jueves, 29 de septiembre de 2011

Tengo que no ser tantas cosas para ser yo mismo

El aire se divierte esta tarde con la ciudad, que peina nubes grises como quien peina canas. El otoño coquetea, dejandose querer, y sin acabar de decidir si es hora de su romance. Solamente algunas bermudas se resisten a despedir el verano, batalla perdida de antemano.

Salgo de esa caja de música que ha sido mi casa estos últimos meses. Respiro hondo y me lleno de aire fresco. Lo agradezco después de horas conteniendo la respiración en ese ambiente viciado y tendencioso. Cuento las horas que me quedan aquí y cada vez me siento más libre, más alto, más feliz. Nunca pensé que una despedida pudiera ser tan gratificante. Y no tan solo por la partida sino por el sabor de las cosas bien hechas, de la conciencia tranquila y de la ética recompuesta en mi mochila interior.

Ando firme con la sonrisa tatuada en mi rostro. Me siento bien. Se han abierto cientos de ventanas a un nuevo paisaje vital. Afronto un nuevo reto como persona, que realmente me resulta conocido. Un espacio nuevo donde desarrollarme sin limites como persona y profesional. Un espacio donde marco yo las metas y los limites. Los retos y los abismos a los que enfrentarse. Un nuevo viaje para el que necesito un nuevo equipaje.

Durante estos últimos años, la característica de mi vida han sido los límites y las obligaciones, casi siempre impuestas por otros, con los que no compartia criterios ni proyecto. También las había aceptadas por propia decisión, aquellas que eran deuda a los nuestros y deber satisfactorio. Todo eso ha desaparecido durante este año, algunas cosas por decisión propia y otras con la intervención del Destino. Un año de fuertes cambios, a veces difícil de digerir en tragos tan grandes e intensos.



Pero ahora, en este momento que me lleno de aire fresco y nuevo, tengo la certeza de salir ampliamente reforzado. La certeza de haber crecido como persona y de ser un adulto consciente y coherente conmigo mismo por primera vez. Estoy dispuesto para saltar a un mundo nuevo y lleno de retos en lo público y en lo estrictamente personal.

Noto en mi espalda crecer, rápidas y poderosas, unas alas potentes y de una belleza singular. Recubiertas de un plumaje metálico y brillante. Dotadas de una musculatura que me da confianza ciega a la hora de saltar al vacío. Que me dan el porte de un guerrero mitológico, para el cual no hay enemigo imbatible y que por primera vez no teme mirar a los ojos, de tú a tú, a los Dioses Griegos y Egipcios.

En estos últimos años he tenido la fea costumbre de armarme de determinadas arcas gestuales, emocionales y de conducta que me han permitido sobrevivir. En un mundo hostil, un mundo al que yo no pertenecía y en el que me había tocado lidiar. Tenia la sensación de ser como un gladiador en medio del circo, abarrotado de público sediento de pan y sangre. Mi ironía, mi frialdad emocional, mi afilado verbo, ágil y letal en ocasiones, escondían, cual armadura de combate, mi Yo privado. Se han convertido en la coraza, el caparazón emocional que se advierte cuando uno se enfrenta a mi Yo público.

Mientras discurro de un modo diferente al de las últimas semanas por las calles de esta pequeña ciudad costera, con pretensiones de puerto vital y cosmopolita, voy planeando como desmantelar estos rasgos de mi personalidad que no me permiten mostrarme tal y como soy para aquellos que me conocen en la distancia corta e íntima. Y es que a todos nos sobran artificios y barreras. Tenemos que dejar de ser tantas cosas para ser nosotros mismos de verdad.

Desprovisto de corazas y poniendo a prueba el batir de mis nuevas alas, afronto, feliz e impaciente, el reto ambicioso de ser yo mismo por primera vez en mi vida. Sin excusas ni limitaciones. Sin trabas y sin barreras emocionales. Yo mismo frente a mi mismo, desnudo y fuerte. Desprovisto de armadura y protegido por mi propia esencia, fortalecida y madurada.

lunes, 26 de septiembre de 2011

El extraño sabor de las noticias esperadas

No negaré que hay cosas, que aun esperadas, nos calcinan como una lengua de fuego que nos coge por sorpresa en medio de un monte. Tampoco negaré que a veces es necesario convertirse en cenizas para volver a renacer, más fuerte, más ágil y más satisfecho de uno mismo, como el Ave Fenix. Surgen de nuestra espalda, apaleada por los hechos, alas fuertes, bellas y vigorosas que nos permiten emprender el vuelo deseado. A veces el ser incinerados solamente sirve para fundir nuestras cadenas y temores y hacernos más libres.

