jueves, 20 de marzo de 2014

La distancia corta

Recuerdo, de pequeño, un anuncio de colonia masculina, de las de droguería de barrio, que alababa las virtudes de la distancia corta. Tras esa imagen vintage, se escondía una de las grandes mentiras de nuestra sociedad. La proximidad está sobrevalorada. He dicho.

Siempre se ha utilizado el tópico de " hay que ver lo que gana en la distancia corta" para proteger a seres engreídos y maleducados, como si la proximidad física enderezara su carácter retorcido y malformado. Para engrandecer a personas apocadas y tristes de espíritu, como si mirarles a menos de un metro de distancia les hiciera crecer como una ola, de esas a las que cantaba Rocío Jurado. Para hacer bellos a los feos, simpáticos a los desagradables, cercanos a los distantes. Hay desastres y precipicios que la proximidad es incapaz de solucionar, ni cuanto menos paliar.

Al contrario de esta extendida creencia popular, la distancia corta solamente sirve para desenmascarar defectos, ensalzar desastres ocultos por la lejanía, desvestir la cruda realidad. La pierna de la modelo tienes estrías, el actor de moda tiene acné, o caspa, el excelente profesional, ni lo es tanto ni tan excelente, cuanto te acercas en el día a día. Todos tenemos arrugas tras el barniz de nuestra engordada autoestima para vendernos en este mercado de las vanidades.

Muchas veces, la culpa del engaño es nuestra al ensalzar a los protagonistas de un paisaje ideal, sin detenernos a enfocar un primer plano de cada uno de ellos, sin entregarnos al estudio en profundidad de esa distancia corta, la cual no soportaría ni la misma Monalissa. Descubriríamos las grietas en el óleo.

Y es que como dice el refrán, cómpralo por lo que vale y véndelo por lo que dice valer. Poca gente es capaz de controlar su propio ego para no deformar la realidad a la hora de proyectar la imagen de uno mismo. Todos somos estupendos profesionales, grandes personas, los mejores amigos, los más fogosos amantes y los más tiernos y leales compañeros en el viaje de la vida.

Pero quién sería capaz de pasar la prueba del algodón, él solo frente al espejo, desnudo de falsas imposturas y de ese disfraz de pavo real que nos sirve de coraza en este circo de gladiadores que es la vida real y cotidiana.

Quien esté libre de grietas, que tire la primera piedra contra el cristal y camine sobre los trozos hacia el Olimpo de los honestos. Yo creo no haber encontrado ningún lanzador que sea capaz de superar con récord la distancia corta.  No conozco a nadie que sea capaz de mirar cargar a cara a su alter ego en el espejo, sin pensar, que ninguna vez, por remota que sea, pensé que era más de lo que valgo.

Y es que la distancia corta, solamente tiene y esconde verdad. Cruda y descarnada verdad. Esa que muchas veces no soportamos aceptar para poder seguir siendo nosotros mismos. O un simple reflejo, un espejismo en este paisaje ideal en el que todos creemos, o deseamos, vivir.


viernes, 14 de marzo de 2014

La soledad de las mesitas de bambú de Ikea

Muchas veces, cuando la vida me supera con su frenético ritmo, me escapo y me escondo en el lo unge de Ganz. A oscuras y con la tenue luz de una lámpara vintage que rompe el ambiente zaino...

Me pierdo con la voz de Caetano Velloso fluyendo por los rincones y desconecto de la vorágine. Miro los muros de ladrillo recuperado, pintados de blanco y me cuelgo de la irregular belleza de sus juntas, como si de un laberinto mágico, que me conducirá a la tranquilidad, se tratara.

Y entre llagas horizontales y verticales me descubro moderadamente feliz y sereno. Acaricio con la yema de mis dedos una suave sonrisa que dulcifica mi gesto adusto y me roba unos años, que nunca viene mal perderlos.

Cuantas cosas han pasado en estos últimos tres años. Tal día como hoy estaba en una fría habitación de hospital, en una penumbra similar, disfrutando sin saberlo de los últimos días de mi madre. Sufriendo, a la vez, cambios en mi vida laboral que me llevaron a recorrer un desierto sembrado de soledad, traiciones y pruebas personales que me han conducido a este vergel. 

Pienso, con agradecimiento para ellos, en todos aquellos enanos éticos y profesionales que me han conducido a mi libertad. Soplaron ellos las velas de mi bajel, con atitudes desagradecidas y mezquinas, sin saber, como era de esperar de su escasa talla intelectual, que me hacían el favor de mi vida. Que su rugido era mi viento, que sus zarpazos creaban en mi las alas que necesitaba para volar y yo me negaba a reconocer.

He perdido muchas cosas, sobre todo afectos imprescindibles en el camino, pero a los que tenemos que acostumbrarnos a prescindir, por ley de vida. Algunos, como el de mi madre, se había ido disolviendo por la enfermedad poco a poco. Pero el tiempo, y esos últimos días en el hospital los dos solos cara a cara y sin más cita que la muerte inesperada, lo han hecho más fuerte que nunca y lo han convertido en faro y guía. Otros, como los de algunos presuntos amigos, se han disuelto en absurdos miedos y envidias. Se han calcificado de rencor y falso orgullo, hasta convertirlos en piezas de museo polvorientas en el almacén de la memoria.

Pero cierto es, que en la travesía he ganado en madurez y confortabilidad con mi propia vida. He desterrado a las aguas oscuras del olvido muchos fantasmas y demonios. He prescindido de lastres absurdos y viajo más libre de equipaje y rencores. Respiró hondo a modo de sonrisa satisfecha, y mi mundo es más grande que nunca. He enterrado la claustrofobia de mi pasado para descubrir un luminoso presente que atisbó en la penumbra de este lounge. Perdido en las llagas de los muros de ladrillo pintados de blanco y empapados de bossa-nova.

Hace tres años, en aquella penumbra de una fría habitación de hospital, no hubiera podido imaginar los feliz que sería contemplando la soledad de unas mesitas de bambú de Ikea, mientas veo la vida pasar, desde dentro. Ahora me siento protagonista de la mía, y no un mero espectador aterrado por tener que seguir viviéndola.