jueves, 4 de agosto de 2011

La bendición vacacional

Hoy el calor es más calor que cualquier otro día. Se derrite sobre las fachadas de la ciudad como el helado que abandona el niño caprichoso tras vencer la batalla. El tiempo ha dejado de existir como una variable a tener en cuenta. Casi se marcan los ritmos según la ley de la Selva. Hambre, sueño y otras necesidades que no aportan ritmo a la literatura y, sin embargo, son imprescindibles.

Hoy el botón del despertador no salta a su hora de rutina. La voz de los informativos no se mezcla con la claridad del día como cada amanecer. Mis ojos se abren, acostumbrados a su rutina diaria, para ceder lentamente a los cantos de la pereza. Nada corre prisa más allá de lo que a uno le apetezca que suceda en cada preciso momento. Es la primera mañana de las vacaciones.

Cuando recupero mi conciencia me encuentro colgado de las vigas de madera que atraviesan mi mirada. Mi mente funciona a una velocidad lenta pero continua. No tiene ninguna necesidad de forzar la máquina, como lo hace de corriente a estas alturas de la jornada. Mis movimiento son extensos y lentos. Como si de un coreografía de danza contemporánea se tratase, evoluciono sobre las sábanas de mi cama, dibujando figuras abstractas de piel y algodón. Disfruto de mi propio despertar.

Descubro sonidos que creí que ya no existían en las rutinas de la ciudad. Las persianas, los pájaros revoloteando en el patio, la señora que tararea mientras cuelga la colada húmeda con la ayuda de esas pinzas de madera que tanto me han fascinado desde pequeño. En mi infancia eran un codiciado juguete que sustraíamos, bajo riesgo de castigo, de la cesta de la galería. La radio se apodera del espacio geométrico de otro hogar esta mañana. Escucho la caricia dei mis piernas sobre el tejido de mi dormitorio.


Vago por la casa, escaso de ropa y de ideas. Abro la nevera y descubro el reflejo de su luz sobre el sudor que se desliza por mi pecho. Es lo que tiene no madrugar en agosto. Cojo una pieza de fruta fresca. Me despierta del todo el crujir de la pera bajo mis dientes. Su abundante jugo resbala por mi comisura hasta mezclarse con el sudores mi barba. Mis movimientos carecen de la agilidad necesaria para evitar el vertido refrescante y dulzón. Sal y azúcar. Sorprendente mezcla inesperada en mi mentón.

Decido, mientras tiro los restos de la pieza de fruta a mi cubo de basura, rojo, metálico y retro, que hoy es un buen día para no hacer nada. Nada más allá de sobrevivir a este bochorno que se ha apoderado lentamente del salón. El aire se mantiene estático, casi denso. La brisa debe estar de vacaciones esta semana. Dicen que se fue a la sierra, para que a los bañistas no les molesten las olas, que les arranca el aceite de coco y los bikinis de carrefour. Cuesta respirar, incluso avanzar a través de esta calma chicha que veranea en mi loft, sin permiso ni compasión.

Me tumbo de nuevo bajo la partitura huérfana que configuran las vigas de mi techo. Pierdo el tiempo con mi iPad mientras evito pensar en nada que pueda parecer inteligente. Acaricio mi cuerpo, de un manera mecánica y lenta, como prueba del comienzo de un estado de felicidad que anhelaba desde hace meses. Me descubro tarareando lentamente una de mis canciones favoritas, de la cual no intento ni siquiera recordar la letra. Solo detengo mi ausencia de actividad cerebral para pensar, con un incipiente sonrisa en mi boca, que cuanto tiempo hacía que necesitaba recuperar este estado de inactividad física y emocional.

Por fin, llegaron las vacaciones. A mi mente y a mi cuerpo. A mi cabeza y a mi corazón. Si fuera creyente, digamo que me encontraría en estado de levitación, propio de la bendición del altísimo. En este caso las altísimas son las vigas y la levitación inexistente aunque deseada.

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