En estos días los acontecimientos se han convertido en una vorágine de noticias, emociones, cambios y rupturas insalvables, de alto poder analgésico para males anteriores y enquistados. Todo ha sido como aquella maravillosa novela de Garcia Márquez, Crónica de una muerte anunciada. Todos sabíamos que íbamos a morir, quien era el asesino y solo nos faltaba saber el momento. Aun así siempre te pilla de sorpresa. Es una cualidad de la muerte, ese acontecimiento que es lo único seguro que tenemos en la vida. Sobre todo suele sorprender cuando es premeditada, traidora y y sin escrúpulos. Cualidades estas últimas que están de moda por los lares que frecuento laboralmente.



En una muerte siempre tiene mucha importancia el epitafio, o el panegírico que se le dedica al finado. Es como un resumen de los logros que se alcanzan en vida, un haber en la contabilidad de la Vida. Claro es, que en ocasiones, los asesinos vestidos con piel de cordero, son poco doctos para la redacción del mismo. Más bien diríase que vienen investidos por el atrevimiento propio de la ignorancia. Valor este último que defienden como si del Pendón de Castilla se tratase. Mi madre siempre me dijo que no había nada más peligroso que un tonto con poder, o que un ignorante que no lo sabe.

Cierto es, también, que como muerto reciente y resucitado, les agradecería a los sicarios responsables de mi inmolación pública que se abstuvieran de redactar el mío. Ni me conocen ni me interesa que lo hagan. Hay gente que mejor que no sepa nada de uno. A estas alturas del cuento las relaciones con cierta clase de impresentables y personajes del traje gris, o del vestido de palabra de honor innecesario e inadecuado como cada uno de sus torpes actos las prefiero inexistentes.
Gracias por ignorarme. Viniendo de ustedes es un halago.

En estos últimos meses previos a la matanza de Campoamor, he aprendido mucho de determinado tipo de personajes, personajillos y supervivientes de la malvalorada función pública y los políticos de tres al cuarto que la protagonizan, como protagonizaba J.R. sus maldades en su rancho de Dallas. Tengo que agradecerles que me hayan devuelto mi fortaleza ética, mis limites de lo tolerable, la capacidad de no doblegarme ante el estilo zafio y ramplón de su gestión, revanchista y paleta. Carente, esta última, de proyecto, de equipo ni de voluntad ni equilibrio en las decisiones. Hay terroristas islámicos con más sentido común en su ejercicio profesional.

La venganza solo es útil para mejorar los resultados. Nunca es buena, aunque a veces necesaria para restituir el orden de la razón y el sentido común. Nunca está justificada cuando se ejerce desde el resentimiento, la ignorancia y sin que se adopten criterios de disección basados en el buen ejercicio profesional y de beneficio del administrado. Esto último totalmente desconocido para la calaña que nos rodea en los últimos tiempos.

Gracias por vuestro resentimiento y vuestra ceguera. Gracias por hacerme víctima de vuestra mediocridad. Gracias por liberarme de esa necesidad de esconder la cabeza como las avestruces ante vuestras decisiones arbitrarias, incomprensibles y carentes de criterio, al igual que ante vuestras estúpidas demostraciones de fuerza en público, que me generan terribles subidas del sentido de la vergüenza ajena. En ocasiones vómitos.

Me alegro, de hecho, de ser muerto para resucitar de entre vuestras víctimas para buscar nuevas sendas. Solamente lamento que vuestros actos supongan el desmantelamiento de proyectos coherentes, carentes de cierto olor a rancio y moho de pueblo. Agradezco no tener que intentar demostrar mi valía a quien no la sabe ver, ni está capacitado para comprenderla. Por mucho poder que tenga para obviarla de un plumazo, ignorarla a la hora de decapitarrme y hacer gala de cierto grado de cinismo, solamente reservado para los inteligentes que se han pasado al lado oscuro. Los malos de verdad. No son ustedes más que una caricatura burda y bastante zafia de lo que pretenden ser. La altura moral y profesional se demuestra con los hechos. Y creo que alguien necesita alzas, esto le viene soberanamente grande.

De toda experiencia solamente cabe resaltar la dedicación de quien ha creído en esto sin la necesidad de convertirlo en un ranchito donde pavonearse con invitados y compañeros de cuadrilla. De ese gente dedicada a la función pública como camino par demostrar la excelencia del trabajo bien hecho y no como plataforma par la obtención de poder, valor que no debería primar en los servidores de los administrados. Lastima de quien olvida quien le paga y se cree reina por un día. Cierto es que a este tipo de personajes, el tiempo y las circunstancias los apean de una sonora bofetada devolviendolos a sus orígenes.

