martes, 22 de marzo de 2016

Ese olor de las fresias al girar las Monjas


Rojo sangre y morado nazareno

 

Llevo días, quizás semanas, dándole vueltas a cómo afrontar este articulo. No soy periodista ni escritor. No es mi fuerte comunicar, de forma escrita y académica, acontecimientos ni describir precisiones históricas que pasen ha formar parte de los Archivos de la Memoria. No sé cómo plasmar en unas cuantas líneas lo que supone el exorno floral en nuestra Semana Santa, ni su historia de un modo fidedigno. No quiero que este texto sea una crónica de fechas, hechos y estilos.

 

Sigo dándole vueltas a estas hojas en blanco mientras leo y releo distintas informaciones y descripciones sobre lo que supone el adorno floral en otras de las Semanas Santas que se desarrollan a lo largo y ancho de nuestra geografía nacional, incluso hispanoamericana. Hay puntos de encuentro y diferencias irreconciliables entre las distintas formas de entender el exorno. Casi diríamos que se divide el mapa en Norte y Sur. Andalucía versus Castilla. El exceso, incluso el lujo, frente a la austeridad de la Meseta. Pero casi siempre con las estrechas cinchas de la Tradición. 

 

Esta tradición viene marcada por ciertas pautas eclesiásticas en las que aconsejaban, convirtiéndose en costumbre con los años, determinadas gamas cromáticas o tipos de arreglo dependiendo de la escena o imagen que porte el trono o paso. Para los Cristos o cautivos se recomiendan los colores de la Pasión. Rojo sangre y morado nazareno. Claveles, lirios, iris, rosas y stati morado pueblan los tronos de esta clasificación a modo de manto o monte. En algunas ocasiones, por la peculiaridad del trono, se trabajan a modo de cordón o incluso en jarras compactas, de reminiscencias decimonónicas, conocidas popularmente como supositorios.

 

Para las imágenes de la Virgen, por su condición de pureza contemplada en los Dogmas de la Iglesia, se reservan colores claros o el blanco. Flores de la misma variedad o profusión de ellas combinadas por color, en diversas formas y composiciones para reforzar la soledad de María, acompañada en raras ocasiones por otra imagen, como Nuestra Virgen de los Dolores lo es por San Juan de la Palma en este caso.

 

Para los pasos de Misterio y para los de Triunfo, las normas se relajan y marcan los limites en los gustos creativos y formales del agrado de cada zona geográfica. Desde escenas más bucólicas o campestres, como la Oración en el Huerto o el Prendimiento, a más lujosas y de riqueza ornamental, como algunos ejemplos de la Santa Cena

 

La existencia de un exorno floral con un fuerte peso visual es más propio de la Semana Santa Andaluza, guardando diferencias marcadas entre las provincias occidentales y orientales, y de la Levantina, siendo sus máximos exponentes los de Murcia, Cartagena o distintas poblaciones de nuestra provincia. En Castilla, su ausencia es casi una nota característica en sus  tronos, en los que la soledad desnuda de las tallas, de gran valor artístico en muchos casos, se convierte en un hecho diferenciador respecto a otras manifestaciones del resto de España.

 

Dentro de los estilos de cada Semana Santa, cada una de las hermandades o cofradías actúa de una manera diferente. Algunas son partidarias de conservar el mismo diseño del exorno de los tronos como parte de la tradición y de la impronta de las mismas. Otras conservan la observancia sólo en cuanto al color y al tipo de flor, marcando diferencias en su colocación en los distintos años. En otros casos, cada año se le da libertad creativa al responsable del diseño para desarrollar la composición y elegir las flores que la conformaran. Todo ello respetando esa norma no escrita que atribuye colores y variedades de flores a cada una de las tipologías de tronos.

 

Cierto es, que en una Semana Santa como la nuestra, la profusión de hermandades en las últimas décadas y nuestra propia idiosincrasia abre el abanico de las propuestas creativas en cuanto al exorno floral se refiere. Frente a tronos y hermandades de largo recorrido histórico y gran valor artístico, que conservan composiciones más clásicas o quizás, más dentro de la ortodoxia formal y cromática, encontramos tallas más modernas y hermandades más jóvenes que apuestan por el riesgo en el diseño y composición de su exorno como seña identificativa de su diferencia. Tronos como Stabat Mater o como el Cristo de la Juventud han apostado por este último camino, en algunos ocasiones con desigual fortuna, a mi modesto opinar.

