miércoles, 31 de agosto de 2011

Nadie ha estado una o ninguna vez en New York

Me desespera la indecisión humana, me pone muy nervioso. Me hace estar indeciso entre matar a la persona o solamente dejarla lisiada. Y no me gusta esta sensación. Me hierve la sangre cuando veo a alguien que carece de este preciado líquido denso y rubí discurriendo por sus venas, a una velocidad que le garantice oxigenar el cerebro lo suficiente para no babear, coordinar movimientos y tomar decisiones.

Cada vez que tropiezo en la senda de la vida con alguno de estos superformados, con 3 MBA, 4 idiomas, 2 carreras, un cursillo de la CAM de diseño gráfico y tres colecciones de cromos de Panini de la Liga española, y que son incapaces de decidir frente a la estantería de la oficina si quiere usar los Post-it rectangulares o cuadrados, pierdo mi fe en el género humano, la política educativa y en las garantías constitucionales. Todos somos iguales. Y una mierda.

Hay gente que está en el mundo porque tiene que haber de todo. Gente que ocupa un espacio físico en el orden global para que salgan bien las fotos de los satélites americanos. Se dejan llevar por la inercia de la Vida, hacen todo aquello que se espera de ellos, son políticamente correctos pero incapaces de tener un atisbo de genialidad o capacidad de decisión para cambiar el rumbo de las cosas, dejando su huella y sello personal. Son los tibios.

Son aquellos que le provoca la misma emoción un atardecer en los Andes que la valla de las ofertas escolares de Carrefour. Aquellos que podrían permanecer frente al televisor, sin cambiar el gesto ni la presión sanguínea, si les cambiamos la cadena o le apagamos el plasma de sopetón. Este tipo de personas que cuando camina por una calle no sabe si va o si viene, ni creo que tenga capacidad para comprender la diferencia entre una y otra cosa, aunque se lo explique Super Coco.

A mí me atrae en la vida la gente que toma partido, que asume riesgos, que lidera decisiones aunque sea  qué sabor quieres el polo de hielo en el kiosco de la playa. Quien apuesta por el blanco o por el negro, aún a riesgo de perder y que no se refugia eternamente en el gris como actitud de vida y tono vital continuo. Me gusta la gente a la que sus vivencias le dejan huella, le agradan o desagradan, las asume y las transmite con emoción. La gente que es del Barça o del Madrid. De izquierdas o de derechas. Que le gusta la carne o el pescado. De Londres o de París. Dulce o salado. Bisbal o Chenoa. Beatles o Rolling.

El tomar partido y defender tus preferencias no incluye, por supuesto, el afán desmedido por la destrucción del contrario. El respecto a la otra forma de ver las cosas, a la diferencia, es un ejercicio de inteligencia emocional y de tolerancia. Aprender a compartir y convivir con el diferente nos hace más iguales y más abiertos en la visión de los escenarios en los que transcurren nuestro viaje vital.


Por todo esto respeto más a mi rival, que defiende con ardor guerrero sus principios, que al pusilánime que se refugia en el acomodo del "no sé, lo que tu quieras". Ese ser gris, casi transparente, como si de un envoltorio de film de cocina para cuarto y mitad de mortadela y vísceras se tratase. Que ni siente ni padece. Que no respira por no molestarse a si mismo. Que es incapaz de trasmitir emoción en un gesto en una sonrisa o en una decisión, por equivocada que esta sea.

No creo en las hojas que arrastra el río, si no en las ramas que luchan, varadas entres las rocas, contra la corriente. Aunque yo sea el barquero y las tenga que esquivar para llegar a buen puerto. Prefiero ser rama que cambia el curso que hoja que flota insulsa a merced de las corrientes ajenas para acabar los días, húmeda y podrida, en un margen olvidado de esta historia.

