sábado, 26 de febrero de 2011

La búsqueda del tú privado

Hoy el estrés no ha dejado espacio para que se cuele el sosiego ni por las costuras de la vida. Ciertamente, tengo mis dudas razonables sobre que este ritmo de vida conduzca a ninguna parte. Por mucho que te guste lo que haces, si te falta el aire mientras lo realizas, si las pesadillas te abordan en medio de la noche cual piratas sanguinarios de entre la tupida niebla, debemos valorar si compensa el sacrificio.

Muchas veces anteponemos, de un modo casi inconsciente, esas ansias de autocrecimiento, de exigencia en lo profesional, el superar dos centímetros más del listón que creemos que somos capaces de saltar aún poniendo en riesgo nuestra columna, el bienestar anímico y el equilibrio de nuestro yo interior.

Cuando pasa el maremoto en el que te has visto inmerso de un modo totalmente voluntario o inconsciente, cuando se retira esa ola de una forma lenta y casi desapercibida, solamente queda tierra arrasada. Tras todo ese esfuerzo físico y anímico para estar siempre al 120% queda un vacío tal, una soledad en la que parece casi imposible respirar por la ausencia de oxígeno.

Realmente es tan difícil de gestionar, o incluso más, la calma que prosigue a la tempestad. Ese momento en que se apagan las luces, regresas a tu cuartel de invierno, por tu calle vacía, y todo ha dejado de brillar y de moverse a 45 revoluciones por minuto y cierras la puerta despacio para no molestar.

Entonces solamente queda tu yo. Solo tu yo privado. Vacío por dentro por haberlo dado todo una vez más. Exhausto por haber forzado la máquina una vuelta más de lo que dice el manual de instrucciones. Jadeante por haber consumido tu oxígeno presente y futuro en una carrera controlada pero vertiginosa. Derrumbado contra la espalda. Espalda con espalda con la puerta que te separa del mundo exterior. Solo después de ser el epicentro del terremoto de la multitud.


En ese momento que has dejado de generar estímulos de todo tipo para saciar el afán de búsqueda de todo aquel que te rodeaba, comienza la tuya propia. En ese momento que tu yo público se desvanece por la ranura de la puerta cerrada y solamente queda amontonado sobre tus piernas el yo privado, en ese preciso momento eres consciente del abismo de la soledad.

Abismo al que se llega por voluntad propia, con la ayuda inestimable de dioses y guionistas. Territorio hostil donde, a veces, te sientes tan cómodo. Comodidad en la que se esconde, en ocasiones, una huida premeditada del compromiso, en un proyecto común, con un tú privado.

Y es en ese momento,más que nunca, en el que ha cesado el ruido de la batalla, en el que la oscuridad sustituye a las luces del escenario y, para bien o para mal, dejas de brillar y ser el objetivo de las miradas y de las demandas ajenas. En ese preciso momento, vuelves la vista y buscas, por primera vez, a un tú privado.

Ese que te sonría con los brazos abiertos y una mirada de Todo acabó. Ese que se sienta casi tan orgulloso, o quizás más, por los logros conseguidos. O el que ponga paños calientes en las heridas conseguidas en la derrota. Aquel que te abrace y sirva de de contrafuerte a tu estructura colapsada y en evidente peligro de ruina inminente frente al abismo de la calma posterior. Ese que te inyecte la energía que has derrochado de manera ingente y que tanto necesitas para dejar de jadear, mantenerte en pie con cierta dignidad, incluso para esbozar de nuevo una sonrisa.

Después de todo el trabajo y esfuerzo en la casa pública, donde tu yo público se mueve como pez en el agua, en ese desierto árido de la soledad tu yo privado busca con una mirada de 360 grados al que destruya ese mar de arena para convertirlo en vuestro vergel particular. Ese espacio donde nadie más genere deseos ni necesidades más allá de aquellas que sean precisas para establecer la dictadura de la risa y el bienestar

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