 

Una excepción digna de mención en nuestro patrimonio de imágenes es la de la Virgen de la Alegría. Aparte del exorno floral del trono, en su frontal y laterales de la imagen, cuenta con un manto confeccionado, anualmente, con flores frescas y otros complementos decorativos (musgo, frutas, hojas, encajes...). Dicha imagen, que sale en procesión el domingo de Resurrección, se diferencia del resto de las imágenes de la Virgen que realizan el recorrido por las calles alicantinas cada primavera, en su carácter alegre y de celebración. Esta condición permite mayor libertad creativa y profusión de colores a la hora de diseñar tanto el exorno como el manto de la Virgen.

 

Claro está que todas estas modas o normas en la configuración del exorno floral de los pasos ha variado durante el paso de los tiempos, viéndose influenciada por la situación de mayor o menor apertura eclesiástica y política y por los gustos estéticos de la época.

Por ejemplo, durante algunos años del siglo XIX, en algunas poblaciones del Levante, estuvieron de moda las guirnaldas y composiciones de flores de tela realizadas por monjas de clausura.

 

Después de varias jornadas buceando por todo este tipo de datos, que sin duda, ayudan a comprender las peculiaridades de los exornos florales y sus variantes, cierro libros y carpetas. Me siento frente al papel con la idea clara de una vez. Busco darle un enfoque distinto, aquel que no se puede obtener de los libros de consulta ni de las enciclopedias, si no de la experiencia personal, que suele ser única y, prácticamente, intransferible.

 

Tengo que reconocer que lo que me interesa plasmar son dos puntos de vista distintos y prácticamente enfrentados respecto a la ornamentación floral de los tronos de nuestra Semana Santa. El del espectador y el del artesano que los ejecuta. Puntos de vista que confluyen en mis ojos y mis manos y que generan una cantidad de sensaciones y emociones que tratare de ir desgranando a través de mis palabras.

 

La penumbra quebrada de San Nicolás

 

Uno de mis primeros recuerdos respecto a la elaboración de un exorno se remonta a mi infancia. Un Jueves Santo de los 70 por la mañana, de la mano de mi madre. Ella fue mi instructora, mi iniciadora en el mundo de la Semana Santa Alicantina. Me llevaba a visitar los tronos en sus iglesias la mañana antes de salir. Me enseñaba los recorridos de los mismos cuando aún no existía la Carrera Oficial. Descubríamos juntos los puntos exactos donde mirar su paso por nuestras calles se convertía en una imagen única y con una carga visual que se iba grabando para siempre en mi cabeza y, en ocasiones, en el corazón. A veces hacíamos un receso de churros con chocolate frente a la Puerta Negra. El Cristo de la Buena Muerte, en la calle Labradores, cuando aún se apagaban las luces. El giro de la Virgen de los Dolores y San Juan de la Palma en la calle Villavieja con Lonja de Caballeros. El Descendimiento en su salida de la ermita de Santa Cruz... Así podría enumerar centenares de ellos, aprendidos noche a noche, año a año y a los cuales suelo acudir siempre que puedo.

 

Pero vuelvo a aquel Jueves Santo de los 70. Yo era pequeño pero ya no tanto. Me encantaba acompañar a mi madre a ver los pasos descansando o preparándose en sus iglesias por la mañana. En aquella época, eran pocos los desfiles procesionales que se realizaban antes del Miércoles Santo. Eran pocas las procesiones en general. Todo tenía, para un niño como yo, el encanto de lo misterioso, de lo oculto. Siempre sentí cierta fascinación por ese punto tenebroso que destilan los capuchinos con sus hachones en silencio por el Casco Antiguo.

 

Al entrar en la Concatedral, nos inundó, a la par, el silencio y la oscuridad densa de la piedra antigua y desnuda. Por entonces, para un niño como yo, era un recinto algo lúgubre y que generaba cierto temor. Sus paredes grises, sus altas bóvedas, ese silencio que se resquebrajaba con nuestros pasos sobre las frías piedras... 