Dejo de mirar al espejo, después de este discurso que me autopronuncio. Cierro despacio la puerta del armario de la sombría habitación, observando mis movimientos como si lo hiciera desde un punto de vista externo y elevado. Giro sobre mis pies sin prisa pero sin pausa, intentando reconocer cada centímetro cuadrado de la estancia y fijarlo en mi memoria. La penumbra es atravesada por unos rayos de luz fragmentados en cientos de puntos ovalados por las ranuras de la persiana, vieja y polvorienta. Mi respiración digiere, agitada, el contenido de mi alegato. Dejo caer el peso de mi cuerpo sobre la pared de gotelé blanco, sintiendo como mi piel reconoce el mapa táctil de su dibujo. Y pienso "La libertad es aliada de la coherencia y de la memoria"

Siento que las paredes se reducen conforme crece mi necesidad de respirar aire limpio y luminoso. Mi ritmo cardiaco se agita levemente como si corriera sin rumbo ni razón. Apoyo las palmas de mis manos sobre la pared rugosa y antiguamente blanca. Quiero no perder el contacto con ella segundos antes de emprender el salto. La indiferencia y el abandono no forman parte del camino. Me da vértigo reconocerme en algún momento en una frase similar. Pues yo he estado en New York una o ninguna vez.












lunes, 29 de agosto de 2011

El aséptico tedio postvacacional

El sonido cavernoso del aire acondicionado quiebra la tensa sensación de silencio que precede a una frase grave y lapidaria. De esas que cambian el rumbo de las cosas y después de las cuales nada en el orden cósmico seguirá siendo  lo mismo. Son aquellas frases que se temen como el paso del cometa, que flotan en el aire enrarecido de los despachos, esperando un silencio lo suficientemente largo y despreocupado para dejar caer su carga de profundidad.

Estas jornadas de final del mundo feliz e ignorante de la etapa vacacional o de comienzo de la travesia desértica por el tedio laboral destilan tension, carga negativa en los iones del aire que contienen los centros laborales y lo que vulgarmente se viene llamando mal rollo. Nada es menos grave de lo que parece y todo se carga de la maliciosa población de miradas que sobrevuelan hombros y pantallas de ordenador. Es como si emprendiéramos una batalla por marcar, de nuevo, el territorio que habitaremos, por obligación, de 8 a 3, de lunes a viernes.

Nuevos miedos y antiguas desconfianzas nos sirven para justificar y disfrazar este malestar vital que le genera a todo ser humano pasar del estado perfecto, de relax y voluntad totalmente controlada que supone el estio, al de rutina y obligación que garantiza nuestro desarrollo personal y nuestra manutención diaria.



Todo sigue igual desde el día en que el primer antecesor de la parienta, creo que carente de género aún, envió a su igual a cazar fuera de la cueva, obligandolo a dejar de lado sus dibujitos de bisontes y sus tocamientos genitales en posición horizontal y adormecida, para abastecer la despensa en previsión de eras glaciares y ataques de dinosaurios desaprensivos, ávidos de matanzas dignas de justificar la pirámide evolutiva. El malhumor congenito, que genera acudir al tedio por obligacion, no ha sufrido cambio evolutivo ni se le espera.

Sonido de coches que vienen y van. Transporte público que conduce a los tediosos al matadero laboral en horario de oficina. Una sierra que parece abrir nuestro estómago para extraer de nuestras viceras todo resto de felicidad, descanso y propia voluntad. Los teclados martillean nuestros, cada vez más diluidos, recuerdos del paisaje, de las veladas sin horario ni fecha en el calendario, del residuo vegetal y azucarado de un mojito en la mejor compañia.

Los granos de aquel arroz con pollo, conejo y garbanzos que nadie pudo terminar, entre sonrisas de barriga llena, corazón contento y previsión de siesta infinita y, en ocasiones, lujuriosa, se clavan en el debilitado recuerdo como espinas de un pasado mejor que añoramos desde horas antes de dejar de ser presente.

La mañana coge, poco a poco, músculo y se despereza lentamente rozando con sus brazos los confines de la bóveda celeste. Algunas llamadas te devuelven a rutinas perdidas y agradables que anidan en nuestra vida laboral. Voces cálidas y sinceras en la alegría del reencuentro. Nuevos proyectos que arrancan movimientos ascendentes de nuestras comisuras. El gusto por disfrutar de lo que haces deja poco espacio, lentamente y sin avisar, a la melancolía.

Ya ha muerto el silencio grave. Coches, teclados y teléfonos dejan escaso margen a la tensión rota por esas frases sin retorno. A trabajar.

domingo, 28 de agosto de 2011

Chanquete ha muerto, Chanquete ha muerto!!!

