miércoles, 30 de noviembre de 2011

Los sueños

Caen los días de los calendarios con una velocidad casi impertinente. Se escapan entre los dedos como el agua cuando intentas saciar la sed en una fuente inesperada en el camino. Otro año está a punto de finalizar. Otro más u otro menos, cuestión de gustos. Y nos atenazan los temidos programas de recopilación anual de acontecimientos, cadaveres y chascarrillos.

Todos estos condicionantes que son propios de la época y de la edad se conjuran inevitablemente para atraer el fantasma de las evaluaciones. Pueden ser estas anuales, personales, vitales, o simplemente de magnitudes tangibles. Mido un centimetro menos, peso tres kilos más y he perdido algún millón de pelos de nuevo. Bueno tambien se multiplican estos últimos en nariz y orejas. Todo propicio para un futuro optimista.

Mientras descubro, despues del paso de nuestros monzones particulares, que la caida de los días trajo también el frio y desactivó la función calor del sol que habita, timido, nuestras mañanas, la música del anuncio de la loteria lo envuelve todo invitandonos a meter nuestros deseos en una bola de cristal. Realmente me parece tremendamente acertado la apuesta publicitaria de este año. En un tiempo donde todo balance va a ser negativo, nada más optimista que sugerir la posibilidad de soñar.

¿Qué significan los sueños en nuestra felicicidad? Sobretodo aquellos que se tienen mientras, despiertos, dibujamos mecanicamente soles e islas en un trozo de papel mientras hacemos un "kit kat" en el tiempo laboral. Esos a los que acompañamos de una banda sonora silbada mientas transitamos por la ciudad, ajenos a las gentes y sonidos de la vida cotidiana de la urbe. Esos que se prenden de las nubesque atraviesan el cielo azul, con alfileres de absurda ilusión,  mientras tenemos la mirada perdida en él, tumbados en la hierba de un parque, vestidos de sport y con un late tall de starbucks en la mano derecha mientras utilizamos la izquierda de almohada y sustento.

¿Son vias de escape para la gris rutina en la que residimos o proyectos de futuro que nos permiten respirar y  aspirar a una vida mejor?


Desde pequeños nos hemos dedicado a soñar, bien sea despiertos o dormidos. Hemos sido corsarios y princesas, gladiadores y exploradores, heroes y villanos. De pequeños y de mayores. Quien sea capaz de decir que no tiene sueños que tire la primera piedra, que seguro que le rebota en la cara. Todos hemos soñado alguna vez aunque sea para desear el mal a alguien. Tener sueños no quiere decir que tengan que ser buenos.

Desde mi humilde punto de vista, los sueños son ventanas que abrimos con la intención de poder elegir el paisaje que contemplar, incluso puertas que nos encantaria abrir para poder cambiar el terreno de juego en el que nos ha tocado jugar. Es lícito querer mejorar o tener un paisaje mejor en el que tumbarnos a mirar el cielo y seguir soñando. ¿Pero soñar nos hace más felices o nos impide disfrutar de la felicidad que podemos encontrar en las cosas reales que nos rodean?

Esta disyuntiva no es nueva ni patrimonio de nuestra sociedad actual. Ya la sufría Segismundo en la celda donde tuvo a bien ubicarlo Calderón de la Barca. El ser humano, desde que el mundo es mundo y desde que decidió dejar de ir a cuatro patas para coger las frutas soñadas que veía en los árboles, siempre ha aspirado a un mundo mejor, o por lo menos a un transito más placentero por la vida, por su vida. En algunos casos este deseo es colectivo y en otros, bastante más comunes, es individual y egoista.

Pero mi pregunta, la que me atormenta mientras contemplo las nubes pasar por la ventana de mi mirador, sin alfiler que prende en ellas es la siguiente. ¿Vivimos para poder soñar o soñamos para poder vivir?. La respuesta está en el el viento, como diría Bod Dylan antes de convertirse en la caricatura de sí mismo. A lo mejor era su sueño.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

La elegancia

Mientras el cielo se deshace con cierta impronta trágica sobre la ciudad, paso las horas envuelto en mi manta de algodón multicolor de Ikea, colgado de mi ventana de cuadrícula de carpintero diligente y visillos de discreción. Las horas se desploman, como las nubes preñadas de desgracias y malos augurios, sobre el salón mientras mi mente se intenta escapar por las estridentes programaciones televisivas de tarde.