 

En medio del crucero, bajo el baño providencial de unos rayos de sol que colaban, oblicuos, por la linterna de la cúpula principal, se encontraba nuestro destino. La Virgen de las Angustias.

 

Pequeña, barroca, de exquisita policromía y gesto amargo. Sus ojos y su rostro eran destino de aquellos escasos hilos de luz que desafiaban las sombras reinantes. Sobre sus andas esperaba, con la imagen de Cristo que yace sobre sus rodillas, la hora de desfilar. En un lateral del crucero, bajo la densa penumbra, el Cristo de la Buena Muerte. Sobrio, oscurecido por el humo de los cientos, miles, de velas que a lo largo de su historia han encendido ante él sus penitentes, erguido sobre la calavera y sus cardos morados y solitarios, también esperaba la hora. Siempre me ha sobrecogido esta imagen, siempre lo ha hecho esta procesión.

 

Mis ojos retornaron a los de la obra de Salzillo. Hay algo en ella que me fascina. Sobre sus varales se movía, diestro y silencioso, un hombre de mediana edad. Solamente rompía el silencio el crujir de la madera, sus pequeñas tenacillas y un spray del que se ayudaba en ocasiones. Ante la atenta mirada de todos los presentes, en escrupuloso silencio, manipulaba decenas de rosas blancas con las que componía una especie de monte, a modo de nube, entorno a la diminuta imagen.

 

No sé si por mi imaginación infantil, por las jugarretas de mi memoria o porque era cierto, recuerdo que cada una de ellas estaba confeccionada por finas laminas de algodón por aquel hombre silencioso, que las manipulaba dándoles forma y apresto con ayuda del spray. Seguidamente las colocaba, una a una, guardando patrones de composición y volumen de una perfección exquisita

 

Lo tengo grabado en mi memoria como si lo estuviera viendo hoy. Yo era un niño, de la mano de mi madre, y aquellas rosas eran de algodón.

 

Desde aquel día tengo constancia de mi interés por los arreglos florales de los tronos como espectador. Desde entonces fui descubriendo los encantos y misterios de los mismos. Las tradiciones de algunas hermandades, más alejadas del gusto por lo estético y más cercanas al fervor popular, no por ello manos interesantes. Como he disfrutado de las mañanas soleadas de Miércoles Santo, en el mirador de su ermita y con la ciudad a sus pies, viendo pinchar, uno a uno con su palillo, los claveles que tapizan los tronos de Santa Cruz. Como me costaba cerrar la boca cuando me describía la composición y el uso posterior de los adornos y manjares de la Última Cena de los Salesianos. Como me fascinaba la perfección formal y el misterio de lo casi imposible en aquellas copas de calas de Don Tomás Varcarcel para San Juan de la Palma

 

Así, una a una, fui eligiendo mis favoritas, como todos las tenemos. Desde pequeño siempre me cautivaron en especial cuatro de todas las procesiones. El Cristo del Mar y La Virgen de los Dolores, mi favorita y la de mi madre. Creo haberla visto en todos los rincones de su recorrido. En la orilla izquierda y en la derecha, de frente y perdiéndose entre las callejuelas del Barrio. Santa Cruz y ese desafío que ejerce la fe de un barrio a todo lo establecido, desde la Física a lo políticamente correcto. La Verónica y la Oración en el Huerto. Espectáculo matinal, histórico y colorista por las calles de nuestra ciudad. Imágenes bellas en composiciones que permiten la libertad creativa de quien diseña los exornos. Tronos de misterio y una imagen de una santa mujer, que no virgen.

Y por último, la sobriedad ágil y cruda de la procesión del Silencio. Mar de penitentes silenciosos que fluyen tras el crujir de los varales y las tenebrosas trompetas.