Mientras recorro la noche de septiembre en un tren solamente tengo que agradecer mi muerte, vehículo indispensable para mi resurrección. Gracias a los fariseos del templo, por liberarme de la carga de soportarlos. Sólo espero que no conviertan su herencia en un mausoleo para beneficio de amigos y conocidos.

Y como diría Shakira, Se lo agradezco pero no. Me quedo muerto, enterrado en la ladera de un monte, más alto que el horizonte. Quiero tener buena vista.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

La mañana del funeral

Ella miraba ausente desde la ventana de la cocina. Sus piernas cansadas la mantenían firme en este momento en que todo parecía derrumbarse. Siempre habían sido unas buenas aliadas en el duro camino que recorrieron juntas. Carecían de edad y su presencia física era intemporal, casi impensable en una mujer de su edad. Descansaban en unos zapatos negros y prudentes de tacón ancho y bajo.

Sus ojos grises parecían esconder el relato de su historia. Fieles guardianes, discretos confesores. De repente, volvieron a la realidad gracias al tintineo de la cucharilla sobre la taza de café con leche. No podía llorar, no sabía hacerlo ya. Tantas lágrimas habían secado sus ganas y la habían endurecido. Sólo sus pupilas reflejadas sobre el cristal asemejaban contener esa dosis de tristeza líquida.

De repente se volvió sobre sus talones dirigiendose a la bancada de la cocina. Yo la miraba cariacontecido. Contemplaba absorto la decisión con que realizaba todos sus movimientos. Cogió el tazón y bebío despacio pero sin pausa un trago largo. No era el trago más amargo que tendría que padecer esa mañana.

Nunca le gustó el negro riguroso en el vestir. Siempre lo adornaba con un giño casi irónico. Estaba espectacularmente sobria. Discretamente triste. Su pelo gris, eternamente despeinado hacia detras, le confería personalidad propia. Toda ella la destilaba. Su manera de mirar, su manera de andar, su manera de reirse, su manera de entender la vida.


Mientras tanto mi respiración retumbaba en mi cuerpo hueco. Me siento vacio y me asusta. No siento absolutamente nada más allá de cierta sensación de alivio. He llegado a dudar si mis organos se disolvieron durante esta noche larga y extraña.

El cansancio me venció tras arroparla y darle una pastilla para dormir. Necesitaba descansar, ella más que yo. Nos costó convencerla para abandonar aquella sala angosta de aire viciado y tétrico ventanal a la muerte cercana. Nunca me gustaron los tanatorios. Nunca nos gustaron a ninguno. Ni a los de un lado del cristal ni al del otro.

Dejó el tazón sobre el granito frio como una lápida y me miró sin decir nada. No supe entender el lenguaje gris de sus ojos. No alcancé a leer ni comprender si su mensaje era de tristeza irreparable o de descanso bien ganado. Yo tenía claro lo que significaba para mí todo esto, pero mantenía la duda razonable sobre lo que acontecia en el interior de esa cabeza, de ajada y serena belleza. Sólo las cuencas de sus ojos gritaban pidiendo más atención y cariño del que nunca en la vida habían demandado.

La abrazé sin preguntar. Mis ojos verdes se quedaron colgados en la misma ventana de la cocina. Ví pasar toda mi infancia entre los visillos de vainica y lienzo tostado, mientras reconfortaba entre mis brazos a mi madre. Nunca pensé que alguien como ella necesitara, en algún momento, más fuerza que la que ella misma destilaba. Dudé si se sentía más sola ahora o antes de estos acontecimientos, que nos cogieron por sorpresa aún siendo predecibles.

Cogimos nuestros abrigos tras separarnos con cierto pudor. El silencio nos acompañaba en todos nuestros movimientos. Suspiramos hondo, los dos, en distintos puntos de la casa. Necesitariamos todo el aire que pudieramos acumular para superar este último trago. Nunca nos gustaron las despedidas. Cerramos la puerta de forma seca. Nuestro mundo ya no sería igual la próxima vez que se volviera a abrir. Ni el suyo ni el mio.


martes, 13 de septiembre de 2011

Buscando los zapatos rojos de Oz

Miro al suelo y veo mis pies descalzos. Tan descalzos que siento el tramado de la hierba en mis plantas. Húmeda, sencilla, verde. Mis pies desnudos tararean con sus dedos una vieja canción de Shakira. Mi nostalgia le hace los coros. Eso es la cavanga, que dicen en Nicaragua. Esa morriña de los buenos tiempos. Sobre esos pies desnudos se disuelve un arco iris que trepa por el azul impoluto del cielo. Se apoya en nubes de algodón cardado. Un camino de colores imposible de transitar y deseado como el que más.