Corre Pancho, casi sin respiración, un verano más por la playa. Su cara desencajada no anuncia buenas noticias. Chanquete ha muerto, y con él otro verano. Suena de nuevo la lacónica canción del Duo Dinámico. El final del verano llegó y tú partirás...

Siempre pensamos que el tiempo se parará y las cosas no terminaran este año como en los anteriores. Pero lamentablemente esto no ocurrirá, por lo menos este. El anciano marinero fallece, de nuevo, en La Dorada como un rito de extinción de la estación. Los calores excesivos y las rutinas improvisadas en tiempo de vacaciones van abandonandonos, entre lutos y llantos interiores. Una vez más, arrastrada por la marea, vuelve la normalidad.

Tirado en el sofá, en el último domingo de agosto, agoto sus nubladas horas. Mientras tanto, todo el mundo está pendiente de ver como "Irene" arrasa New York. La gente fallece en las carreteras en esta triste romería de retorno a la normalidad, desde el santuario estival de cada cual. Y la lluvia, otra vez la lluvia, cae escribiendo metáforas de despedida.

Ayer, 27 de Agosto, hizo un año que comenzó el camino de este blog. Más de un centenar de posts después, el sabor de estas letras es radicalmente distinto. Mi vida y mi mundo se han transformado de una manera rotunda y perceptibles, desde dentro y desde fuera. Nada tiene que ver con hace trescientos sesenta y cinco días. Ni mi corazón, ni mis referentes, ni mi presente ni mi futuro están alojados y amueblados del mismo modo.


Hace un año las letras fluían, negro sobre blanco, como un grito de libertad, como una necesidad de contar para no morir en aquel intento absurdo de vivir callado. Hoy, digamos, que han sosegado el tono para desnudar el alma. Lo que en un principio era una manera de enfrentarme a todo aquello que me rodeaba y no me gustaba, o detestaba, se ha convertido en una herramienta, casi quirúrgica, para mostrar al mundo, mi particular mundo interior.

Durante estos doce meses, he construido una galería de retratos de las múltiples caras de mis Yos privado y público. Una visión casi caleidoscópica de mí mismo, que me ha ayudado a conocerme mejor y a permitir que los demás, extraños y cercanos, me conozcan realmente. Unos retales han sido livianos y banales, casi como los dobladillos de una falda de moda, tan deseada como olvidada varios meses después. Otros se han desgarrado de mi tejido cardiaco, destilando dolor y pena intensa e infinita. Otros desgranan análisis de mi mundo cercano, con la estructuración de criterios públicos sobre situaciones que acontecen, en lo político, lo social o todo aquello que conllevan las relaciones humanas.

Mientras escribo este post, el mundo sigue pendiente de una ciudad que nunca duerme, aterrada por la amenaza de un huracán. Y yo hago balance del año del huracán, de mi alma de ciudad y de las cosas que me quitan el sueño. Reconstruyo lentamente mi nuevo yo y mi hoja de ruta, a base de cientos de pasos erróneos, decisiones indecisas y deseos claros que me da pánico afrontar.

Las cortinas del mirador se despliegan insolentes en el salón, anunciando, casi por sorpresa un final predecible, aunque cada año nos empeñemos en creer que por un verano ganaran los Moros en Benilloba, se parará el tiempo en Caleao, los higos frescos duraran hasta febrero y Chanquete será el padrino del primer niño de Bea y Javi. La luz se tamiza con la ayuda de las nubes, color gris uniforme de colegio de monjas, como si de un bando de anuncio otoñal se tratase.

El olor a asfalto húmedo se apropia de mi salón. Respiro hondo, como con nostalgia de algo que aun no se ha ido, mientras los visillos continúan su danza. Y tengo la certeza, no sé si por primera vez, que nada será igual a partir de ahora, excepto la muerte de Chanquete, que volverá a nosotros, una y otra vez, como una letanía omnipresente cada final de verano. Descanse en paz, que ahora ya solo queda guerra de aquí en adelante.

lunes, 22 de agosto de 2011

Yo que estaba muy por él

El calor se convierte en una segunda piel, liquida y molesta. El verano se empeña en hacerse cada día más presente. Las tardes acortan su vida, ajenas a los termómetros y al molesto sonido de los pasos que se arrastran de vuelta a casa. Las defensas físicas y anímicas son débiles en momentos como estos. Caldo de cultivo para la nostalgia de otros veranos, otras pieles y otros calores.

