sábado, 24 de diciembre de 2011

El niño y la estrella

La oscuridad invadía el mirador de cristal que sobresalía de la fachada como los faroles que alumbran tímidos la ciudad. En su interior, muebles muertos, un belén silente y un niño que apenas se le oía respirar. Permanecía inmóvil tras los visillos con su mirada colgada en la noche negra. Mientras, por debajo, en la calle, cada vez disminuía más y más el ritmo de la tarde. La gente iba regresando a sus casas con las manos llenas de bolsas, unas de regalos otras de viandas para una noche especial. La Nochebuena.

Es cierto que está era menos buena que otras noches anteriores para todo el mundo. La situación obligaba a llevar menos bolsas, de las unas y de las otras. Las calles no respiraban la alegría de otros años ni tintineaban tantas luces prendidas del cielo de altura intermedia,como si de un segundo piso estuviéramos hablando.

Permanecía inmóvil tras los visillos con su mirada colgada en la noche negra. Negra como la soledad que quebraba la televisión del salón, tan oscuro como la noche, donde retumbaba la voz peculiar de Paco Martinez Soria en una película propia de estas fechas. En estos días los programadores se empeñan en hacer balances y traer recuerdos en blanco y negro para recordarnos que nada volverá a ser como antes. Solamente la luz parpadeante del gran árbol de Navidad ayudaba al televisor a disolver la negra soledad de la estancia.


Permanecía inmóvil tras los visillos con su mirada colgada en la noche negra. Negra como la estancia, negra como esa sensación de soledad que le invadía por completo. Sabía que aquella noche no sería como ninguna de las que había conocido hasta entonces. Sabía que en la mesa sobrarían sitios que nunca más se volverían a llenar. Recordaba como había pasado otras noches similares colgado del cielo negro, en la oscuridad del pasillo de la casa materna, esperando la señal. Esa que le hiciera comprender que todo merecía la pena. esa luz que nos devuelve la ilusión y nos hace creer a pies juntillas en todo aquello que no soportaría los embates de la lógica y la física.

Permanecía inmóvil tras los visillos con su mirada colgada en la noche negra. Negra su ausencia de sonrisa, como el fondo de sus pupilas color azabache. Fijas, estas, en un punto indeterminado del cielo, despejado y oscuro. Durante este año había perdido la ilusión. Habia descubierto la decepción  y la traición. Habia lidiado por primera vez cara a cara con la muerte y había perdido la batalla. Más que nunca necesitaba esa señal en el cielo para seguir creyendo.

Permanecía inmóvil tras los visillos con su mirada colgada en la noche negra. Mientras seguía esperando descubrió que había dejado de ser un niño. descubrió en el reflejo de los cristales del mirador las primeras arrugas, sus canas, el vello que recubría su cara. Se había hecho mayor observando el cielo oscuro. Su cuerpo se estremeció por dentro y sintió frío. Sus brazos instintivamente se abrazaron como si pudieran protegerlo de la soledad recién descubierta. Entonces comprendió que nada ni nadie haría esa señal y bajo la mirada al suelo de cemento gris, como su ánimo.

Abrió los visillos, ya no miraba a la noche negra. cruzó el salón a oscuras mientras apagaba la televisión con el mando. Su silueta se convertía en tenues sombras intermitentes provocadas por las luces del árbol de Navidad. Se envolvió el cuello en una bufanda y se se puso su abrigo de terciopelo azul oscuro casi negro. Como la noche.

De repente, una luz intensa y desconocida invadió el mirador. Giró su cabeza entre atemorizado y sorprendido. Al correr los visillos todo estaba tal y como lo dejó. Oscuro. Muebles muertos, un belén silente y un niño que esta vez respiraba de una manera agitada y arrítmica. En su mirada descubrió que algo había cambiado en la noche oscura. Una nueva estrella, de brillo joven y fulgurante dominaba su campo de visión.
Miró al cristal y no vió ni arrugas ni pelo cano. Solamente reconoció sus ojos verdes oliva en el reflejo.

Y sin saber cómo ni cuándo, descubrió los colores de su nacimiento mexicano sobre el verde intenso del musgo natural. Sin saber cómo ni cuándo supo que esa estrella siempre le serviría de guía. Era la señal que siempre estuvo esperando. Comprendió que hasta entonces, año tras año, había estado a su lado iluminando su camino, ocupando esa silla vacía en la mesa de esta noche. Comprendió que debía seguir creyendo.