Algo me impide subir por su líneas paralelas e infinitas. No solamente su ausencia de corporalidad no lo permite. Hay algo que no me deja emprender la marcha, como si de una estatua de arenisca se tratase. Mi medula espinal no transmite emociones ni ordenes de mi cerebro, tan pétreo como mis manos, mis ojos o mi alma. Cerebro, corazón y alma no se encuentran en la misma dimensión, ni siquiera en el mismo estado de voluntad.

¿Qué es aquello que no me permite articular movimiento, palabra o voluntad? ¿Qué es eso que ralentiza mi flujo sanguíneo y el anímico?¿Por qué soy incapaz de moverme de un sitio donde me siento cómodo pero del cual sé que no es mi destino, ni siquiera una estación importante en la línea de mi vida?

Hay algo sin duda. Algo que aprisiona mis tripas como la pata de un elefante aprieta la barriga del domador derrotado y abatido. Algo atenaza mi voz, ahoga el grito que se prevé tras un golpe sobre la mesa, cambiando la pendiente de esta historia. Quebrando el silencio de lo rutinario, ese golpe seco y hueco que provoca la palma de la mano sobre el tablero seco y cansado de esa mesa que sabe más de nosotros mismos que nuestra memoria, grita basta. Hasta aquí llegó la riada del 57.

Espero ansioso el desgarro de ese silencio. El grito firme y el empujón interior que separe mis pies de la cómoda y predecible hierba. El motivo último para cerrar los ojos, llenar lenta e intensamente los pulmones de aire, y dar el paso inicial sobre ese arco iris de minúsculas partículas de una lluvia finita y antigua. Anhelo el momento en que puedas más mis ganas por encontrar los chapinetes rojos que la comodidad y frescor de la hierba bajo mis pies desnudos.

Giro la cabeza sobre mi tronco acartonado y prieto de temor a lo desconocido. Busco con mayor velocidad de mi mirada que la de mis movimientos el responsable de ese golpe seco y ese empujón al vacío futuro. Nada veo más allá de mi propio cuerpo anclado frente al camino de los siete colores. Nadie me acompaña en esta escena congelada y naïf. El paisaje y yo. El camino y mi soledad. El pasado y las nubes de algodón cardado.


Nada ni nadie espera romper el silencio de mi indecisión. Nada ni nadie reivindicará mi libertad que no sea mi propia voz y mi decidida voluntad de cambio, si es que esta existe ciertamente. Mi voz y mi voluntad. Tengo la sensación de la presencia de un música, animal y sencilla, que envuelve por completo la escena, como el celofán de las cestas de Navidad. Es un estadio de tranquilidad impostada. De paz ficticia. Sólo yo y mis circunstancias. Solamente yo y mi encrucijada.

Quiebro la rigidez de mi cuerpo atemorizado. Froto mi frente en actitud de duda e indecisión. Comparte caricia con mi mandíbula. Miro de nuevo a mi alrededor y constato la soledad absoluta de este tipo de decisiones. Levanto las puntas de mis pies, equilibrando mi caos personal sobre mis talones, como si buscara distancia en la decisión. No queda otro remedio.

La senda que me trajo hasta aquí ha sido devorada por la maleza del camino. Ese que uno no quiere volver a recorrer, ni para tomar aliento ni fuerza. Cierro de nuevo los ojos en búsqueda de cierta paz interior, necesaria, extraviada. Sólo queda decidir cuando y como. No queda otra opción.

Descubro que esa fuerza interior que me detiene y me congela no es más que miedo escénico. Vértigo a lo nuevo sin vuelta atrás. De todos es sabido que el miedo es libre y cada uno coge el que quiere y yo en este viaje llevo las alforjas cargadas. Es licito el miedo a lo nuevo y a los cambios. La valentía no es una condición sinequanum para pertenecer a este mundo. Todo lo contrario, parece estar de moda su ausencia en la forma y en los modos.

Por eso creo que realmente toca saltar. Quebrar el hielo que me atenaza y correr por la senda intangible de los sueños posibles en busca de unos zapatos nuevos, que me eleven sobre el suelo y me permitan crecer como persona y buscar nuevos horizontes. Más allá del arco iris que despierta tras la borrasca y la lluvia.

domingo, 11 de septiembre de 2011

La Biblia en Nueva York

Este ha sido un fin de semana raro, sin muchas ganas de hacer nada y con muchas ganas de que no pase el tiempo. Los últimos golpes de calor, de ferocidad controlada, pasean por la ciudad destilando la nostalgia de la despedida. Contemplo la vida desde el mirador, escaso de ropa y con exceso de equipaje. Un fin de semana raro para un tiempo raro. Primeros de septiembre con sabor a nueva era a la vuelta de la esquina.