Quién no ha tenido un amor de verano? Quién no ha perdido la noche con un montón de besos, abrazos y otras cosas en una playa desierta o en un era del pueblo de los abuelos, alejados lo suficiente de esas constelaciones de bombillas incandescentes y música de segunda regional perpetrada por algo similar a una orquesta que vive en una furgoneta. Pero el verano termina y esos amores de tinto de verano, bermuda, bicicleta y batita fresquita duran lo que duran.

Muchas veces no coinciden los tiempos ni los espacios en este tipo de relaciones. Trayectorias vitales que se cruzan en una verbena de pueblo, en las fiestas de la urbanización de turno o en un descanso vacacional, lejos del hábitat natural. Intereses diferentes el resto del calendario separan irremediablemente las flechas de Cupido y los corazones destinatarios. Y es que duran lo que duran los sudores estivales, que siempre deseamos terminar durante las caléndulas veraniegas y luego, en el duro invierno, no dejamos de añorar.



Aquellas que sobrepasan las puertas del otoño, se esfuerzan en superar las uvas y las campanadas, esa otra cita para las historias efímeras de los sentidos y los sentimientos. Y algunas superaran el siguiente verano, otras uvas y otro verano.

Y pasan los años y se van dejando historias y cadáveres por el camino. Encuentros y desencuentros de caminos imposibles, paralelos o tangentes. Cicatrices que confieren el mapa de nuestra memoria, que duelen los días de lluvia o en esos que te cruzas con alguien de un modo casual y desafortunado, por obra y gracia de nuestros guionistas.

Y en ese preciso momento te empeñas en hacer balance del porqué de las tangencias y las cicatrices. En plantear supuestos improbables de lo que pudo haber sido y no fue. Y se te pasa por la cabeza la peregrina idea de si pudo haber sido, por qué no va a ser ahora. Y despiertas los calores de aquella noche de verano, con la esperanza de borrar arrugas, cicatrices y rutinas actuales en pos de antiguas esperanzas y emociones.

Pero también vuelven los desencuentros, las traiciones, las malas noches sin dormir de tormenta e invierno, exterior e interior. Y le das el valor que tienen a tus arrugas y a tus cicatrices. Y descubres de repente que en ti no queda nada de quien estuvo en aquella playa o en aquella verbena. Solo el recuerdo de aquellas estrellas de luz incandescente que colgaban sobre la plaza. Y no te reconoces en esos anhelos sino en tus rutinas. En tus deseos de torcer la linea de una historia que nosotros mismos hemos escrito y en la que no no sentimos precisamente cómodos.

Y miras por la ventana en una noche sofocante y sin estrellas, viajando por el tiempo como si de una caída al vacío se tratase. Y te ves hecho sudor, risas, besos y nudos de brazos y piernas. Y piensas mientras tu seguro de vida, otoño tras otoño, dormita en el sofá con años de más y pelos de menos, con el mando sobre el muslo. Y yo que estaba muy por él.

jueves, 18 de agosto de 2011

La paz

La paz es un concepto etéreo, dificil de definir y cuantificar. Algo a lo que aspira la humanidad desde el principio de los tiempos, el mismo que lleva intentando destruirla en todo momento. Hay muchos conceptos o formas de paz. La paz mundial, la paz eterna, la paz que nos damos en misa, la paz Padilla... Pero a mí solo me interesa un concepto, que es sobre el que voy a hablar, la paz interior.

Esta es la que conlleva un estado de ánimo de satisfacción plena, carente de preocupaciones, donde no se tiene en cuenta ni el pasado ni el presente. Es ese momento donde no existe el momento y el tiempo. Solo existe ese vacío mullido y luminoso que es la paz interior.

