domingo, 11 de mayo de 2014

Junio sabe a casa

El sabor de los recuerdos siempre es más intenso y duradero que el del propio paladar. Y la distancia contribuye a amplificar esta intensidad. Me atrevo a sentenciar este alegato en favor de los sabores del pasado desde una mesita redonda de fornica negra, que flota sobre el desgastado damero negro del restaurante donde trabajo. Desde Madrid, todo sabe diferente. Para bien y para mal.

Para mí, Mayo sabe a nísperos primerizos y longaniza de Pascua tardía. Huele a madera recién cortada en los talleres de fogueres, y a cartón húmedo. A salitre y primeras toallas al sol. A llibret recién impreso. Huele a almidón caliente de los cancanes y a calle recién regada.

Abril a rollizos de anís y Mistela, a caña y Romero. A magro con tomate y tortilla de cebolla en fiambrera. Huele a romería, y a incienso de estación de penitencia. A canela y torrija. A clavel que revienta contra las paredes de la calle San Rafael en Santa Cruz. A alhelí y rosas blancas en los jardines del MARQ

 ¿Y a qué sabe junio?

Me lanzo en bomba a mi memoria para intentar recordar con los ojos cerrados los sabores de infancia y juventud. Descubro que sabe a verano y sandia fresca. A brevas sensuales y jugosas, en un mesa de madera de cualquier calle de fiesta, iluminada con diminutas bombillas de colores que dibujan la noche negra e insomne. Sabe a anís y tonyina. Al horno de la señora Eufemia, o al de Ripoll. Huele a pólvora intensa que se cuela por los balcones al compás de la Campanera o Amparito Roca. Sabe a zurra, o cerveza helada envuelta en risas, en infinidad de mostradores portátiles que invaden las calles, en esos días, como sí desafiarán a lo establecido para intentar hacernos más felices por unas horas.

Y es que desde la distancia, los sabores de las Hogueras se amplifica en mi memoria. Los de la infancia, los de la Vida. Mi paladar recuerda casi con tanto detalle como mi memoria el sabor a arroz de magro y verduras, o el de alioli reposado en ese mortero amarillo verano de explosiones verdes. Mi memoria sabe a fiesta y cocina casera, a repostería de siempre y aperitivos eternos. A gazpachos y cebollitas en vinagre, a coca de mollitas del horno de la Esperanza y a tazón de Cola Cao, o café con leche reparador en Pepito.

Las tardes saben a horchata y Coyote en Benita. A limón con café licor y gafas de sol. A fartons y rollos morenos. A chistes de siempre y marchas moras. A pasacalles y alpargata. 

Se entremezclan en mi memoria de ojos cerrados, sabores, olores y rostros, que ya nunca volverán. Veo a Angelito prendiendo tracas y al Emocionat con su tabalet. A mi madre en su balcón de la calle Barcelona viendo la banda pasar, al tiempo que repasa sus geranios milenarios. A Rosa la Sellera, y a Serafín en su farmacia, tras esas gafas de pasta que sólo han podido defender con dignidad él e Ives Saint Laurent. A Anita presidiendo en la sombra desde su ventana. A Pepe el pescadero, soñando, al ver la música devorar las mañanas, en ser capitán moro de Mutxamel.

Y es que, evidentemente, tras los aromas de primavera y castaño del Retiro que me envuelven estos días, mi memoria, cuando vuela a otros junios, sabe a Fiesta. Mi paladar imagina exceso, desorden y generosa cadencia, de sabores intensos, honestos, reales, sin artificio y ni grandes nombres. Mi paladar anhela casa, anticipa noches de amistad y bombillas de colores, mañanas de mascletá y almorsaret..... De tomate trinchado y olivas con eternos conocidos, a los que la fiesta iguala, y no necesitan blandir herencias ni curriculums.

Sé, que da igual donde me encuentre, lejos o cerca, para mi Junio siempre sabrá a mi tierra.

sábado, 12 de abril de 2014

Marizzia me arropa este sábado azul

Los recodos de la voz portuguesa y agridulce de Marizzia se cuelan por cada poro de mi piel para entrelazarse, tejiendo una sábana de lino blanco y limpio para un alma arañada y dolida, en esta mañana luminosa y rara de primavera.

Mi respiración es pausada pero pesada, como si me molestase seguir haciendo esta rutina inconsciente y necesaria. Mi sangre corre pausada pero pesada, como si no quisiera llevar oxígeno en dúo constante ir y venir. Mi expresión es pausada pero pesada. Como sí me fastidiase que las comisuras de mis labios pretendieran escalar peldaños.

