición de objeto de lujo de volar. La democratización de los aires. Con lo cual, los que sufren del pánico congénito a flotar entre toneladas de acero sobre las nubes, han perdido ese componente de glamour no accesible que les daba la First Class y el Lexatin.


Pasear por las calles de Manhattan, bien vale pasarte cagao 7 horas en un sillón hecho para la talla 36 de los enanitos de Blancanieves, consumiendo comida basura a precio gourmet y soportando los ronquidos del Barbapapá del asiento contiguo como mal menor ante el peligro fehaciente de que vierta un hilillo de baba sobre tu cazadora vaquera. Volar es libertad.

Nada más cierto que es necesario viajar para abrir nuestras miras y ser más tolerantes, También desafiar nuestros miedos nos hace libres y fuertes. Por lo cual, ¿Quién tiene miedo a volar?

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