Comida sana, muchas horas de sueño y televisión son el menú de estos días. Huyo de las relaciones sociales porque, en días como hoy, no me siento cómodo impostando una conversación que no me atañe o interesa. Mi lavadora interior no cesa de centrifugar a una velocidad de vértigo. No sé muy bien que me espera a la vuelta de la esquina, ni que esquina decidiré doblar. Estoy naufragando a bordo de mi sofá en mitad de ninguna parte.

Hoy es el día en que Nueva York es más centro del mundo que nunca. Objetivo de todos, memoria de un mundo que cambió tal día como hoy, hace diez años. Hay una especie de nudo que vuelve a la boca del estómago cada vez que volvemos a aquel momento o nos quedamos congelados contemplando aquellas imágenes que siguen pareciendo mentira y que devolvieron nuestros pies a la más cruda realidad, de la cual nunca volveremos a salir. Nada volverá a ser igual, ni este ni ningún 11 de septiembre. Ni ningún 11 de ningún mes.

Recuerdo mientras veo la cadena de reportajes y documentales el silencio que sentí mientras paseaba por la Zona 0, un sábado por la mañana. Casi me sentí incapaz de fotografiarla. Algo me recorrió la médula frente aquella diminuta capilla y aquellas vigas retorcidas en forma de cruz. No tenia nada que ver con la religión si no con el origen de las cosas. ¿Cómo hemos podido llegar hasta aquí? Una vez me alejé de aquellas calles la ciudad volvió a estar viva. Pero se notaba bajo su blusa nueva su cicatriz.


Al igual que me alejé por Broadway Av., cambié de canal para buscar la otra cara de la Gran Manzana. Hoy necesitaba sonreír lejos de humo, cenizas, radicalismos religiosos y políticos, ausencias y tristeza. Me refugié en la pantalla de ordenador de Carrie Bradshaw. Busque, atendiendo atentamente a esa Biblia televisiva en la que se han convertido sus temporadas, recuperar la sonrisa que me provoca un perrito caliente en las escaleras del Metropolitan, o ver leer, descalzo sobre un banco, a un joven en Central Park. Quiero recuperar mi reflejo sonriendo en un escaparate de la 5 avenida. Quiero ser libre y feliz volando entre los rascacielos de Manhattan.

Las historias de estas cuatro mujeres no dejan de ser un retrato, en clave de humor ácido y en ocasiones corrosivo, de la nueva sociedad en la que vivimos, de las relaciones personales, laborales y sexuales. Una Polaroid de nosotros mismos con tintes de caricatura con la que reirnos de nuestros propios fantasmas y miedos. En el fondo son un canto de supervivencia, de esperanza por una mañana mejor, por una agradable comida entre amigas y confesiones, por un abrazo que merezca la pena y no uno de saldo que aceptamos por no caer en el eterno y divino castigo de la soledad. Es una Biblia de querernos y querer a los nuestros. Unas tablas de la ley de amar nuestro entorno, nuestra ciudad, nuestra opción vital. Los mandamientos que nos enseñan que para querer a alguien o a algo nos tenemos que querer a nosotros mismos primero. A pesar de las adversidades y los días nublos.

Sexo en Nueva York, magdalenas y coca cola light. Cae el sol y mi mirador pierde profundidad. Y la sonrisa se duerme en mis comisuras en un día sin ningún motivo para que exista. Sigo tirado en el sofá, escaso de ropa y de ilusiones.

Se acaba el domingo con sabor a memoria del pasado y necesidad de esperanza en el futuro. ¿Qué pasará el próximo 11 S? Sólo sé que seguiré recordando aquel silencio de mañana de sábado en NYC.

lunes, 5 de septiembre de 2011

El mero hecho de hacer lo justo

Nuestro idioma tiene esas paradojas semánticas que pueden cambiar el sentido de las cosas y los tiempos. Por ejemplo, no es lo mismo echar de menos que echar de menos. No es igual echar de menos a alguien, que es un sentimiento, casi poético, con cierta aura adornada de sensibilidad y pétalos dulces de rosas agonizantes, que echar de menos a algo, que denota una actitud cicatera, de recorte innecesario, de tacaño que priva de la especia a la receta sin otro objetivo que mermarla.

