viernes, 21 de diciembre de 2018

Blanca Navidad

La cocina es amplia y rectilínea. Blanca y con una gran isla central como si de un altar para sacrificios se tratara. El sol entra de soslayo por la ventana que da al jardín. Ella trabaja meticulosa y triste, con su mente pérdida en los recuerdos sudorosos de la piel que desea. De fondo, su marido, el patriarca, espera a los invitados, babeante y somnoliento, entre resúmenes deportivos que inundan el fin de la tarde de las enésimas victorias de su deportista favorito. Efectivamente, cada cual tiene sus sueños. Ella retozando con su amante, él retozando con los cojines de ese sofá carísimo de diseño italiano.

Mientras cuece el marisco de la cena, resignada, pierde su mirada en el jardín pensando en que toda jaula de oro tiene un precio. En algunos casos, el del trabajo resignado, en otros, el de la propia dignidad y autoestima. A veces los bolsos de marca se convierten en la peor de las adicciones, y el regalo más fácil que siempre puede comprar la secretaría.

Un ronquido entrecortado por el sonido estridente del móvil la devuelve a su celda blanca. A él lo devuelve al mundo de los vivos, gruñendo porque nadie coge ese teléfono. Aparte de un talento natural para los negocios, tiene el de crispar la paz mundial gritando como un labriego sin bajar los pies de la mesa de centro.

Ella contesta, pidiéndole perdón en voz baja, odiándole en silencio. Él sube el volumen de la crónica deportiva omnipresente, con ademán de incomodidad por no poder concentrarse en la sucesión de puntos de break encadenados con una canción de AC/DC.

Al colgar, ella intenta organizar la logística de sus suegros y cuñados, sin conseguir captar la atención del interesado ni sacarlo del ritmo endiablado de punto, juego, set y partido. Nena, no me molestes y resuelve tú. Yo ya trabajo por todos.

Aprieta el móvil en su mano, y las lágrimas en sus ojos. Tengamos la fiesta en paz, o la vida.... piensa ella. Que pereza mi familia, piensa él. Solamente han perfeccionado el don de molestarme... masculla entre anuncios navideños.

La tarde cae rápida en este invierno recién estrenado. Y ella se afana en que todo esté perfecto para demostrarle a su suegra y cuñadas que no tiene rival. Que ella es la señora, la dueña del cortijo. Estas pequeñas vendettas le permiten superar sus complejos de niña mona de barrio que nunca encontró su lugar en su jaula de oro, por más que lo deseó y destruyó a quien hizo falta por conservarlo. También le sirven para sobrevivir en ese infierno elegido. 

Mientras pliega las servilletas de hilo, meticulosa y triste, se vuelve a perder en los definidos pliegues del abdomen de su amante. Al único hombre que ha amado y al que resignada, se conforma en complacer, en escapadas furtivas de sus respectivos infiernos.

El tiempo se disuelve entre el especial de Raphael y los gritos a filas a los vástagos, que parecen aislarse de toda esta ceremonia en sus universos personales de las plantas superiores. Casi todo está listo para ponerse sus mejores galas, de marcas carísimas e inalcanzables para el resto de los comensales, y dejar claro quién es esa familia perfecta, que alardea en todo perfil de red social que se precie. Parecen necesitar apuntalar la fachada para que toda su ruina moral siga intacta. Eso sí, en una estupenda mansión blanca e impoluta, con una cocina blanca amplia y rectilínea que permita disfrazar el precio de sus miserias humanas en esta noche de reencuentro, tan familiar como obligado.


Suena el timbre. Al otro lado de la puerta los padres octogenarios, y abandonados en su propia soledad, de él. A este lado abren la puerta los dos, con la mejor de sus falsas sonrisas y su peor soberbia real, desempolvando el amor fingido y comienza la función. Feliz Navidad

miércoles, 18 de julio de 2018

Las paseantas

Julio despliega, cansino, su sopor estival. Aunque el aire mece las hojas distraídas de los árboles, que se entrelazan con los coches ausentes  a lo largo de mi calle, las verdaderas reinas son las moscas. Las tardes zumban lentas con el ritmo de su vuelo quebradizo y mantrico. Ellas la recorren de esquina esquina, rompiendo el trazo de su trayecto y cobrando una nueva ruta impredecible, al igual que quebradiza.

Como moscas, que aletean el olor agrio de las calles resecas y medio limpias, las paseantes vagan de esquina en esquina, rompiendo sin ton ni son su senda, zumbando con sus móviles en letanía así igual de mantrica que las moscardas. Hay una por esquina, o incluso varías. De vez en cuando se reúnen en algún punto concreto, casi siempre que consideran como propio, o que anhelan conquistar. Y zumban y zumban. Con móviles o con sus lenguas viperinas. Y quiebran el paso en macabra danza, que prevé victimas propicias para su akelarre particular. O ensalzan nuevos mantras que zumbar, ciertos o no que de tanto zumbarlos, parecen propios de nuestro paisaje diario.



Las hay más grandes y más chiquitas. Altas, gordas, bajas, calvas , peludas y y sin pelar. Pasean rítmicamente anárquicas, solas o en comparsita. De esquina en esquina, de manzana en manzana. Y la veredita, madre, no cría hierba. Y las hay rubias y negruzcas, calvas y ralladas. Como las moscas todas distintas, todas iguales. Cuando reposan de su danza, frotan sus patas delanteras, a modo de manos, y parecen sonreír de modo malicioso, mientras elucubraciones viajan como mantras por sus mentes oscuras, como la tez de las moscas.