Y es que hay días que la vida no luce de cara, que el alma no tiene el coño para farolillos. Hay momentos, por cortos que sean, que quiebran cosas que el tiempo y el pretendido olvido tienen complicado soldar, incluso pretender reparar con una absurda chapuza provisional.

La herida de la decepción nunca es sólo herida. Casi siempre, también es un poquito muerte. Muerte de ilusiones, de ideales, de realidades. Esta la puede ir borrando la marea del tiempo, con el vaivén de las olas, pero siempre queda en la arena la huella, como los restos caprichosos de ese castillo de arena, palacio imprescindible de nuestros juegos, que abandonamos con la playa y el sol, y que engulle inalterable el mar, peto sin poder borrarlo del todo.

En estos momentos necesitas poner en la balanza esa necesidad de beberte la vida de golpe, de creer en todo a pies juntillas, de darlo todo sin esperar nada. Porque simplemente crees que es lo que hay que hacer, o por que piensas que debes hacer por los demás lo que te gustaría que ellos hicieran por ti. 

En estos días, te gana la partida el escepticismo, la ausencia de aprecios y la gélida frialdad, como coraza que evite heridas del alma. Esas que dejan tatuadas cicatrices que no borra el olvido, aunque este se convierta en una obstinada tarea.

Los fados destilan esa tristeza azul que me envuelve desde hace días, y de la que me resulta difícil deshacerme o desnudarme. De la que resulta imposible tenderla al sol, y guardarla, plegada y aireada en un cajón, hasta que se escapé, de nuevo, para enredarse entre mis extremidades, alguna mañana impredecible en la que la vida te vuelve a derribar de sorpresa y sin previo aviso.

Nadie ha dicho que la vida sea fácil,ni que juegue sólo en nuestro equipo. De hecho, ella solamente tiene lealtad a sus propios colores, que nunca alcanzamos a adivinar, que nunca alcanzamos a compartir. Ella siempre tiene un requiebro para ponernos a prueba, o para reírse simplemente de nosotros. 

Ella es como el mar, como decía Serrat, se va soñando en volver, jugando caprichosa con sus vaivenes sobre las heridas y regalos que genera con su paso sobre nuestra existencia. Esta, nuestra vida, a veces es concéntrica con otras, o intersecciona, o incluso, con muchas, simplemente tangencial. Y esto la dota del ese regalo, que en infinidad de ocasiones se torna peligro, que son las relaciones humanas.

Es cierto que la Vida con sus vaivenes, con sus cicatrices y sus heridas que nunca alcanza a borrar, nos hace cada día un poco menos crédulos, un poco menos vivos, un poco más huraños. Y es que la vida nunca pierde la partida, solamente la perdemos nosotros cuando el escepticismo, la rabia o la decepción, nos vuelven lo suficientemente azules, que nos impiden seguir queriendo jugar a construir castillos de arena a la orillas del mar.

A pesar de sentirme fado y azul en estos momentos, me quedan muchas fuerzas y creo demasiado aúnen las personas, para no desnudarme en la orilla del mar y no clavar los dedos en la arena húmeda y levantar sonrisas y futuros torreones de ilusión, cerca de las olas mansas que mueren en la playa de la vida.



jueves, 20 de marzo de 2014

La distancia corta

Recuerdo, de pequeño, un anuncio de colonia masculina, de las de droguería de barrio, que alababa las virtudes de la distancia corta. Tras esa imagen vintage, se escondía una de las grandes mentiras de nuestra sociedad. La proximidad está sobrevalorada. He dicho.

Siempre se ha utilizado el tópico de " hay que ver lo que gana en la distancia corta" para proteger a seres engreídos y maleducados, como si la proximidad física enderezara su carácter retorcido y malformado. Para engrandecer a personas apocadas y tristes de espíritu, como si mirarles a menos de un metro de distancia les hiciera crecer como una ola, de esas a las que cantaba Rocío Jurado. Para hacer bellos a los feos, simpáticos a los desagradables, cercanos a los distantes. Hay desastres y precipicios que la proximidad es incapaz de solucionar, ni cuanto menos paliar.

Al contrario de esta extendida creencia popular, la distancia corta solamente sirve para desenmascarar defectos, ensalzar desastres ocultos por la lejanía, desvestir la cruda realidad. La pierna de la modelo tienes estrías, el actor de moda tiene acné, o caspa, el excelente profesional, ni lo es tanto ni tan excelente, cuanto te acercas en el día a día. Todos tenemos arrugas tras el barniz de nuestra engordada autoestima para vendernos en este mercado de las vanidades.

