miércoles, 16 de mayo de 2012

Noche de pizza y toros

La luz se desvanece lentamente, al igual que la tarde. El tamiz de las persianas de mimbre se torna inexistente, mientras me pierdo en algún concurso televisivo. Me siento cómodo, muy cómodo en este nuevo refugio. El mismo en el que crié. Observo el cambio después de disuelta la tormenta y me gusta reconocerme en el resultado. Es como volver a un mundo nuevo, en el que has vivido siempre, de un modo inconsciente.

Leo sobre las paredes dos historias paralelas, distantes en el tiempo y de similares protagonistas. Los de mi sangre, la Familia. Ahora cuelgan en ellas las piezas de mi puzzle personal, las claves para entenderme a mí mismo. Y me gusta el juego de montarlo. Me gusta el resultado.

Mientras pienso en qué cenar suena el teléfono móvil sobre la mesa de centro del salón. Aparece el nombre de un buen amigo que se esfuerza más por esta relación que yo. Durante estos meses, este último año, me he sumergido en mi sima personal, para tocar fondo y salir con más fuerzas buceando hacia la luz. Mucha gente ha estado ahí, en la superficie. Otra ha creído estar y otra, se ha empeñado en protagonizar extraños papeles de despecho que el tiempo se ha encargado en convertir en ridículas caricaturas de egocentrismo manifiesto.

Sigue sonando el móvil y me afano en contestar, pienso en que la amistad es un bien mal administrado en ocasiones, sobre todo cuando se convierte en una posesión. Un verdadero amigo es ese que está, siempre. Al lado o en la distancia. Aquel que cuando te vuelves, protege tus espaldas. Aquel que no pregunta ni exige explicaciones ni veneraciones innecesarias. Aquel que siempre sabe cuando abrirte los ojos con otro punto de vista, anclado en la objetividad que muchas veces carecemos sobre nuestra propia vida. Un amigo nunca obliga a que estés pero siempre está.

Contesto pero es tarde. Rehago la llamada y encuentro su voz intensa y aromática como el tabaco de los buenos puros, o un café recién molido. Alegría en los saludos y ganas de vernos. No recuerdo ni el tiempo que ha pasado desde la última vez. Cuelgo y salgo a su encuentro. Me espera con otro buen amigo viendo mi exposición. El tranvía atraviesa las entrañas de esta ciudad y yo pienso si serán capaces de leer entre mis fotografías la inmersión de estos meses. Paramentos abandonados para desnudar un pasado de felicidad y cotidianidad. La soledad del final y la perdida impregnan cada una de esas imágenes robadas a nuestro mundo acelerado que no puede detenerse a cautivarlas, aunque solamente sea un segundo fugaz.

Abrazos y reproches dulces y conmutativos por la distancia larga e injustificada. Puesta en común de impresiones sobre las fotos y sobre nuestros avatares personales. En la media luz de la agradable charla decidimos pedir unas pizzas para que conozcan mi casa recién estrenada. Salimos del local bajo una noche serena y de aire sahariano y nos trasladamos a nuestro destino, mi refugio.


Esperamos las pizzas mientras troceo unos tomates con la misma contundencia que defiendo mis posiciones respecto a la conversación. La misma bandea por infinidad de temas, unos banales y otros intensos y más complejos emocionalmente. Suena el timbre y ya huele a ternera y cebolla recién horneada. Risas, cerveza y pizza entorno a la mesa. Sigue bandeando la conversación entre las servilletas estampadas de Ikea y la ensalada con aromas de vinagre de Modena.

Algo provoca un silencio y cierta cara, en los tres, entre la estupefacción y la risa contenida. Un sonido constante, rítmico y lujurioso desciende del piso superior. El ritmo se mantiene flotando en el silencio de nuestra confusión. Madera, muelles o láminas. ¿Cuál será el origen? La risa se abre paso entre prudencia y se escapan las primeras carcajadas con el descenso cansado de la cadencia. Incremento súbito del ritmo en una clara demostración de testosterona para terminar en seco. El sonido, claro.

Estallamos en aplausos por la faena, inesperada y reveladora en cuanto a los hábitos nocturnos de mis vecinos. Risas, más pizza y cerveza tras la inesperada interrupción.

Evidentemente la vida tiene la capacidad de sorprendernos en cualquier momento. Tras una foto, un teléfono móvil o sobre un sofá viejo e indiscreto.

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