Y emprenden su danza, de esquina a esquina, de puerta en puerta, zumbando, zumbando, que algo queda, algo flota en el aire irrespirable del julio castellano. Y pasean y vagan. Y recorren cientos de kilómetros zumbando maldades y próximos infortunios, de esquina en esquina, de movil en movil. Y su zumbido infecta El Barrio, y el sopor estival. Y con la mano las apartas a las moscas, y desearías apartar a las paseantas. Solas o en grupo. Danzando o sin danzar. Frotando tus pezuñas o zumbando sus maldades.

Y cae la noche, y el sopor se hace más denso mientras dejan de mecerse las hojas de los árboles y las persianas van bajando. La penumbra despide a las moscas que buscan luces alrededor de las que danzar. Y las esquinas y los portales despiden a las paseantas, que buscan nuevas orejas a las que zumbar. Y poco a poco se apaga el día, las moscas y las paseantas. Y que duro debe ser ser un bicho a tiempo completo y no poder parar. De esquina en esquina. De vida en vida. De mierda en mierda.

sábado, 16 de junio de 2018

Vecindonas

El miércoles hizo 5 años que llegué a Madrid. Una aventura tardía, postergada en el tiempo por fuerzas mayores y miedos menores. Hacia tiempo que sabía que mi soleado reducto frente al mar no era ya mi sitio. Alicante, la fenicia y pequeña urbe, siempre ha sido un lugar amable para el visitante y una cárcel para el residente. Su mejor virtud es lo fácil que es escaparse de ella. Por tierra, mar o aire. Para mí siempre será un lugar donde volver, pero difícilmente donde permanecer.

Madrid me recibió con los brazos más abiertos de lo que yo esperaba. No negaré que en mi juventud, inexperta y poco viajada, era un tanto arisco a una capital de interior, que en los noventa era algo cateta y casposa. Era más de Barcelona, abierta al mar y al mundo. Empapada de arte, diseño y gente que iba y venía para dejar su huella. Pero el tiempo, los acontecimientos, los amigos y los viajes me fueron haciendo descubrir la Capital del Reino. 

Lo primero que me impresionó fue su hospitalidad. Casi nadie es de Madrid, y en poco tiempo todos somos  madrileños. Te hace suya, la haces tuya solo con respirarla, pisarla, vivirla y compartirla. 

Esta urbe castellana y históricamente castiza y algo clásica, se ha abierto al orbe en los últimos años. Se ha convertido en foco de las miradas del mundo por su carácter amable y heterogéneo. Conserva cientos de micro mundos dentro de su propia esencia. Los barrios son entes diferenciados y con personalidad propia. Una urbe de micro urbes, de mini pueblos.

Los pueblos tienen sus ventajas y sus desventajas. Sus virtudes y sus defectos. Todo el mundo se conoce, para lo bueno y para lo malo. Todo el mundo sabe de todos, para lo bueno y para lo malo.

Cuando llegas de fuera, entras con cautela a un medio que piensas hostil. Yo creo que lo inteligente es adaptarte a él. Intentar abrirte a los nuevos inputs y enriquecerte. Conocer y hacerte conocer, descubrir y que te descubran. Yo reconozco que a mí mi barrio me lo puso fácil, a pesar de mis anfitriones, que eran bastantes hostiles a la flora y a la fauna. Encontré gente que te tendía la mano desde la diferencia, que te ayuda a sentirte uno más, que te alisaba los escollos propios del que llega nuevo y desconoce.

Muy pronto me sentí uno más y comencé a participar de la vida del barrio como uno más, que es como me hicieron sentir desde el principio.

Los tiempos son cambiantes y la gente viene y va, en nuestras vidas, en nuestros barrios. Todo cambia para seguir siendo lo mismo.

Pero, a veces, llegan gentes que no suman sino que necesitan destruir para colonizar. No aceptan que el terreno de juego es un bien común y no patrimonio de nadie. Llegan para imponer su modelo y su pensamiento a un estamento urbano preexistente. No conocen el sumar sino el imponer, vilipendiar, destruir e intentar anular  al semejante, para instaurar su orden. Sin ningún consenso ni mestizaje.


No me gusta la gente que resta, que llega arrasando, que carece de tolerancia y altura moral. No me gusta la gente que destruye a través del bulo, del comentario de portera, con todo mi respeto hacia las porteras, que en vez de trabajar y sumar ejercen de vecindonas en los cruces de caminos ofreciendo las mieles del nuevo orden a quien les ayude a arrasar el existente. 


Ni todo lo pasado fue mejor, ni mucho menos lo que tiene que venir. El tiempo, la edad y los viajes me han enseñado a confiar más en el que escucha y tiende la mano, el que acoge con los brazos abiertos sin preguntar por filias y fobias. Me cuesta horrores soportar a los colonizadores que intentan transformar el medio ambiente a su propia conveniencia, sin respetar lo existente ni contribuir a la mejora con trabajo común. Los sitios permanecen y nosotros vagamos y migramos por ellos. Deberíamos aprender a mejorarlos contribuyendo desde la aportación sincera al bien común. Deberíamos de reflexionar antes de excluir a nadie por la estética, la ética o la poética. Los libros se escriben con todas las letras, no solo con las que le pegan a nuestro traje. Sobre todo, por qué cuando se pretende esto, el traje acaba siendo el vestido nuevo del emperador. Sin tela, sin verdad, sin esencia.