Este estado se descubre de repente, dentro de un vaso de leche por la mañana, el cual remueves sin ninguna prisa y con el único objetivo de conseguir endulzar el desayuno, mientras te rodea un intenso olor a pan tostado. Pan en el que deseas untar de un modo cadencioso y con cierto desdén, un trozo de mantequilla amarilla que servirá de lecho al dibujo caprichoso con el que te diviertes al dejar caer la mermelada, roja e intensamente densa, con una cucharilla de café huérfana de cuberteria.

También lo puedes hallar entre los cantos rodados de la orilla de un río, prácticamente virgen. Entre ellos, como las hojas caídas y el musgo, se deposito esa paz que puede hacer de confortable colchón mientras te pierdes en las páginas de un libro, al cual tratas como un amante reciente y codiciado. El sonido armónico de las pequeñas cascadas, sobre las piedras tatuadas de verdín y valientes rayos de sol que desafían la férrea bóveda de ramas generosas y altivas, te acompaña dándole ritmo y armonía a tu lectura. Parece imposible comprender el movimiento elegante e impercetiblemente continuo de la naturaleza en un momento en el cual creemos que el tiempo se ha detenido de pura inutilidad en nuestras vidas.

    

Flota también la paz en los aromas de moras que ascienden sinuosos y coquetos hasta nuestra nariz, mientras deshaces, dedicado y paciente, el azúcar blanca sobre el puré denso y nazareno que quiere ser mermelada. La cadencia de la cuchara en el interior del dulce futuro y generoso desafía a la ausencia de premura en mis actos presentes y futuros y descubro mi sonrisa en el reflejo cristalino del aspirante a golosina.

Solo el canto del gallo kiriko la quiebra en ese momento, casi diminuto, previo a que la casa se despierte. Ese instante en que el paisaje es postal y escenario. Eres foto y escultura en medio de la inmensidad verde de cien mil matices, solamente quebrada por el desafío centenario de la solida iglesia y las pinceladas de tejados toscos y rojizos. El cielo se descuelga, cambiando a cada segundo, para seguir siendo idénticamente bello. Enmarañado entre las hayas y lo castaños, se deshilacha su madeja de algodón líquido e inconsistente.

Solo en ese momento, diminuto y eterno, en que el mundo se para para arrollarte con un tsunami de belleza intangible y, a la vez, tan cierta, solamente en ese momento eres capaz, por unos breves segundos, de descubrir ese estado de elevación y bienestar interior. Ese instante en el que el mundo no importa, ni nada ni nadie tiene cabida en ese espacio que alberga nuestra corporalidad. Es una especie de comunión con uno mismo que se convierte en una explosión de energía interior que recarga nuestras baterías de un modo súbito y placentero.

Extiendes los brazos y la sonrisa más allá de donde nunca pensaste que podrías llegar. Miras al vértice del valle que te guarda perezoso mientras se quiebra el sol en sus crestas grises. El aire fresco te levanta unos centímetros del suelo, depositandote en los aromas dulzones del tejo que da sombra a la casa. Sólo tú. Tú y el paisaje. El cielo deshilachado y tu alma, tranquila y levemente sonriente. El tiempo detenido y la paz, interior e intransferible.

lunes, 8 de agosto de 2011

Él siempre fue aquel

Las ocho. Mierda. Ya se me ha hecho tarde. Corro sobre el suelo de cemento envuelto en una toalla blanca que milagrosamente no cae, víctima de las prisas y la gravedad. Vaporizo mi cuerpo con mi colonia favorita, mezclandose con la humedad que se ha quedado prendida en mi piel tras la ducha. Casi a la vez, me enfundo en unos vaqueros y una camisa de popelin, tratando de sobrellevar el calor con cierta dignidad. No llego.

Abro la puerta de la calle, a la vez que el calor húmedo de esta ciudad me abofetea. Tras estas desagradable sensación me espera María. Lleva una gran cartulina blanca que llama poderosamente mi atención. Pienso "y eso?" Ella, con esa agilidad mental que le caracteriza y que la ha convertido en gurú y faro, dijo "vamos a hacer un cartel que diga TEMAZO". Mi cara era un poema. Un cartel en un concierto de Raphael? Estamos locos? Comenze a reirme de un modo que no recordaba. Era absolutamente genial. Un Todo a 100 y dos rotuladores facilitaron el proyecto.