No sé si  es más poco elegante el desempeño profesional de estos charlatanes, o la parsimonia con que lo observo, como si de algo irreal y banal se tratase. Intento ascender, levitando en alma que no en cuerpo, para poder observar la escena con perspectiva. Aleteo hasta depositar el punto de mira sobre la lampara de pie de la esquina. No me gusta la localización, no puedo observar la calle. Me desplazo por la pared hasta situarme sobre el equipo de música. Desde aquí lo puedo observar todo. Mi cara, la ventana, la televisión, la soledad en penumbra en la que me gusta habitar.

Mi gesto corporal sobre el sofá es estéticamente agradable. No parece gratuito. No parece caído desde el piso de arriba. Mis piernas sesean bajo la manta mientras mi torso se acomoda entre grandes almohadones, en tonos negros y blancos. Es un gesto a mitad de camino entre la tranquilidad y cierta resignación vital. No es una imagen elegante pero sí serena. Es verdad, no existe ni un resquicio de impostura en mi reducto interior.

Mientras me observo desde las vigas de mi salón, reflexiono sobre el concepto de la elegancia. Quién la define, quién es capaz de atribuirsela y convertirse en juez y parte de la misma. Considero la posibilidad que sea un valor abstracto, no tangible y subjetivo, al igual que la belleza.

En esta sociedad nos empeñamos en contabilizar lo incontable, en medir lo intangible, con la intención de controlarlo, inventariarlo y esconderlo, en cajas estancas y oscuras, en la bibliotecas de nuestras propiedades y valores auto asignados. Normalmente quien se atribuye este tipo de virtudes suele carecer de ellas, o quien se las niega a los demás las ansía de forma enfermiza. No es elegante el que se pavonea, disfrazado de modelazos de marca, como un elefante en una compañía de ballet.


Cierto es que la elegancia no es una virtud asignada exclusivamente a la manera de vestir u ornamentarse de las personas. Es algo que envuelve cada movimiento, cada gesto, las miradas, las formas de actuar y de desplazarse, incluso las de desaparecer en el momento justo. Tiene que ver más con los silencios que con las proclamas. Con las ausencias de ostentación que con los despliegues de colas de pavo real.

Mientras reflexiono flotando sobre el espacio blanco y luminoso en el que me observo, descubro la elegancia de esta calma vital. Un poco intemporal, un poco adormecida sobre un lecho de hiedras y flores silvestres, de compleja variedad cromática y ausencia de estridencias. Pongo en consideración la posibilidad de descubrir la permanencia en el tiempo de la elegancia, ajena a modas y modos, más como una forma de respirar que de actuar. Más como una costumbre innata que una pose antinatural. Las cosas no son siempre como deben ser si no como son.

Y de repente descubro que realmente me importa bien poco que me asignen ningún tipo de etiquetas de este esta categoria. No espero de nadie que me coloque ninguna banda de miss simpatía ni miss cabello bonito, sobre toda por la ausencia del mismo. Cada vez me despojo de más corsés acartonados, de más complejos adquiridos, y en ocasiones autoimpuestos, por la incapacidad innata a quererme a mí mismo. No aspiro a la elegancia ni a la búsqueda de tronos de belleza interior ni exterior. Tampoco he pretendido ser la figurilla de porcelana, bonita y sin excesos, que queda bien en todos los muebles y que cualquier chica de la limpieza, con pretensiones de interiorista, se empeña en poner en su sitio con el único fin del poder disfrutar del terroncillo de azúcar con que la premiará su amo, por tener las cosas en el sitio justo.

Solamente quiero ser yo, a pesar de los cánones estéticos impuestos por esta sociedad, los cuales serán caducos al primer golpe de viento, que torne las palmas en lanzas y las flores en espinos. Ajeno a títulos y honores, más allá de dormir tranquilo y seguir la senda de la coherencia lo más fielmente posible. Sin importarme los compañeros de camino pero sin despreciarlos. Sin la búsqueda de honores pero sin renunciar a la legítima. Sin hacer gala de poderíos terrenales pero sin deslumbramientos por fastos ajenos.