 

Cada una de ellas, resume un estilo distinto de exorno floral. El Cristo del Mar y la Virgen de los Dolores, la espectacularidad contenida y elegante, que destila ese olor de las fresias, al girar el Convento de las Monjas, que nos recuerda a Andalucía. Santa Cruz o el sabor de lo popular, de nuestra propia esencia que impregna las paredes del Barrio de clavel, tanto a la bajada como a su apresurada subida para volver a casa. El color, el olor a campo, el milagro de la alegría bajo los rayos del sol de primavera, se descuelga de las andas de la Oración en el Huerto, de la Samaritana o de las manos de los querubines que iluminan a la Santa Mujer Verónica. Tradición levantina en estado puro. La austeridad absoluta, la ausencia de todo que lo no demuestre dolor y esa caricia analgésica de las rosas de algodón de mi memoria, en la Procesión del Silencio. Sabor a la austera Castilla 

 

Con los años he ido mostrando interés por otras procesiones que cuidan especialmente su adorno floral. El miércoles santo es un placer ver el vaivén controlado de los fanales y las flores de la Marinera al volver a su convento de las Monjas. La austeridad bien interpretada y de técnica impoluta de la Humildad y La Paciencia. Los sorprendentes y impecables trabajos que desarrolla David Carbonell y su equipo en el Cristo de la Juventud, la Santa Cena o los tronos de Agustinos. Los preciosistas trabajos ejecutados durante años por Pedro Sellés han dejado imágenes en la memoria gráfica de nuestra Semana Santa, revolucionando el concepto de exorno como mero acompañamiento en nuestros trono y elevándolo a un nivel de protagonismo insuperable. Suyos son trabajos indiscutibles en el Cristo del Mar, La Oración en el Huerto, La Verónica o el peculiar grupo escultórico de Stabat Mater, obra de Remigio Soler. Las aportaciones de estos artistas le han dado una personalidad propia e inimitable a la presencia de las flores en nuestros desfiles procesionales.

 

No puedo evitar, cada vez que me fijo en una de estas fantásticas composiciones de las que podemos disfrutar en nuestras calles entre el Viernes de Dolores y Domingo de Resurrección, acordarme de la penumbra quebrada de San Nicolás y aquellas manos, silenciosas y diestras, que creaban rosas blancas para aliviar la angustia de aquellos ojos bañados por un sol que, furtivo, los iluminaba.




 

Esa conversación íntima entre ellos y yo.

 

Totalmente diferente es esa sensación cuando entro, ahora, en la penumbra de la capilla, o en la nave del Puerto donde se encuentran almacenados algunos tronos, antes de montar sus exornos florales. Desde hace años llevo haciéndolo para varias hermandades. Algunas de forma continuada, otras de forma puntual. Todas ellas en marcos singulares.

 

La Hermandad del Prendimiento y de la Virgen del Consuelo, en los Jardines del MARQ. ¿Algo más peculiar que adornar de flores los tronos en un jardín? La Virgen de los Dolores y San Juan de la Palma en Santa María, así como el Cristo del Mar, que lo repasamos después de montarlo, días antes, al borde del mar entre veleros, para su Vía Crucis del Viernes de Dolores. La VerónicaLa Oración en el huerto, La Samaritana y el cristo de las Penas en los Talleres Generales del Puerto. Espacio peculiar para tematizar la historia bíblica. Y durante algunos años, el manto de la Virgen de la Alegría. A veces en el Ayuntamiento, a veces en Santa María, tejiendo claveles y musgo, bordando aromas sobre su trono.

 

Esa parte, la profesional, la creativa, de mi relación con los tronos es totalmente diferente a la que siento como espectador. Aquí, cuando entro en esa penumbra, cuando todos se van y nos quedamos los tronos y nosotros, todo es diferente, todo es totalmente intimo.

 

Digo nosotros porque, por supuesto, esto no lo hago yo solo. Sería incapaz de tejer estos tapices florales sin las manos, increíblemente diestras, de mi inseparable Adriana. Ella es capaz de crear belleza sin tener la conciencia plena del hecho mismo. Es una virtud innata en ella. Sus manos, de generoso virtuosismo, confeccionan recogimiento a través de las fresias blancas, cuando, minuciosa, reproduce los 8 bouquets del frontal del palio de San Juan de la Palma.