Mientras nos dirigíamos al punto de encuentro en el tranvía, confeccionamos el cartel ante una mezcla de estupor y sonrisa maliciosa del resto del pasaje. Por una cara rezaba el mensaje consensuado. TEMAZO. Por la otra un tópico. I love Raphael. Jejeje. Me sentía como ese niño que prepara un travesura con la esperanza de escribir una página dorada en su curriculum de pequeño demonio. Todo pintaba bien. Hoy puede ser mi gran noche, tarareábamos como un mantra festivo.

Tras juntarnos todos y picar algo, rumbo a las ruinas de Lucentum. Se puede interpretar como una ironía. Raphael en Lucentum. Contemporáneos? Siempre tuve, de pequeño, cierta repulsión hacia el personaje. Su modo de cantar, sus aspavientos, su declamación casi circense. Me generaba un rechazo próximo a la vergüenza ajena. Con los años fui acostumbrandome a escucharlo sin verlo y descubrí sus letras y ciertos temas de culto que se alojaron en mi fonoteca emocional.

Ahora aquí sentado, donde se supone que nació esta ciudad, veo como va desgranando una a una las canciones de su repertorio. Nuestra motivación y el cartel nos dieron mucha cancha durante el recital. El público, entre molesto y cómplice, soportaba nuestra efusividad próxima a los gropies de los 70. Perdimos la cuenta de los temazos interpretados en un viaje entre sus clásicos, los del tango, el bolero y la ranchera. Viaje interpretado bajo su personalísima visión, que se podría definir con aquel titular que la prensa americana le dedicó a la gran Lola Flores. Ni sabe cantar ni sabe baile , pero no se la pierdan.

En este caso, no es que el señor Martos no sepa cantar. Su voz es un torrente explosivo y sorprendente, que encauza, a veces, de un modo poco ortodoxo rozando el gallo de corral. Sus filigranas y cabriolas vocales superan en mucho las que le atribuyen sus imitadores. Él mismo parece su propia copia encima del escenario. Sus idas y venidas, entre el despecho y la divinidad, arengan a las masas de seguidores, provocando en nosotros mismos la elevación a los cielos, por enésima vez, de nuestra demostración de devoción en forma de cartulina de proporciones importantes.

Claro está, que dada su edad y su género, sus ejércitos bastante tienen con aplaudir. La edad media se alejaba bastante de la nuestra, acercándose más a nuestra esperanza de vida, creo yo. Sus fans pasan verdaderos apuros para cantar sus hits, a requerimiento del artista, sin que corra peligro de extravío la dentadura postiza, así como otro tipo de prótesis o intervenciones de restauración y contrachapado.

Tras dos horas y media de entrega total en doble dirección, suenan los acordes del tema que le llevó a Eurovisión, en tiempos del tio Paco y la tele en blanco y negro. Yo soy aquel.

Yo soy aquel que cada noche te persigue
Yo soy aquel que por quererte ya no vive,
El que te espera, el que te sueña
El que quisiera ser el dueño de tu amor...

Y desde la grada, en un éxtasis propio del celo conventual, a una sola voz, el publico responde

Y estoy aquí, aquí para quererte,
Estoy aquí, aquí para adorarte,
Yo estoy aquí, aquí para decirte,
Que como yo, nadie te amoooooo........

Nunca pensé que perdería la voz en un sitio así. Ni en el planteamiento más rocambolesco. Y aquí estamos, seis que parecemos pegados con fixo al reparto de la clac, disfrutando de cartel y de esta comunión con una España en la que no veo retratado, de la que no me siento ni parte ni contra.

Por fin esta noche he comprendido esa extraña fascinación que siempre sintió Alaska.



jueves, 4 de agosto de 2011

La bendición vacacional

Hoy el calor es más calor que cualquier otro día. Se derrite sobre las fachadas de la ciudad como el helado que abandona el niño caprichoso tras vencer la batalla. El tiempo ha dejado de existir como una variable a tener en cuenta. Casi se marcan los ritmos según la ley de la Selva. Hambre, sueño y otras necesidades que no aportan ritmo a la literatura y, sin embargo, son imprescindibles.

