lunes, 21 de noviembre de 2016

Boniatos asados

El frío se ha hecho presa de las calles de Madrid, que aún no estaban acostumbradas a las hojas secas de este absurdo otoño. Con él han llegado las castañas asadas, y los boniatos y las mazorcas de maíz. También las lágrimas del anuncio de la Lotería, los escaparates y las bombillas de la decoración navideña.

Con ellas, han llegado los recuerdos. Recuerdos de tardes en infancia en torno a la mesa del comedor, con las manos inquietas por destapar el trapo de cocina a cuadros que escondían las castañas asadas que hacía mi madre. Las asaba en la misma tapa de lata de galletas que le agujereó mi abuelo Pepe a mi abuela María. Un enser que se había convertido en una preciada herencia de familia. Algo único que transmitía la esencia de las cosas, la tradición... Por noviembre vuelven las castañeras y los boniatos asados. 

A mí madre, Maruja, le fascinaban los boniatos asados. Hacerlos en su horno intemporal de la cocina de la calle Barcelona, o bajarlos a asar en una bandeja de horno de asas verde botella a la panadería de la señora Eufemia. Esta última conservaba como un tesoro la receta de los mejores rollitos de mistela del mundo, y de las pastas navideñas de verdad, sin código de caducidad, ni alergenos, ni libres de gluten. Esa era su herencia en aquella casa de dos plantas y tejas rojas que veía todos los días cuando me levantaba. Siempre con las luces encendidas, siempre con olor a pan recién hecho, a leña recién descargada.

A mí, me fascinaba el sabor a Cola Cao caliente y coca de mollitas, del horno de enfrente. O del de la Esperanza, que era la que compraba mi madre para nosotros, mi abuela para mí madre, y así se enhebraban las tradiciones. Día a día, coca a coca, tazón a tazón. Me encantaba desayunar en pijama en aquella mesa de comedor inmensa, castellana, siempre cubierta con un hule de estampados florales o geométricos dependiendo del año y el recuerdo. Aquella mesa que era un altar inmenso en medio de nuestra vida familiar imperfecta y común. Mesa de estudio, de comedor, de disputas y reencuentros, salón de banquetes de mis primeros cumpleaños de fanta de naranja y medias noches de pan bombón y chorizo con tulipan.



A mi padre, Pascual, le fascinaba preparar la ensalada, era su tarea casi ceremonial que aportaba al altar de nuestro salón cada comida. Por el descubrí mi gusto por el vinagre, la textura de los aguacates cuando aún era un fruto tropical raro e inaccesible, mi desprecio por el alcohol y sus consecuencia, o por el tabaco que le robó la voz y el color de los dedos y los dientes. En torno a aquellas ensaladas hechas en una fuente de Duralex descubrí las verdades y las miserias de la vida corriente, de los tiempos difíciles y de los no tan difíciles. Tiempo de vinagre amargo y hules estampados.

A mí, desde entonces me cuesta mucho hacer vida cotidiana entorno a una mesa, altar, o similar. Me fui de aquella casa y pasé muchos otoños en mi casa, en cualquiera de ellas, sin castañas, sin Cola Cao caliente ni mollitas, sin vinagre en las ensaladas que ya no presidian la vida corriente en la que transcurrió mi infancia y juventud. Y cuando no resistía la nostalgia corría a casa, a la calle Barcelona, perdiendo los años sumados por las calles húmedas del otoño para abrazar a mi madre por la espalda y preguntarle... Harías castañas asadas? Ella siempre me decía Por qué no te gustan los boniatos asados?..... Y volvía el trapo de cuadros al centro de la mesa.

Ahora ya no hay horno de la señora Eufemia, ni de la Esperanza, mis padres ya no están entorno aquella mesa inmensa, castellana que presidía aquel comedor, que tampoco está. Aquí, en Madrid, nadie sabe ni entiende lo que es una coca de mollitas, y el Cola Cao lo venden en sobres en los bares.. Y cuando el frío del otoño absurdo sin hojas atiza mi nostalgia corro al kiosko de las chispas rojas de la esquina del Reina Sofía y pido... Me da una docena de Castañas asadas? Por favor, que necesito ser niño un rato.