Salió del mirador con la cabeza alta y acomodandose la bufanda mientras buscaba las llaves y el teléfono móvil. Cerró la puerta con convicción y partió en busca del resto de su familia. Ya no faltaba nadie esa noche.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

El temido espíritu de la Navidad

Las luces tintinean, apresuradas en los escaparates. Sus hermanas pobres lo hacen en los balcones entre Santa Claus Made in China y absurdos molinetes de colores. El frío ha llegado tarde a su cita anual y hoy empieza el invierno. El olor a castañas y curros invade las calles céntricas de la ciudad, entre el ir y venir ajetreado de quien tiene que concluir imposibles listas de presentes.

Este año, los villancicos suenan más nostálgicos, casi con un fondo triste. En algunos momentos, al asomarme por mi ventana, viene a mi memoria el retorno a Tara de Escarlata O'Hara. Asociación de ideas. Estas fechas saben, este año, a derrota y tristeza.

Tengo la sensación de que todo lo que está ocurriendo es una venganza del Destino. Un golpe de mano de los Dioses griegos y egipcios para que las cosas retornen al sitio que ellos dispusieron. Siento que me abrasan las entrañas, como si de las alas de Ícaro en llamas se tratase, en respuesta por haber desafiado a lo humano y lo divino con el único objetivo de ser libre. Siento la escarcha helada en las cicatrices, aún frescas, de esta batalla mientras la penumbra del ocaso se apodera de todo.


Cierto es, que son esas luces navideñas las únicas que desafian a la manta negra que atenaza cada atardecer la ciudad. Ellas y las sonrisas de los niños que están a mitad de camino entre incrédulos y satisfechos ante este duelo desigual. Ellos son ajenos a nuestras penurias y batallas. A nuestras derrotas y herencias de tristezas y nostalgias acumuladas. Solamente ellos pueden atisbar, tras de esos pequeños destellos de leds, la magia oculta de la Navidad.

Cada vez que uno de esos niños levanta el dedo señalando esas luces, o el camino incierto por el que ha de llegar el trineo ansiado de Papá Noel, emerge del mismo un rayo invisible y tenaz que disuelve al instante toda sombra y rastro de desesperanza. La fuerza cósmica de su ilusión infinita, de su forma de creer a pies juntillas en algo científicamente increíble,  pero que año tras año sigue residiendo en el interior de todos los infantes de este mundo que nos ha tocado sobrevivir, es capaz de producir descargas intangibles e inabarcables de positividad y buena onda.

Las sonrisas revolotean, casi locas, quedando prendidas en nuestras solapas, en nuestras bufandas. Se disuelven, bañando de colores imposibles nuestra apariencia enjuta y triste. Y se renuevan a nuestro alrededor aromas de castañas asadas, porras y canela molida. Y descubrimos el tintineo de un carrusel en el aire que despierta las notas alegres de un viejo villancico americano, que todos tarareamos a la vez y del cual desconocemos la letra.

Sin saber muy bien no cómo ni cuándo se ha introducido por los puños de nuestra chaqueta, rascando diligente la costra caliza de nuestro corazón, el temido espíritu de la Navidad. Ese que nos trae consigo imagenes antiguas,algunas en blanco y negro, otras en color instamatic, metidas en una caja antigua de galletas, de aquellas de latón donde nuestras abuelas confinaban sus más preciados tesoros, los del corazón. Ese que es capaz de hacernos recordar el sabor intenso de los almendrados de Conchín, o de los rollitos de vino de la señora Eufemia. Ese que tiene la textura firme y suave de un buen turrón de Jijona, el blando.

Entre sabores e imágenes nos trae a quienes ya no están y nos enseñaron a utilizar, cuando eramos niños, la fuerza cósmica de nuestro dedo para apuntar al negro cielo desde la ventana del pasillo o desde el Belén de la Muntanyeta. Vienen para recordarnos que entonces el cielo era tan negro como ahora, y que  ellos les faltaban los mismos generales que nos faltan a nosotros para dirigir la batalla eterna de la Vida. Vienen para recordarnos que el día que los niños, ajenos a los avatares de este mundo, dejen de apuntar con su rayo iluso al cielo, acabara el mundo tal y como lo conocemos.

Y entonces, el aire se hará irrespirable y desaparecerá el color de las solapas de los grises abrigos de paño inglés y las sonrisas de nuestras bufandas para siempre. Y nunca más vendrá, por mucho que lo invoquemos y lo añoremos, el temido espíritu de la Navidad