Hoy el botón del despertador no salta a su hora de rutina. La voz de los informativos no se mezcla con la claridad del día como cada amanecer. Mis ojos se abren, acostumbrados a su rutina diaria, para ceder lentamente a los cantos de la pereza. Nada corre prisa más allá de lo que a uno le apetezca que suceda en cada preciso momento. Es la primera mañana de las vacaciones.

Cuando recupero mi conciencia me encuentro colgado de las vigas de madera que atraviesan mi mirada. Mi mente funciona a una velocidad lenta pero continua. No tiene ninguna necesidad de forzar la máquina, como lo hace de corriente a estas alturas de la jornada. Mis movimiento son extensos y lentos. Como si de un coreografía de danza contemporánea se tratase, evoluciono sobre las sábanas de mi cama, dibujando figuras abstractas de piel y algodón. Disfruto de mi propio despertar.

Descubro sonidos que creí que ya no existían en las rutinas de la ciudad. Las persianas, los pájaros revoloteando en el patio, la señora que tararea mientras cuelga la colada húmeda con la ayuda de esas pinzas de madera que tanto me han fascinado desde pequeño. En mi infancia eran un codiciado juguete que sustraíamos, bajo riesgo de castigo, de la cesta de la galería. La radio se apodera del espacio geométrico de otro hogar esta mañana. Escucho la caricia dei mis piernas sobre el tejido de mi dormitorio.


Vago por la casa, escaso de ropa y de ideas. Abro la nevera y descubro el reflejo de su luz sobre el sudor que se desliza por mi pecho. Es lo que tiene no madrugar en agosto. Cojo una pieza de fruta fresca. Me despierta del todo el crujir de la pera bajo mis dientes. Su abundante jugo resbala por mi comisura hasta mezclarse con el sudores mi barba. Mis movimientos carecen de la agilidad necesaria para evitar el vertido refrescante y dulzón. Sal y azúcar. Sorprendente mezcla inesperada en mi mentón.

Decido, mientras tiro los restos de la pieza de fruta a mi cubo de basura, rojo, metálico y retro, que hoy es un buen día para no hacer nada. Nada más allá de sobrevivir a este bochorno que se ha apoderado lentamente del salón. El aire se mantiene estático, casi denso. La brisa debe estar de vacaciones esta semana. Dicen que se fue a la sierra, para que a los bañistas no les molesten las olas, que les arranca el aceite de coco y los bikinis de carrefour. Cuesta respirar, incluso avanzar a través de esta calma chicha que veranea en mi loft, sin permiso ni compasión.

Me tumbo de nuevo bajo la partitura huérfana que configuran las vigas de mi techo. Pierdo el tiempo con mi iPad mientras evito pensar en nada que pueda parecer inteligente. Acaricio mi cuerpo, de un manera mecánica y lenta, como prueba del comienzo de un estado de felicidad que anhelaba desde hace meses. Me descubro tarareando lentamente una de mis canciones favoritas, de la cual no intento ni siquiera recordar la letra. Solo detengo mi ausencia de actividad cerebral para pensar, con un incipiente sonrisa en mi boca, que cuanto tiempo hacía que necesitaba recuperar este estado de inactividad física y emocional.

Por fin, llegaron las vacaciones. A mi mente y a mi cuerpo. A mi cabeza y a mi corazón. Si fuera creyente, digamo que me encontraría en estado de levitación, propio de la bendición del altísimo. En este caso las altísimas son las vigas y la levitación inexistente aunque deseada.

lunes, 1 de agosto de 2011

Hoy, casi un año despues.

Hoy es 1 de agosto. Ecuador estival. Tiempo de playa y paella, bermuda y hawaianas de colores. El tiempo pasa más despacio a estas alturas del cuento. Se disuelven las horas sobre el asfalto que vibra, como hijo del volcán, bajo el sol. Nuestros ritmos vitales se aletargan, al igual que las filias y las fobias. Es verano, y todo da un poquito igual.