Muchas veces, la culpa del engaño es nuestra al ensalzar a los protagonistas de un paisaje ideal, sin detenernos a enfocar un primer plano de cada uno de ellos, sin entregarnos al estudio en profundidad de esa distancia corta, la cual no soportaría ni la misma Monalissa. Descubriríamos las grietas en el óleo.

Y es que como dice el refrán, cómpralo por lo que vale y véndelo por lo que dice valer. Poca gente es capaz de controlar su propio ego para no deformar la realidad a la hora de proyectar la imagen de uno mismo. Todos somos estupendos profesionales, grandes personas, los mejores amigos, los más fogosos amantes y los más tiernos y leales compañeros en el viaje de la vida.

Pero quién sería capaz de pasar la prueba del algodón, él solo frente al espejo, desnudo de falsas imposturas y de ese disfraz de pavo real que nos sirve de coraza en este circo de gladiadores que es la vida real y cotidiana.

Quien esté libre de grietas, que tire la primera piedra contra el cristal y camine sobre los trozos hacia el Olimpo de los honestos. Yo creo no haber encontrado ningún lanzador que sea capaz de superar con récord la distancia corta.  No conozco a nadie que sea capaz de mirar cargar a cara a su alter ego en el espejo, sin pensar, que ninguna vez, por remota que sea, pensé que era más de lo que valgo.

Y es que la distancia corta, solamente tiene y esconde verdad. Cruda y descarnada verdad. Esa que muchas veces no soportamos aceptar para poder seguir siendo nosotros mismos. O un simple reflejo, un espejismo en este paisaje ideal en el que todos creemos, o deseamos, vivir.


viernes, 14 de marzo de 2014

La soledad de las mesitas de bambú de Ikea

Muchas veces, cuando la vida me supera con su frenético ritmo, me escapo y me escondo en el lo unge de Ganz. A oscuras y con la tenue luz de una lámpara vintage que rompe el ambiente zaino...

Me pierdo con la voz de Caetano Velloso fluyendo por los rincones y desconecto de la vorágine. Miro los muros de ladrillo recuperado, pintados de blanco y me cuelgo de la irregular belleza de sus juntas, como si de un laberinto mágico, que me conducirá a la tranquilidad, se tratara.

Y entre llagas horizontales y verticales me descubro moderadamente feliz y sereno. Acaricio con la yema de mis dedos una suave sonrisa que dulcifica mi gesto adusto y me roba unos años, que nunca viene mal perderlos.

Cuantas cosas han pasado en estos últimos tres años. Tal día como hoy estaba en una fría habitación de hospital, en una penumbra similar, disfrutando sin saberlo de los últimos días de mi madre. Sufriendo, a la vez, cambios en mi vida laboral que me llevaron a recorrer un desierto sembrado de soledad, traiciones y pruebas personales que me han conducido a este vergel. 

Pienso, con agradecimiento para ellos, en todos aquellos enanos éticos y profesionales que me han conducido a mi libertad. Soplaron ellos las velas de mi bajel, con atitudes desagradecidas y mezquinas, sin saber, como era de esperar de su escasa talla intelectual, que me hacían el favor de mi vida. Que su rugido era mi viento, que sus zarpazos creaban en mi las alas que necesitaba para volar y yo me negaba a reconocer.

He perdido muchas cosas, sobre todo afectos imprescindibles en el camino, pero a los que tenemos que acostumbrarnos a prescindir, por ley de vida. Algunos, como el de mi madre, se había ido disolviendo por la enfermedad poco a poco. Pero el tiempo, y esos últimos días en el hospital los dos solos cara a cara y sin más cita que la muerte inesperada, lo han hecho más fuerte que nunca y lo han convertido en faro y guía. Otros, como los de algunos presuntos amigos, se han disuelto en absurdos miedos y envidias. Se han calcificado de rencor y falso orgullo, hasta convertirlos en piezas de museo polvorientas en el almacén de la memoria.

Pero cierto es, que en la travesía he ganado en madurez y confortabilidad con mi propia vida. He desterrado a las aguas oscuras del olvido muchos fantasmas y demonios. He prescindido de lastres absurdos y viajo más libre de equipaje y rencores. Respiró hondo a modo de sonrisa satisfecha, y mi mundo es más grande que nunca. He enterrado la claustrofobia de mi pasado para descubrir un luminoso presente que atisbó en la penumbra de este lounge. Perdido en las llagas de los muros de ladrillo pintados de blanco y empapados de bossa-nova.

Hace tres años, en aquella penumbra de una fría habitación de hospital, no hubiera podido imaginar los feliz que sería contemplando la soledad de unas mesitas de bambú de Ikea, mientas veo la vida pasar, desde dentro. Ahora me siento protagonista de la mía, y no un mero espectador aterrado por tener que seguir viviéndola.