 

Y tras sus manos prodigiosas, las de mucha gente que nos ha ayudado a hacer vagas con las hojas de aspidistra, a pinchar claveles para hacer brotar la sangre de los tronos o bordar los mantos de la Virgen. Amigos, familia, algunos que ya no estarán. Especialmente, echo de menos las manos de las que entraba, de pequeño en la penumbra de San Nicolás. Manos que pincharon tantos claveles que un día olvidaron que eran manos y se creyeron las palomas del Manto de la Virgen de los Dolores, para volar en una levantá a la voz del capataz. ¡¡Costaleros, todos a una, al Cielo con ella!!

 

Cierto es, que en ese momento en el que todos se van, cuando nos quedamos los tronos y nosotros, se desarrolla una relación muy especial, íntima. Incluso, creo que en ocasiones, relajan su gesto y se pierden en nuestra tarea, disfrutando del aroma y la belleza de cada una de las flores. No somos extraños para ellos, ni ellos para nosotros. 

 

A lo largo de los años hemos desarrollado una relación diferente con cada uno. Siempre cordial y de respeto. Nos movemos entre las imágenes sin dañarlas ni molestarlas, pero teniendo en cuenta casi su opinión. Cada una se siente más cómoda, incluso más bella, con un tipo de arreglo o de flor. Los años y la experiencia, te enseñan a sentirlos tuyos y saber que la Samaritana no necesita rosas ni gladiolos. Que el Cristo del Mar sangra clavel rojo a borbotones. Y que la Verónica ilumina su rostro con los tonos rosáceos, malvas y verde limón.

 

Con todos mantienes ese dialogo personal y solitario mientras desarrollas el exorno. Con unos al sol del jardín del MARQ, con otros en la penumbra polvorienta y marinera del Puerto. Pero para mí, hay dos tronos especiales. Con los que disfruto de una manera diferente. A los que les guardo un respeto silente. Cuando estoy con ellos, incluso hablo más bajo con mis ayudantes, para no molestarlos.

 

En primer lugar, el Cristo del Mar. Que tiene una manera peculiar de confeccionarse. Casi siempre se realiza gran parte del exorno sin la presencia del Crucificado sobre las andas. Lo cual complica la visión total del conjunto y la estructuración de volúmenes.

 

Dentro del clasicismo que requiere la imagen, no deja de ser un cristo salido del mar. Te permite desarrollar una metáfora visual con referencias marinas sin perder los colores litúrgicos atribuidos a este tipo de tronos. Investigar en restos de naufragios, en animales marinos y la clásica red que acompaña la imagen siempre es un reto, año tras año, para sorprender cuando atraviesa la Puerta de Santa María cada Martes Santo.

 

Con él, mi relación es personal. Desde hace años, en una capilla lateral de la iglesia o en el muelle, frente a los veleros. Solos, él y yo.

 

Y en segundo lugar, mi trono. El favorito desde pequeño. Aquel que he visto girar en cada esquina y he sentido volar al cielo en cada levantá. La Virgen de los Dolores y San Juan de la Palma. Aquel en el que me pierdo a solas en la penumbra entre los reflejos de su orfebrería de plata, buscando la cara de la Virgen. Aquel donde durante unas horas, solos con ellos, creamos la magia de la sencillez y los olores. La discreta elegancia de los matices de blanco y verde que juegan con la plata de las candelerías, de los respiraderos. Donde el terciopelo antiguo, de rico bordado, crece con la belleza sencilla del clavel amontonado en sus jarras.

 

Cuando te encuentras trabajando en él, a una altura que casi nadie puede verlo después, te encuentras en una conversación de tú a tú con sus imágenes, sus aderezos sus palomas bordadas que revolotean a tu alrededor mientras, paciente, ensartas una a una las flores de este exorno. Conversas en silencio con sus miradas, las de San Juan y la de la Virgen. Intentas contar su historia y la tuya a través de esos millares de flores que buscan sumar belleza a algo bello por sí solo. Siempre sin intentar anularlo, sin querer sobresalir. Un discreto segundo plano, pero siempre presente. Aroma, forma, color son fundamentales en la búsqueda, inacabada siempre, de la perfección que este trono se merece.

 

Y cuando lo ves salir sobre las rodillas de sus costaleros y recibir los tardíos rayos de sol, se estremece el alma. Y al volar en la primera levantá, salta la sonrisa al rostro y vuelve el niño que se embriagaba con el aroma de las fresias al girar las Monjas, cada primavera.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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