lunes, 29 de agosto de 2011

El aséptico tedio postvacacional

El sonido cavernoso del aire acondicionado quiebra la tensa sensación de silencio que precede a una frase grave y lapidaria. De esas que cambian el rumbo de las cosas y después de las cuales nada en el orden cósmico seguirá siendo  lo mismo. Son aquellas frases que se temen como el paso del cometa, que flotan en el aire enrarecido de los despachos, esperando un silencio lo suficientemente largo y despreocupado para dejar caer su carga de profundidad.

Estas jornadas de final del mundo feliz e ignorante de la etapa vacacional o de comienzo de la travesia desértica por el tedio laboral destilan tension, carga negativa en los iones del aire que contienen los centros laborales y lo que vulgarmente se viene llamando mal rollo. Nada es menos grave de lo que parece y todo se carga de la maliciosa población de miradas que sobrevuelan hombros y pantallas de ordenador. Es como si emprendiéramos una batalla por marcar, de nuevo, el territorio que habitaremos, por obligación, de 8 a 3, de lunes a viernes.

Nuevos miedos y antiguas desconfianzas nos sirven para justificar y disfrazar este malestar vital que le genera a todo ser humano pasar del estado perfecto, de relax y voluntad totalmente controlada que supone el estio, al de rutina y obligación que garantiza nuestro desarrollo personal y nuestra manutención diaria.



Todo sigue igual desde el día en que el primer antecesor de la parienta, creo que carente de género aún, envió a su igual a cazar fuera de la cueva, obligandolo a dejar de lado sus dibujitos de bisontes y sus tocamientos genitales en posición horizontal y adormecida, para abastecer la despensa en previsión de eras glaciares y ataques de dinosaurios desaprensivos, ávidos de matanzas dignas de justificar la pirámide evolutiva. El malhumor congenito, que genera acudir al tedio por obligacion, no ha sufrido cambio evolutivo ni se le espera.

Sonido de coches que vienen y van. Transporte público que conduce a los tediosos al matadero laboral en horario de oficina. Una sierra que parece abrir nuestro estómago para extraer de nuestras viceras todo resto de felicidad, descanso y propia voluntad. Los teclados martillean nuestros, cada vez más diluidos, recuerdos del paisaje, de las veladas sin horario ni fecha en el calendario, del residuo vegetal y azucarado de un mojito en la mejor compañia.

Los granos de aquel arroz con pollo, conejo y garbanzos que nadie pudo terminar, entre sonrisas de barriga llena, corazón contento y previsión de siesta infinita y, en ocasiones, lujuriosa, se clavan en el debilitado recuerdo como espinas de un pasado mejor que añoramos desde horas antes de dejar de ser presente.

La mañana coge, poco a poco, músculo y se despereza lentamente rozando con sus brazos los confines de la bóveda celeste. Algunas llamadas te devuelven a rutinas perdidas y agradables que anidan en nuestra vida laboral. Voces cálidas y sinceras en la alegría del reencuentro. Nuevos proyectos que arrancan movimientos ascendentes de nuestras comisuras. El gusto por disfrutar de lo que haces deja poco espacio, lentamente y sin avisar, a la melancolía.

Ya ha muerto el silencio grave. Coches, teclados y teléfonos dejan escaso margen a la tensión rota por esas frases sin retorno. A trabajar.

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