No es igual tampoco vaya pasada que vaya pasada. Se le puede aplicar distintos significados, desde el ámbito deportivo hasta el de reproche por una jugada de mal gusto que te puede llegar a realizar alguien. En muchos casos depende mucho del contexto, la entonación y la mala leche que transmita la mira del que esputa la frase.

Pero el que más me preocupa, o mejor, el que más me altera de estos casos es el de hacer lo justo. Una frase que esconde la esencia del hecho cierto, contundente, loable y que devuelve las cosas al correcto orden universal. La encarnación en acción de la justicia. La translación a hecho tangible del anhelo intangible. La Justicia.



Claro está que también cabe la interpretación de quien hace lo mínimo, lo imprescindible para no ser señalado o estigmatizado. De aquel que carece de sentido de responsabilidad. Aquel que solo se rige por reglas de economía vital y supervivencia sin tener en cuenta el estropicio que genera en su entorno, ni el desgaste físico y anímico de quien lo comparte, o mejor aún, lo sufre.

No es este personaje ni un vago redomado, lo cual le conferiría un status hasta gracioso y comprometido con la voluntad manifiesta de no hacer nada, asumiendo las postreras consecuencias. Por lo menos el que carece de voluntad para hacer nada, carece de la mala leche necesaria para ocultar su decisión detras de una actividad lo suficientemente visible, a la par que escasa, pare evitar el reproche y la afrenta. No hay nada más ruín y cicatero que aquel que cubre su fachada a sabiendas del perjuicio que genera en su alrededor, y se aleja silbando como si del Tonto Simón se tratase.

¿Qué diferencia el hecho de hacer lo justo de hacer lo justo?

Si se tratase de una persona manifiestamente normal, con su escala ética construida, con sus valores integros y se entendimiento al 100% y en plenas facultades, hecho improbable por inverosimil, posiblemente la diferencia sería tangible. Incluso afectaría a su conducta persona y al equilibrio de su conciencia.

Quien desempeña sus funciones o transita por la vida actuando según criterios de Justicia, y haciendo las cosas para que sean justas, disfruta de un estado de bienestar interior generado por la satisfacción del deber cumplido. Duerme por las noches sin ninguna perturbación motivada por conflictos de conciencia.

Cierto es que quien carece de esta última, desarrolla la capacidad de descansar a pierna suelta, pero corre el peligro de que sea su entorno, perjudicado por su actitud, el que se convierta en una pesadilla para su existencia.

Podriamos ahondar más en este tema, pero creo que esto es precisamente lo justo que quería expresar. Cada cual que lo interprete. Yo duermo tranquilo. No sé si por Justicia o ausencia de conciencia.








domingo, 4 de septiembre de 2011

Las tardes de domingo

Troceo despacio una cebolla tierna sobre la tabla blanca. Es un proceso mecánico, casi un ritual. La forma de realizarlo no es casual, forma parte de mi particular forma de actuar. Primero la limpio, le retiro la parte verde, las raíces y las dos primeras capas. Ni una ni tres, las dos primeras. La parto por la mitad, y la troceo en 5 trozos, con cortes paralelos. Otra vez cinco cortes perpendiculares a los anteriores. Junto y amontono sobre la tabla los trozos con la ayuda del cuchillo. Los vuelco sobre el bol de loza. He superado la prueba de no llorar con la cebolla otra es más. Supongo que he perdido la capacidad de hacerlo por culpa de la cebolla o de cualquier otra cosa.

Enciendo la vitro y pongo el mando al 6. Saco dos botes de tomate entero de la despensa. Los abro, escurro el caldo en el fregadero y los vierto en la fuente, después de haber puesto un cazo con agua al fuego. Saco dos huevos morenos del frigorífico. Los dejo sobre el paño de cocina para que no resbalen. Troceo los tomates sobre el lecho de cebolla cortada. Me encanta la sensación suave , casi acuosa, del cuchillo troceando el rojo intenso y húmedo de los tomates en conserva. El agua rompe a hervir e introduzco los dos huevos en ella. Los del paño. Siempre dudo la cantidad de tiempo que tienen que estar unos huevos hirviendo para estar duros. Hay quien dice que 3 Padrenuestros. No veo la relación entre el rezo y la dureza de los huevos, con lo cual prefiero el reloj. 10 minutos me parece una buena opción.

Unas aceitunas negras y una lata de atún. Cuantas latas. Mezclo los ingredientes en la fuente mientras se terminan los huevos de enfriar. Los pelo y troceo para añadir a la fuente. Sal generosa, un buen chorro de aceite de oliva y un último golpe de muñeca para ligar los ingredientes. Abro la nevera y siento su aliento helado sobre mi pecho, que brilla de repente. Introduzco la ensalada y cojo uno de esos botes plateados que forman parte de mis vicios y filias.