Dejas caer tu cuerpo sobre el sillón de mimbre, siguiendo la cabeza la caida unas décimas de segundo más, como reclamando sobre ella la lluvia sensual de una regadera. Envuelta en ropas de lino blanco, tu cuerpo se esparce generoso y tranquilo mientras el sudor se abre camino por la cara interior de tus muslos hacia esos tobillos curvilineos y escultóricos. Tu mano mece, cansina, un abanico de madera blanca con desdén. Sobre esa pequeña mesa moruna del jardín se derrite, sensual, un mojito generoso en azúcar y hierbabuena. Nada entra ni sale de tu mirada, que yace relajada bajo tus parpados adormecidos. Nada es más importante bajo este sol y esta brisa que el baile sinuoso de las palmeras.

Mientras imagino el estado ideal de una tarde de verano, hago recuento de lo acaecido en estos meses, casi un año ya. Fue una tarde de verano tardio. Se agotaba Agosto como los polos de hielo bajo el sol. Decidí volver a escribir sobre el blanco luminoso de la pantalla, mientras se balanceaban, rítmicas, las cortinas de lienzo de mi salón. Tenía la necesidad de escribir, de desgranar mi visión de la vida entre palabras que intentaban encadenar relatos coherentes. Y me perdí entre los colores luminosos y transparentes de las cucharillas del helado.

Han pasado tantas cosas y tan diversas durante estos 11 meses, que no creo recordar un espacio de tiempo tan convulso y corto en mi vida. Cuando comence a escribir este blog estaba perdido y ahogado, como en una piscina de chalet bien donde no me quería ahogar. Me recordaba al cadáver de Willian Holdden flotando en la casa decadente y casi en ruinas de esa excesiva Gloria Swanson. Mi mundo. envidiable y sólido para muchos, se derrumbaba por dentro y necesitaba gritarlo. Aunque fuera a través del fluir convulso del teclado de mi ordenador. Precisaba dejar de esconderme y decir no. Esto no me gusta, esto no lo quiero. Necesitaba hilvanar un discurso coherente con mis sentimientos, para que yo mismo me pudiera comprender y conocer mejor.

Muchos han sido los temas y los acontecimientos. A veces los segundos se han reflejado, evidentemente, en los primeros. A veces estos últimos, de un modo inquietante y sorprendente, han sido premonitorios de los segundos. Este desierto infinito de luz blanca que es la pantalla antes de albergar un nuevo post ha sido la mejor medicina, el más duro e inquietante abismo al que enfrentarse y mi fiel confesor y guardian de mis glorias y miserias.


Me conozco mejor. Me he dejado conocer, ni mejor ni peor, pero lo he permitido, incluso por primera vez para muchas personas. He enfrentado en muchas ocasiones a mi Yo privado con mi Yo público. Me he enfrentado, desde cada uno de ellos a mis cuentas pendientes con la Vida, mis guionistas y los Dioses griegos y egípcios. Me he enfrentado conmigo mismo como nunca antes había sido capaz de hacerlo.

Y creo que he salido victorioso. Aunque con heridas y cicatrices que aún duelen las noches de tormenta. Tengo la sensación de despertar de una noche de jarana memorable, con una resaca que deja entrever, entre los visillos nebulosos de la memoria confusa, una sucesión de acontecimientos. Unos banales, otros trascendentales para el resto de esta historia. Laberintos emocionales de los que uno mismo intenta escapar sin ningún interés por encontrar la salida. Caidas al vacio que no somos capaces de controlar hasta el momento en que gritamos, de un modo silencioso y rotundo, ¡¡Basta!! y el suelo de baldosas blancas y negras vuelve, de inmediato, bajo tus pies. Una travesia por un desierto personal rodeado de gente, a los que miras sin ver y que te observan sin mayor interés.

121 desnudos después. Alguno sin ningún artificio y untado de verdad. Otros desde la mirada más banal y desenfadada, pero cargados se ese sabor agridulce que tiene esta Vida en la distancia corta. Unos como grito silencioso para poder seguir respirando cuando el dolor o la perdida me asfixiaban contra mi propio pecho, ahogandome en mar de lágrimas que no han sido capaces de nacer para liberarme de mi propia tragedia. Todos yo, todos verdad.

Y hoy, 1 de agosto, derrumbado en la cadencia de mi pensamiento dormido al sol, intuyo que todo esto ha merecido la pena. Suspiro fuerte y lento, con cierto aire de satisfacción, y pienso "Así soy yo, que le voy a hacer, si me gusta o no sé ser de otra manera"