domingo, 19 de diciembre de 2010

Después de la tempestad, llega el pijama

Hoy, 19 de diciembre, he sobrevivido a la guerra de los montajes navideños.

Este comienzo de diciembre ha sido, sin lugar a dudas,cuanto menos, intenso. Desde el primer día hasta hoy un sinfín de actos navideños y de otra índole se han ido encadenando uno tras otro, incluso solapándose en el tiempo. Árboles de navidad, belenes de tamaño natural, decoraciones de fachadas, inauguraciones varias, presentaciones de marcas, visitas a obras, tanatorios y conciertos, comidas, cenas y aperitivos para multitudes oscilantes y encorbatadas. Todo ello decorado, organizado, trajeado y con una sonrisa. Maldita navidad, pero que bonita es, a veces.

Es cierto que me encanta mi trabajo y de lo único que me puedo quejar, por lo menos en un foro público, es de no poder disfrutarlo con más tiempo. Esta semana ha sido realmente dura. Montar en tan solo 5 días tres de los trabajos más interesantes que he preparado en un año no te deja saborearlos como sería deseable. Te sientes como un teléfono móvil al que le sustituyen la tarjeta de usuario cada 24 horas y, a veces, cada menos. Todo evento, como creación efímera que es, necesita de una digestión posterior para disfrutarlo o sufrirlo, en caso que haya sido un desastre.


Gracias a los astros, a unos profesionales como la copa de un pino que me han rodeado este último mes, a la diosa fortuna, a unos clientes excepcionales y confiados y a algunos compañeros que han sabido estar cuando tocaba, hemos podido pasar de ver a un mix de burbujas de Freixenet cruzadas con los Jackson Five encendiendo los 30 metros de árbol de navidad del Marq a ritmo de Mariah Carey al lujo de escuchar a una maravillosa orquesta, con una aún más maravillosa solista al violín,  desvirgando la sala de cámara de nuestro, casi terminado y, flamante Auditorio Provincial, pasando, en medio, por las acrobacias elegantes de una trapecista sobre las cabezas de los 100 empresarios más influyentes de la Comunidad Valenciana y la voz aterciopelada que hizo inmensa la bosanova en el Palacio de la Exposición. Gracias, mil veces gracias a todos aquellos que de una manera u otra me habéis permitido hilvanar ese tapiz de maravillosos momentos durante estos últimos días.

Claro, que esta tribuna no sería nada sin la versión mordaz de los hechos. Y no sería yo dando solamente las gracias como una oronda soprano, después de un éxito épico en la Scala de Milán.

Curiosa imagen la de ver como llevando al límite las cosas, rozando la delgadísima línea entre lo divertido y lo grotesco, entre lo chabacano y elegante o lo soez y lo audaz, puedes alcanzar verdaderos momentos de desconcierto entre los invitados a un acto, que siempre acaban convirtiéndose en aplausos, por miedo a parecer catetos. Reconozco que adoro el riego como vehículo para la obtención de algunos objetivos. Riesgo controlado siempre, pero al fin y al cabo, riesgo. Enfundar a ocho bailarines en un mono dorado, ponerles una peluca afro y unos pompones y pedirles que describan la magia de la Navidad es, cuanto menos, un ejercicio de funambulismo sobre esa delgada línea.

Es cierto que en estos menesteres, como en todo en esta vida, la experiencia es un grado. Mi primer montaje en el árbol de 30 metros del Marq, avergonzaría ahora a uno de esos que cuelan el Papá Nöel de plástico en su barandilla. Unas cuantas estrellas de madera asesinas, que se clavaban como saetas en el jardín cuando las arrancaba el aire, y unas tiras de bombillas de barraca. Y parecía Navidad. Era joven e inexperto pero casi igual de audaz que ahora.

Mi primer evento, cobrando, fue, hace unos 14 años, una decoración de una iglesia para unos conocidos con 6 centros y no mucho más. Tardé 3 días en montarla y creí haber realizado el Canal de Panamá. Cuan relativas son las cosas en función del mundo en el que nos movemos. Ahora me resultaría impensable tardar más de tres horas en preparar tan minúsculo montaje. Decía lo de cobrando porque me recuerdo montando eventos desde tiempos en que no tenía ni uso de razón. Si lo hubiera tenido, nunca me habría planteado,por ejemplo,  levantar una pirámide de papel de embalar de diez metros de lado y 8 de altura colgándola de la viga de un gimnasio. Tenía 16 años y la pirámide se mantuvo en píe durante todo la cena. Creo que los dioses egipcios, a los que les debo haber hecho gracia desde pequeño me hicieron una señal ese día, señal que no he sabido interpretar hasta bien mayor.

Esa delgada línea no sólo la recorremos en los temas laborales sino en los particulares y afectivos. En estos últimos, creo que los dioses egipcios no tienen mucha mano, y deben ser los griegos los que mandan aquí y, como buenos matemáticos, les hacen poca gracia mis piruetas en el alambre. Tengo la virtud de escoger, siempre, el reto difícil. Lo próximo, accesible o factible me aburre. Me gusta el riesgo, lo asumo. Siempre lucho por la historia imposible. Siempre me fijo en la persona equivocada. Y no es que me equivoque de persona, me equivoco de ubicación, de momento, de objetivo. No soplan los vientos favorables de los dioses griegos en este tipo de proyectos. Mi osadía de no aceptar lo que toca y de luchar por lo que quiero no está bien vista por el Olimpo. Molestos por mi pretensión continua de poner en duda sus designios me castigan, una y otra vez como a Ícaro, quemando mis alas.

Sigo empeñado en batirlas para alcanzar la perfección del vuelo, en lo que a los afectos se refiere. No me conformo con el sol el día que dicen que toca y el resto a la sombra. Quiero estar cerca del sol siempre, revoloteando por esa delgada línea que supone quemar tus alas y sentir el calor intenso, casi irrespirable, de la pasión. Amo el riesgo, porque el riesgo nos hace grandes, eternos. Amo el riesgo porque quien no lo ama, quien no lo desafía desconoce por siempre la gloria.

Y qué es nuestra existencia más que una constante lucha, contra la desidia y el pijama roído como único compañero en el triste sofá de la vida, por unos segundos de gloria. La gloria nos hace inmortales, la gloria nos hace divinos, capaces de realizar cualquier hazaña o desafío. Por eso cuando estás a punto de alcanzarla o incluso cuando tienes la suerte de rozarla, te sientes grande, brillas y tus alas se despliegan para convertirte en el ser más bello de la creación. Y en ese justo instante se despierta la furia de los Dioses por asemejarte a ellos y de los necios por distanciarte más y más de su mediocridad.

De ahí, debido a mi pasión por el riesgo, que no crea ni en Dioses ni necios. Unos por inexistentes, y otros por innecesarios e impresentables. Y en el caso de que resbalemos sobre el alambre de la delgada línea sobre la que nos movemos, siempre sabemos que detrás de la tempestad y la ira que provoca la caída, siempre nos queda el pijama.

PD: El pijama como prenda de vestir, debería tener un sistema de autodestrucción de su propietario cuando se usa fuera de los límites del hogar. No se puede bajar a buscar el árbol de navidad al trastero con un pijama rosa de estrellas, corazones y ositos. ¿Dónde coño nos hemos dejado la dignidad? Y mucho menos tirar la basura en el contenedor de día con tal indumentaria. Pero esto le debe hacer gracia a los dioses griegos. Vamos que si estuviera yo en el Olimpo me faltaban rayos para fulminar horteras.

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