Cierro la puerta de la nevera con el codo, mientras me cuelgo de una noticia en el televisor. Mundo convulso en una tarde de domingo soleada y no excesivamente generosa en grados. Escucho el sonido de mis pies descalzos sobre el cemento mientras me concentro con cierta desidia en algún conflicto islámico.

Me dejo caer en el sofá mientras dejo la Coca Cola en la mesa de centro. El algodón indio de la cubierta se adhiere a mi cuerpo como una segunda piel. Las cortinas corretean por el mirador, jugando con la luz de una tarde recién nacida. Mientras termino de rebañar el plato con un pequeño pedazo de pan, sigo pendiente de mi ventana catódica al mundo.

Cada vez me gusta menos ver las noticias. No me reconozco en este mundo crispado y que rueda sin control por una cuesta de guijarros. No me gustan las explicaciones de los que mandan ni los reproches de los que esperan como buitres su caída. No me gusta que se pongan de acuerdo solamente para negarnos la posibilidad de opinar cuando nos toca, en las cosas importantes de verdad. Me gusta aún menos que lo hagan a trompicones, con prisas y a escondidas. Me da igual quien lo justifique. No me gusta. Me da pánico estar en manos de esos seres inhóspitos y sin escrúpulos, carentes de rostro reconocible, que se hacen llamar los mercados.

Engullo el último trozo de pan, con ayuda de un trago tenso de refresco, sin quitar la mirada del televisor. Escupiría a la pantalla si no tuviera que limpiarlo luego. Cambio el canal para no terminar con la soleada tranquilidad de esta tarde. Busco algo banal, sin pretensiones. Una serie antigua, un clásico de cine de tarde familiar, una reposición con la que poder superponer los diálogos en un juego estúpido y superficial. No es tiempo de cosas serias, menos mientras recorro lento el perímetro de un sandwich de nata con mi lengua, como si de una travesura infantil se tratara.


Rasco, inconsciente, mi gemelo izquierdo con mi pie descalzo. La tarde se descuelga menos agria por los absurdos personajes de El coche fantástico. Ordeno los últimos días en mi memoria, como si tratase de archivarlos por expedientes. Reconozco que llevo una temporada contemplando mi vida desde un punto de vista externo, y me cuesta acostumbrarme a esta nueva situación. Como bien dice una buena amiga, gurú y confesora, desde un tiempo a esta parte ya no soy el mismo. Nada me afecta de la misma forma que lo hacia antes. Las cicatrices de mis últimos golpes me han hecho fuerte pero también mucho menos permeable. No bajo la guardia con facilidad, quizás ni con dificultad.

Cada vez son más escasas las oportunidades para creer en nada o en nadie que no haya demostrado previamente creer en mí sin reticencias. Aún en este último supuesto, conservo la duda, saltando las alarmas al primer síntoma de decepción y haciendo caer compuertas que me preserven del daño futuro.

Suena el teléfono con un previsible decepción, que ni altera mi rutina en el sofá ni mi ritmo cardiaco. Cuelgo pensando en arrancar otra página del cuaderno de las oportunidades mal dadas. Sigo rascando mi gemelo de forma inconsciente mientras observo la televisión con un ánimo férreo y gélido que me asusta hasta a mí mismo. El sueño lucha por vencer mis párpados frente a unos ojos curiosos de una banalidad que no permita espacio para que crezca la decepción en mi interior.

La tarde se hace adulta al compás de las cortinas. Yo me he hecho adulto al compás de un tango roto. No queda espacio para más letras de bolero de insomnio infinito en pos de esa pasión rasgada y de eterna herida abierta.

Echo de menos a ese yo que se ha perdido en mil batallas. Echo de menos su sonrisa, que cada vez se hace más cara de ver. Su inocencia y su generosidad, que se conformaba con el gesto más absurdo para sentirse infinitamente afortunado. Echo en falta las mariposas, los nervios o la ilusión, quizás alguien se las llevo a escondidas y las soltó en la bahía de Estambul, un atardecer frío de invierno. Me gustaría recuperar la confianza ciega que destrozaron a jirones en tantas mentiras y traiciones, hace tantos septiembres que no los sabría contar. Echo de menos pensar que todo esto pasará y volverán la ilusión, las mariposas y las sonrisas. Me echo de menos y cada vez tengo más dudas de si algún día volveré una tarde de domingo cualquiera.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Los botes de cristal de caramelos de Harrods

Siempre he sentido especial atracción por los los dulces chic. Especialmente por esos botes de cristal, rellenos de caramelos de vistosos colores y sofisticados sabores, que venden en Harrods. Esas bolas inperfectas de azúcar, dibujadas en varios tonos  a gajos como los balones de playa, con el brillo nacarado que da el caramelo y el color intenso y bien combinado que da ser londinense. Las hay de multitud de sabores, con multitud de etiquetas. Más serias, más clásicas, más funnies... Todas en esos maravillosos botes  cúbicos de cristal transparente, de tapa metálica y dorada, que dan aspecto de rebotica del Sr. Wonka al rincón donde se encuentran en los almacenes de Knightsbridge.

