El aire se divierte esta tarde con la ciudad, que peina nubes grises como quien peina canas. El otoño coquetea, dejandose querer, y sin acabar de decidir si es hora de su romance. Solamente algunas bermudas se resisten a despedir el verano, batalla perdida de antemano.
Salgo de esa caja de música que ha sido mi casa estos últimos meses. Respiro hondo y me lleno de aire fresco. Lo agradezco después de horas conteniendo la respiración en ese ambiente viciado y tendencioso. Cuento las horas que me quedan aquí y cada vez me siento más libre, más alto, más feliz. Nunca pensé que una despedida pudiera ser tan gratificante. Y no tan solo por la partida sino por el sabor de las cosas bien hechas, de la conciencia tranquila y de la ética recompuesta en mi mochila interior.
Ando firme con la sonrisa tatuada en mi rostro. Me siento bien. Se han abierto cientos de ventanas a un nuevo paisaje vital. Afronto un nuevo reto como persona, que realmente me resulta conocido. Un espacio nuevo donde desarrollarme sin limites como persona y profesional. Un espacio donde marco yo las metas y los limites. Los retos y los abismos a los que enfrentarse. Un nuevo viaje para el que necesito un nuevo equipaje.
Durante estos últimos años, la característica de mi vida han sido los límites y las obligaciones, casi siempre impuestas por otros, con los que no compartia criterios ni proyecto. También las había aceptadas por propia decisión, aquellas que eran deuda a los nuestros y deber satisfactorio. Todo eso ha desaparecido durante este año, algunas cosas por decisión propia y otras con la intervención del Destino. Un año de fuertes cambios, a veces difícil de digerir en tragos tan grandes e intensos.
Pero ahora, en este momento que me lleno de aire fresco y nuevo, tengo la certeza de salir ampliamente reforzado. La certeza de haber crecido como persona y de ser un adulto consciente y coherente conmigo mismo por primera vez. Estoy dispuesto para saltar a un mundo nuevo y lleno de retos en lo público y en lo estrictamente personal.
Noto en mi espalda crecer, rápidas y poderosas, unas alas potentes y de una belleza singular. Recubiertas de un plumaje metálico y brillante. Dotadas de una musculatura que me da confianza ciega a la hora de saltar al vacío. Que me dan el porte de un guerrero mitológico, para el cual no hay enemigo imbatible y que por primera vez no teme mirar a los ojos, de tú a tú, a los Dioses Griegos y Egipcios.
En estos últimos años he tenido la fea costumbre de armarme de determinadas arcas gestuales, emocionales y de conducta que me han permitido sobrevivir. En un mundo hostil, un mundo al que yo no pertenecía y en el que me había tocado lidiar. Tenia la sensación de ser como un gladiador en medio del circo, abarrotado de público sediento de pan y sangre. Mi ironía, mi frialdad emocional, mi afilado verbo, ágil y letal en ocasiones, escondían, cual armadura de combate, mi Yo privado. Se han convertido en la coraza, el caparazón emocional que se advierte cuando uno se enfrenta a mi Yo público.
Mientras discurro de un modo diferente al de las últimas semanas por las calles de esta pequeña ciudad costera, con pretensiones de puerto vital y cosmopolita, voy planeando como desmantelar estos rasgos de mi personalidad que no me permiten mostrarme tal y como soy para aquellos que me conocen en la distancia corta e íntima. Y es que a todos nos sobran artificios y barreras. Tenemos que dejar de ser tantas cosas para ser nosotros mismos de verdad.
Desprovisto de corazas y poniendo a prueba el batir de mis nuevas alas, afronto, feliz e impaciente, el reto ambicioso de ser yo mismo por primera vez en mi vida. Sin excusas ni limitaciones. Sin trabas y sin barreras emocionales. Yo mismo frente a mi mismo, desnudo y fuerte. Desprovisto de armadura y protegido por mi propia esencia, fortalecida y madurada.
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