Sólo yo, con las piernas seseantes bajo mi manta multicolor, mientras espero que retorne mi punto de vista a mi interior en mi sofá de amplios cojines, me pierdo en la decadencia elegante de la lluvia, que cae como solamente sabe hacerlo, y no como se espera que lo haga.

lunes, 7 de noviembre de 2011

El suave sabor de las manzanas en Otoño

Uno de mis placeres favoritos en los primeros días de otoño es despertarme envuelto en el edredón, mientras escucho las noticias en la radio. Mientras tanto el sol juguetea tímido, desde el patio interior, con mi visillo de dimensiones teatrales. Adquiero conciencia lentamente conforme se despierta el lunes. Le robo aroma a café y tostadas a algún vecino que disfruta del fresco matinal mientras desayuna. Nada me resulta más placentero que un día laboral sin horario predeterminado. Me gusta la diferencia.

Mientras me cuelgo de recuerdos de otras mañanas en Bilbao, troceo firme y un tanto melancólico, las preciosas manzanas rojas que me consiguió Ana. Perfectas, sensuales, a mitad de camino entre el pecado y el cuento de hadas. Sencillamente bellas.

El cuchillo sueco de mal oficio y excelente precio las convierte en cuatro trozos similares a los que les sustraigo la correspondiente porción de corazón. Qué fácil resulta extirparlo cuando no hay nada en juego. Tres manzanas, doce trozos que albergan el sabor con el que deseo comenzar esta semana.

Desenrollo el cable que, en algún momento ya lejano, fue blanco plástico. Lo enchufo mientras acerco uno de mis vasos suecos de mejor oficio y precio que el cuchillo. Introduzco los trozos del delito, uno a uno, en el orificio superior de la licuadora y subo el interruptor sin compasión. Desaparecen bajo la presión del embolo, uno tras otros, convirtiéndose en pulpa y zumo, las cuales siguen caminos diferentes y también distintas suertes.


El sonido intenso y  agresivo me devuelve a aquella cocina de Santutxu donde recuerdo haber sido feliz. Uno de los pocos sitios donde recuerdo esa sensación, recién levantado, sin importarme nada más allá que un zumo para dos. En aquellas mañanas eran manzanas, apio y zanahorias para combatir las secuelas del orujo de hierbas de la noche anterior.

Se detiene el ruido y la memoria a la vez. El vaso está lleno de un zumo rojizo y muy apetecible, como los recuerdos. Le doy un trago grande, con la absurda idea de disolver el sabor agridulce de los fracasos. Pienso, a la vez, que la vagancia me priva tantas veces de estos placeres. Los del zumo y los que generan estos recuerdos que me devuelve el sonido de la licuadora bicolor, con cierto aire retro y amable.

La vagancia profesional la tengo relativamente controlada. Digamos que soy un vago muy disciplinado. Cuento también con la ventaja de disfrutar de mi trabajo. Soy uno de esos pocos afortunados que, casi siempre, ha hecho lo que ha querido y lo que le ha gustado. No me pasa lo mismo con la vagancia emocional.

Las cicatrices de antiguas derrotas y batallas se han transformado en oxidada armadura. Me han convertido en un ser dejado y receloso en estas materias. Ni perdono ni me perdono a mí mismo, en el fondo. No sé como gestionar esta incapacidad de gestionar tiempos y emociones, de cultivar con paciencia y generosidad las esperanzas para que florezcan en posibilidades. Quizás duelan, aún, demasiado las espinas de otras cosechas infructuosas. Fracasos que han convertido mis manos en insensibles y llenas de durezas, al igual que un corazón que se está volviendo maduro, casi sin haberse desecho de su envoltorio protector.

El sabor de esas manzanas diluye cierto sabor agridulce del pasado, confirmando que cada pieza de fruta contiene su propio tesoro. Líquido, sensual, sorprendente la primera vez y deseado las siguientes. Esta percepción castiga mi modus operandi al trocearlas, sin compasión, sin duda. En ningún momento pasó por mi cabeza que querría ser esa manzana cuando crecía en su árbol. Solamente tuve en cuenta mi deseo por ingerir su jugo, con ansia y de un solo trago, sin apreciar su verdadero sabor. Sólo quería borrar antiguos reflujos que te envía la Memoria cuando bajas las defensas sin tener presente la posibilidad de disfrutar un momento único, especial entre ellas y yo.

Y yo perdido en el sonido de mi licuadora.