lunes, 22 de febrero de 2016

La desidia de odiar

Me declaro vago de odiar. Y no por ausencia de motivos, si no por economía de medios.

El odio es de un consumo de energía y tiempo tal, casi tan inmenso e intenso como el del amor verdadero, que se convierte en anti ecológico, inhumano y contrario a toda ética y estética propia de una persona civilizada, lo cual me considero.

Posiblemente no seré la persona más culta del mundo, tampoco lerdo y no instruido. Ni la persona más educada, incluso a veces me parece un jeroglífico egipcio descubrir la utilidad de todos los cubiertos y la cristalería de una mesa. Puede que no sea de una familia bien de toda la vida, pero no me avergüenzo de mis orígenes, ni los disfrazo para parecer de mayor porte ni enarbolo la bandera de apellidos compuestos que me instalen en un absurdo escalafón social. Creo que sencillamente soy como soy, lo cual tampoco me hace ni mejor ni peor persona. Sencillamente me hace Yo.

El odio es una tarea de una dedicación tal, que yo creo que incluso requiere de una formación previa. Es el escalafón superior al desprecio, o a la superioridad auto convencida sobre tus iguales. A estos estados anímicos se llega tras un arduo trabajo de aprendizaje en el lado oscuro de la vida. O por una ausencia total de formación humanística y de respeto por el igual. 

Muchas veces se abandera la enseña del odio para reivindicar unos malentendidos derechos que algunos se empeñan en autoadjudicarse. Por ejemplo la propiedad de la Tierra, para aquellos que se creen dueños de ella y sus recursos, y por esta creencia matan, invaden, ultrajan, masacran semejantes, les recomendaría que se leyeran la carta del indio Seattle a los gobernantes americanos


Se puede comprar o vender el firmamento, ni aun el calor de la tierra? Dicha idea nos es desconocida.
Si no somos dueños de la frescura del aire ni del fulgor de las aguas, ¿Como podran ustedes comprarlos? 
Cada parcela de esta tierra es sagrada para mi pueblo. Cada brillante mata de pino, cada grano de arena en las playas, cada gota de rocio en los bosques, cada altozano y hasta el sonido de cada insecto, es sagrada a la memoria y el pasado de mi pueblo

Quién es dueño de que y de quien?

Por qué nos empeñamos en negar el pan y la sal a nuestros semejantes? Por miedo a perder nuestro colchón de bienestar y nuestro confort? Por qué somos capaces de exaltarnos por unos títeres y no por las masacres de refugiados? Por qué nos molesta el Madrenuestro de Colau y no las muertes de mujeres como sangría constante e imparable de nuestra sociedad? Por qué despierta nuestro odio el sueldo de los diputados y no que nuestras compañeras de trabajo cobren menos que los hombres?
Por qué despreciamos al igual por no pertenecer a nuestro entorno social y le lamemos el culo a quien nos ningunea en el nuestro, por mantenernos cerca de su aureola de fama, poder o estatus?


El odio, y muchas veces el miedo, nos hace focalizar mal sobre lo verdaderamente importante. El odio agota nuestras energías para poder crecer en positivo. El odio nunca suma, siempre resta, energías, avances, conquistas para todos. Porque aunque muchos enanos mentales se empeñen en negarlo todos debemos, y lo somos, iguales. Hombres, mujeres, pobres y ricos, moros y cristianos, monarquicos y republicanos, rojos y fachas. Todos hijos de una madre. Todos indefensos ante la vida. Todo desnudos ante el amor. 

La tolerancia es el único camino, es la única senda hacia la igualdad. La única medicina frente al odio.

Cierto es que cada día que me siento odiado, me dan más ganas de querer a la gente. De trabajar por intentar hacer un espacio vital más justo y respirable. De poner una risa en cada bofetada. Levantar más la vista cuando se empeñan en que la claves en el suelo. 

Y es que cada día me cuesta más odiar, y no por falta de motivos. Me sale más a cuenta obviar.