viernes, 11 de marzo de 2011

Tarde de viernes

Sigo sentado en esta infame butaca, que cada vez se asemeja más al negativo de mi columna vertebral. La tarde langidece y renace la sombra, como reza la mítica cumbia. La diferencia es que aquí no hay cafetales que vuelvan a sentir, sino enfermos cogidos a palos con goteros que deambulan por los eternos pasillos de terrazo marrón acristalado como si de una serie de zombies se tratase.

Tengo dos visiones posibles al exterior de esta habitación. Una la del desfile de goteros con batas azul lavado. Otra la de la ventana que dan a un ala similar de este hospital. A través de ella veo cientos ventanas iguales donde se incuba a la par la paciencia, la esperanza y la tristeza.

En estos espacios se entrecruzan diversas historias, clases sociales y todo tipo de personas. Gente que sufre sola. Gente que sufre por gente que no sabe ni que sufre. Gente que no dice que sufre para que otros no lo hagan. Gente que ni sufre ni padece, que pasan por la vida como si el resto de la humanidad no existiéra ni tuvieran intención de dejar ninguna huella perceptible sobre la faz de la tierra.

Se cruzan en los pasillos, en los ascensores, en la cafetería, en las salas de espera. Por el aire se entrelazan historias de familias rotas, de víctimas de los excesos de esta vida, bien sean los del lado oscuro o los del lado dulce de la vida. Llamadas ineludibles del trabajo. Más historias de gente común, con su vida particular que empieza a ser un poco la tuya, por casualidad y por unos días.



Descubres que en todas las casas se cuecen habas. Que la ropa de marca y la peluquería de los viernes también esconden las mismas miserias que las que ocultan los chandal de Quechua y las batas del mercadillo de la calle Teulada. Que hay gente sin ninguna imagen personal pero una gran personalidad y un corazón mayor, si cabe.

Todos somos iguales frente a la enfermedad. Ni ricos ni pobres. Todos igual de vulnerables. La salud es una de las pocas cosas esencialmente democráticas de todas aquellas que disfrutamos en esta vida por el hecho de nacer. Todos tenemos, en principio, las mismas posibilidades de estar sanos y de dejar de estarlo. La salud, y mucho menos la enfermedad, no conoce de clases sociales, razas y, hasta en ocasiones, de edades.

Realmente estos edificios tienen, en principio, esa condición de acrópolis griega, de estado de la democracía absoluta donde solo gobierna la voluntad de la vida y la muerte. Nadie puede disponer sobre los caprichosos designios del destino y los dioses a la hora de ser elegidos para estar a un lado u otro de la balanza.

También es cierto, que como en todo en esta vida, en este mundo ecuánime de la enfermedad existe el trato de favor. No de manos de la salud, que como hemos dicho es absolutamente democrática en su ausencia, sino de los humanos que laboran en este feudo. Las amistades y las recomendaciones hacen más amable la permanencia en este lúgubre e aséptico reino.

No considero que sean tráfico de influencias. ni corruptelas de baja intensidad, sino una expresión de buena voluntad, de necesidad por suavizar el trago que tienen que superar los familiares y los pacientes en este tránsito, más o menos efímero, por la ausencia de salud.

Y llegó la noche mientras escribo estas líneas reflexionando sobre la democrática enfermedad y la percepción del mundo que se desarrolla a su alrededor en esta tarde lluviosa y tediosa de viernes hospitalario.

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