Cada uno de los botes contiene más de un centenar de esas maravillas diminutas que se deshacen en el paladar, inundando de sabores sugerentes las papilas gustativas y transportando nuestra mente a salones de té y delicados espacios de look British donde sumergirse en el placer de perder el tiempo en la contemplación de lo exquisito. Decenas de sabores, decenas de universos, decenas de combinaciones de colores. Unas al tono, otras de atrevido complemento, todas elegantemente divertidas. Un capricho deseable sin connotación pecaminosa, como la vida misma.

Cada uno de estos universos es singular, con una personalidad propia. Unos son más frutales, ingenuos, luminosos. Nos retrotraen a escenas de campo y estío. Otros son sofisticadamente intensos, casi nocturnos. Parecen escondidos en nacaradas perlas que se disuelven, sinuosas, en nuestro paladar, como si de una inmersión en un océano de caramelo y canela se tratase. Frutas, especias, esencias para que cada uno encuentre su bote de cristal favorito, relleno de sus pecados personales favoritos, bajo su tapa dorada.



Al igual que los sabores de este universo dulce, cada uno de nosotros tenemos una composición de esencias, especias y matices de hebras de caramelo. aunque nuestra apariencia externa de humanos sea similar, como pasa con los botes de Harrods, el interior, el contenido nos diferencia. Primero por la apariencia externa, la combinación de color, el etiquetado, el sugerente nombre. Despues se retira el precinto trasparente y ese sonido seco y rotundo que quiebra el momento anuncia que tenemos acceso al contenido, tras abrir la dorada tapadera.



En ese instante comienza un relación especial entre el interior de nuestro bote y quien accede a él. Una comunión irrepetible que será la que defina la relación entre ambos. El conocido y el conocedor. Nunca jamas volverá a ser igual. Si es satisfactoria la misma habrá, posiblemente, oportunidad de repetirla y seguir desarrollando el vinculo entre caramelo y paladar. Si desagrada la textura y el sabor, el conocedor, elegirá otro bote, incluso otra marca. Este será el peor de los casos, cuando nuestro bote quede abierto, la expectación creada no satisfecha y el precinto y la integridad del envase imposible de componer.

El peligro de estos desencuentros está en la perdida de contenido que se sufre en cada decepción, y que hace que el bote sea cada vez más receloso de ser abierto por el primer desconocido que se encapricha de nuestra composición o colorido sin conocer nuestra esencia, la intensidad de nuestro sabor o la duración en la memoria del conocedor del aroma y textura nacarada de nuestra corporalidad. Cuanto menos caramelos quedan en el interior de nuestro bote, menos posibilidades damos a que sea abierto. Nuestro bote se vuelve receloso y custodio de nuestra cada vez más mermada integridad.

Ya no estamos en la primera línea de la estantería, no somos un brillante y precintado bote a estrenar. Alguien nos cerró sin querer seguir ahondando en nuestro sabor, antes de convertirnos imprescindible para su paladar o en su sabor favorito, al que jurarle fidelidad eterna. Estamos, ahora, encima de la encimare de la cocina, o en la mesa de una oficina de diseño esperando que alguien con más curiosidad por el sabor que por el brillo de nuestro cobertura inmaculada que nos daba ser un objeto a estrenar. Mermados en nuestro contenido pero no en la necesidad de cumplir nuestro fin último. Satisfacer un paladar que se rinda a nuestros pies y se convierta en adicto a nuestra corporalidad. Lo importante es poder mantener la integridad de nuestro sabor y esencia, aunque el número de nuestras grageas disminuya. Esta define nuestra personalidad y es una hoja de ruta para nuestra coherencia vital.

El único peligro es que en el camino nos encontremos con algún desaprensivo que empeñe en rellenar nuestro bote de otros sabores, otros aromas o, incluso, convertirse en un coleccionista de botes a medio consumir y que abre caprichosamente, alternando caprichosamente el contenido de varios, hasta agotarnos y lanzarlos al cubo de la basura, o aun peor, rellenarlos de los restos de un bote de tomate frito barato y olvidaron en una leja del frigorífico.