miércoles, 23 de noviembre de 2011

La elegancia

Mientras el cielo se deshace con cierta impronta trágica sobre la ciudad, paso las horas envuelto en mi manta de algodón multicolor de Ikea, colgado de mi ventana de cuadrícula de carpintero diligente y visillos de discreción. Las horas se desploman, como las nubes preñadas de desgracias y malos augurios, sobre el salón mientras mi mente se intenta escapar por las estridentes programaciones televisivas de tarde.

No sé si  es más poco elegante el desempeño profesional de estos charlatanes, o la parsimonia con que lo observo, como si de algo irreal y banal se tratase. Intento ascender, levitando en alma que no en cuerpo, para poder observar la escena con perspectiva. Aleteo hasta depositar el punto de mira sobre la lampara de pie de la esquina. No me gusta la localización, no puedo observar la calle. Me desplazo por la pared hasta situarme sobre el equipo de música. Desde aquí lo puedo observar todo. Mi cara, la ventana, la televisión, la soledad en penumbra en la que me gusta habitar.

Mi gesto corporal sobre el sofá es estéticamente agradable. No parece gratuito. No parece caído desde el piso de arriba. Mis piernas sesean bajo la manta mientras mi torso se acomoda entre grandes almohadones, en tonos negros y blancos. Es un gesto a mitad de camino entre la tranquilidad y cierta resignación vital. No es una imagen elegante pero sí serena. Es verdad, no existe ni un resquicio de impostura en mi reducto interior.

Mientras me observo desde las vigas de mi salón, reflexiono sobre el concepto de la elegancia. Quién la define, quién es capaz de atribuirsela y convertirse en juez y parte de la misma. Considero la posibilidad que sea un valor abstracto, no tangible y subjetivo, al igual que la belleza.

En esta sociedad nos empeñamos en contabilizar lo incontable, en medir lo intangible, con la intención de controlarlo, inventariarlo y esconderlo, en cajas estancas y oscuras, en la bibliotecas de nuestras propiedades y valores auto asignados. Normalmente quien se atribuye este tipo de virtudes suele carecer de ellas, o quien se las niega a los demás las ansía de forma enfermiza. No es elegante el que se pavonea, disfrazado de modelazos de marca, como un elefante en una compañía de ballet.


Cierto es que la elegancia no es una virtud asignada exclusivamente a la manera de vestir u ornamentarse de las personas. Es algo que envuelve cada movimiento, cada gesto, las miradas, las formas de actuar y de desplazarse, incluso las de desaparecer en el momento justo. Tiene que ver más con los silencios que con las proclamas. Con las ausencias de ostentación que con los despliegues de colas de pavo real.

Mientras reflexiono flotando sobre el espacio blanco y luminoso en el que me observo, descubro la elegancia de esta calma vital. Un poco intemporal, un poco adormecida sobre un lecho de hiedras y flores silvestres, de compleja variedad cromática y ausencia de estridencias. Pongo en consideración la posibilidad de descubrir la permanencia en el tiempo de la elegancia, ajena a modas y modos, más como una forma de respirar que de actuar. Más como una costumbre innata que una pose antinatural. Las cosas no son siempre como deben ser si no como son.

Y de repente descubro que realmente me importa bien poco que me asignen ningún tipo de etiquetas de este esta categoria. No espero de nadie que me coloque ninguna banda de miss simpatía ni miss cabello bonito, sobre toda por la ausencia del mismo. Cada vez me despojo de más corsés acartonados, de más complejos adquiridos, y en ocasiones autoimpuestos, por la incapacidad innata a quererme a mí mismo. No aspiro a la elegancia ni a la búsqueda de tronos de belleza interior ni exterior. Tampoco he pretendido ser la figurilla de porcelana, bonita y sin excesos, que queda bien en todos los muebles y que cualquier chica de la limpieza, con pretensiones de interiorista, se empeña en poner en su sitio con el único fin del poder disfrutar del terroncillo de azúcar con que la premiará su amo, por tener las cosas en el sitio justo.

Solamente quiero ser yo, a pesar de los cánones estéticos impuestos por esta sociedad, los cuales serán caducos al primer golpe de viento, que torne las palmas en lanzas y las flores en espinos. Ajeno a títulos y honores, más allá de dormir tranquilo y seguir la senda de la coherencia lo más fielmente posible. Sin importarme los compañeros de camino pero sin despreciarlos. Sin la búsqueda de honores pero sin renunciar a la legítima. Sin hacer gala de poderíos terrenales pero sin deslumbramientos por fastos ajenos.

Sólo yo, con las piernas seseantes bajo mi manta multicolor, mientras espero que retorne mi punto de vista a mi interior en mi sofá de amplios cojines, me pierdo en la decadencia elegante de la lluvia, que cae como solamente sabe hacerlo, y no como se espera que lo haga.

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