domingo, 4 de marzo de 2012

La juventud

Un día te despiertas, y al intentar levantarte de la cama, descubres que el cuerpo no te acompaña. No es que quede postrado en el lecho, inerte y abandonado, si no que se desplaza, dolorido, unas décimas de segundo más tarde que nuestro ánimo. Nos cuesta aunar lo físico y lo anímico. Y entonces, con las manos apoyadas sobre las rodillas, mirando a la alfombra con cierto sabor a derrota esperada, sentando en el borde de la cama descubres que te has hecho mayor.

Tu vista recorre, temerosa, tu cuerpo. Descubres canas en lugares impensables. La piel, aun tersa, no conserva la tensión pasada. La gravedad comienza a ganarle la batalla lentamente a tu masa muscular. Y, al encontrarse con tu rostro en el espejo del lavabo, se descubre drapeada en sus confines y con cierto color morado en sus aledaños.

Frotas tu cabeza descubriendo que reduces, día a día, tu masa forestal. Que su color ya no es intenso ni ensortijado en las puntas. Amontonas recuerdos en ese espejo donde ya sólo coinciden nuestras pupilas llenas de vida. Y suspiras, intenso y largo, tras comprobar la plenitud de tu capacidad pulmonar.

La vida ha pasado y lo descubres cuando dices lo majo que es ese chaval. Ese que tiene un hijo universitario, 45 años, dos separaciones y veintitantos años de experiencia laboral. Ese que ya comienza a descubrir el verdadero sentido de aquella frase que nos decían de pequeños y que creíamos que era el zenit de la libertad. "Cuando seas padre, comerás huevos"

Ahora vemos a los que nos siguen, a esos adolescentes que nos ven como si hubiéramos nacido con 35 años. Como si hubiéramos nacido siendo mayores. Como si en la vida nunca hubiéramos sido inocentes, irresponsables, utópicos e idealistas. Como si no hubiéramos intentado bebernos la vida de un solo trago, sin ser conscientes que esta fuente nos acompañará hasta el día en que ya no tengamos fuerza para calmar nuestra sed. Como si no nos hubiéramos equivocado infinidad de veces en nuestro torrente vital hasta llegar a esta aparente calma del remanso de la madurez.


Ellos nos ven como vimos nosotros a nuestros padres. Figuras adustas, venerables y de recta norma que carecían de deseo sexual y vida propia. No son capaces de imaginarnos como ellos, como nosotros fuimos incapaces de reconocernos en nuestros progenitores. Aun nos cuesta vernos, en los cuarenta, similares a ellos cuando los tenían.

Los humanos tenemos el defecto de pensar que nuestra vida es la única intensa, veraz y realmente emocionante de la creación. Pensamos que el resto es Historia o mero decorado para darle más prestancia a la nuestra. Somos incapaces de meternos en la piel del igual para intentar comprender sus miedos y deseos, sus principios e intenciones. Si pudiéramos, por un día, habitar sus sentimientos, comprenderíamos el porqué de sus acciones, de sus consejos y de sus decepciones. Vestirnos de su piel. De la de nuestros padres y de la de nuestros hijos. De la de nuestra pareja y de la de nuestros amigos. A veces, la de nosotros mismos.

Nada en la vida es más atrevido, revolucionario, incomprendido, utópico, y vivo que la juventud. Pero el que no hace por conocer su historia, está condenado a repetir los mismos errores. Los de los padres y los de los hijos.

La madurez no se encuentra en el dolor de nuestras lumbares, nuestra colección de canas o el plisado de nuestras ojeras. Tampoco se encuentra, sin duda, en el descubrimiento del sexo, de las relaciones personales o en huir de la vida real escondidos en la bandera de una falsa libertad de decisión cimentada en la desidia, la inconsciencia y la falta de asumir riesgos y compromisos. Creo que se encuentra alojada en la capacidad de analizar todos los estadios en los que jugamos a la vez. En poder probarnos todas las pieles y analizar los miedos y anhelos de todas las partes. En ser coherente y capaz de asumir que el mejor camino no siempre es el más dulce ni el más llano. En aprender a comernos los huevos en pos de una mejor digestión de la vida. En saber ser siempre maestro y alumno a la vez.

Ese día en que lo comprendes empiezas ha echar de menos, frente al espejo, tantas segundas oportunidades en las que habrías obrado de diferente manera. Tanto silencios que habrías aplicado para aprender a escuchar. Tantos abrazos de los que privaste a quien nunca podrás volver a abrazar por el mero hecho de creerte mayor. Tantas veces en que reírse de la trastada en la que te reconoces años atrás. Tantas cosas que nunca tienen segunda vuelta. Esas en las que si no estás, te las pierdes, perdiendonos la Vida.

Todo esto sería más fácil si hubiera un manual de vida y de amores varios. Pero entonces nunca seriamos jóvenes, nunca seriamos alumnos y nunca tendríamos tantas ansias por vivir. Nunca descubríamos que la mejor escuela de la Vida es vivirla. La nuestra y ayudar a vivirla a los nuestros.

No hay comentarios:

Publicar un comentario