miércoles, 30 de marzo de 2011

Lo tangible de la soledad

Enciendo la tostadora mientras saco el pan de molde de la nevera. La noche me ha sorprendido saliendo del trabajo un día más. Pienso que voy a cenar y divago casi sin fuerzas entre jamón serrano y butifarra catalana. Choque cultural, que mal me viene a estas horas estas dudas entre norte y sur. El ruido de mis maniobras culinarias destroza mi soledad.

Hasta ahora nunca percibí ese concepto de soledad en silencio que me rodea ahora de una manera totalmente consciente. Llevo más de 15 años viviendo solo y nunca me dí cuenta de este hecho de una forma tan tangible, salvo en contadas excepciones que mi situación anímica ha hecho aguas.

Nunca pensé que la soledad pudiera llegar a ser un parámetro totalmente ponderable. Hay unidades de medida del dolor que te abrasa cuando la soledad es impuesta y no elegida de una forma voluntaria.

Es un hecho totalmente tangible la incapacidad para sonreír en determinados momentos en que la mente se inunda por obra y gracia de una memoria ingrata y persistente. Es posible cuantificar el número de lágrimas que se derraman por tus mejillas, cuando nadie te ve, al escuchar una canción que te empuja con suavidad al abismo de los recuerdos. Se pueden contar con los dedos las veces que te despiertas sonriendo mientras piensas en todo aquello que nunca volverá a suceder y a veces no has sido capaz de valorar.



Siento, en estos momentos, la necesidad de quebrar el silencio en mil añicos con cada uno de mis actos como una medicina indispensable para no caer en el lado oscuro del desasosiego. Para no perderme en los bosques  muertos del dolor y la pena desconsolada. Para constatar que sigo vivo y conservo la capacidad de romper el más duro de los silencios, la más atroz de las soledades aunque camine, a oscuras y sin rumbo, en medio de un desierto deshumanizado e inhóspito.

Sé que no queda más remedio que seguir y que, sin duda, es lo que toca hacer y lo que todos esperan de mí. No negaré que el encargo no sea costoso, ni que a ratos, escasos eso sí, me fallen las fuerzas pero hay tanto por vivir y por descubrir que me siento afortunado por ser el depositario de esta labor a desempeñar.

Estoy en lo cierto cuando pienso que esta senda no la puede recorrer nadie por mí, que es mi camino final, el que tanto añoras , en ocasiones cuando lo sientes lejano, de una forma egoísta, sin pararte a pensar ni ser consciente del alto precio a pagar para alcanzar su punto de partida.

Y una vez aquí, en el borde de este vasto desierto de silencio, giras la cabeza mirando en todas la direcciones hasta reafirmarte en la certeza de la soledad de este camino. Respiras hondo, cierras los ojos y comienzas a andar. Descalzo, sintiendo como la arena de tu propio dolor se cuela entre los dedos de tus pies y es incapaz de impedir tu avance. Lentamente te hundes en el arenal mientras te cuesta más y más crear tus pasos, uno tras otro. Pero, inexorablemente, sigues avanzando hacia el frente en busca de tu futuro. En busca de esa senda que te han preparado la Vida y tus dioses griegos y egipcios como fin de fiesta. Esa senda que solamente tú puedes recorrer y que es totalmente personal e intransferible y que en el mejor de los casos, como mucho, podrás llegar a compartir con quien tu decidas de las personas que se crucen en tu camino.

sábado, 26 de marzo de 2011

El reto de Willy Fog

Vuelve la rutina de los sábados después de una época convulsa. El mismo sol, el mismo mercado, los mismos puestos. Aun así todo se torna algo diferente. La rutina debe rellenar los huecos que ha dejado esta historia en los últimos días. Otra forma de comprar, otra forma de cocinar, otra forma de sentir.

Las vigas siguen siendo el pentagrama para los pensamientos que flotan sobre mi cada mañana al despertar. En ellas se han quedado prendidas muchas de las imágenes, anhelos, despedidas inacabadas y escenas de dureza extrema que gotean lentamente sobre mi memoria buscando acomodo en ella.

Cuando la Vida, y como no mis guionistas, se proponen ponerte al límite todo les parece poco. En estos momentos de cálido sol primaveral, siento como mi cuerpo y mi alma se balancean sobre la maroma del destino sin saber muy bien cuales son las salidas que les depara el futuro. Por momentos siento la necesidad de salir corriendo, por encima de la tierra y el mar, y no parar hasta quedar exhausto en un territorio desconocido, donde no pueda entender lo que me dicen y ningún rostro me resulte familiar.

Reconozco que a ratos me cuesta respirar en esta ciudad. Tengo la sensación de haber llegado a donde tocaba aquí y que ya solamente resta partir en busca de nuevas aventuras, como Willy Fog. Creo que al desaparecer el concepto de casa común siento como si mis raíces se desenterraran para buscan un nuevo lecho donde asentarse, donde coger fuerza para crecer y hacerme crecer.


Después de estos días, en los que mis pies andan sobre un extraño colchón de desorientación emocional, hago un escueto balance de todo lo que ha acontecido en las últimas semanas. Pare mi mundo para estar al lado de quien se iría sin avisar y sin molestar. Siempre nos entendimos sin la necesidad de mediar demasiados discursos impostados. A veces me da rabia la precisión de mi intuición. Me gustaría ser capaz de ser un tanto más científico a la hora de justificar el porqué de sus aciertos y que me resultara más fácil asumirlos sin que se conviertan, a veces, en golpes de agua helada sobre mi rostro.

Descubrí lo frágil que es la vida y el poco valor que en ocasiones le damos a ser generosos con determinados gestos. La Vida no siempre lo es dando oportunidades de repartirlos. Lo importante que es haber intentado darlo todo para no ser victima del remordimiento y del autocastigo.

Descubrí, también, que hay mucha gente que me quiere y que ha estado y está a mi lado de una manera  u otra. No ha sido necesario la presencia física para ser consciente de su cercanía. Mi gente me ha hecho muy fuerte estos días. No negaré que han habido sorpresas de todo tipo en este extraño mundo de los duelos. Pero es cierto que las miradas y los abrazos sinceros han ganado por goleada a los prescindibles e innecesarios. Tengo la sensación de haber descubierto la certeza de la gran huella que ella ha dejado en nuestra vida y nuestro mundo y que sin duda ha contribuido a hacerle las cosas más fáciles y bonitas a todos aquellos que se cruzaron en su camino o lo compartieron en algún momento de su historia.

He descubierto también que lo realmente importante en esta vida es intentar ser feliz y hacer felices a los que te rodean. Intentar crecer como persona sin la necesidad de arrasar tu entorno físico ni personal debe ser una premisa indispensable en nuestro libro de ruta. Hacer todo aquello que realmente te realiza y aquello que te aporta emoción y felicidad sin caer en la tentación de dejar de hacerlo por el que dirán o por su calificación como políticamente incorrecto.

Sigo balanceándome sobre la maroma de la Vida sin saber muy bien cual es el rumbo que debo tomar pero con la certeza de la llegada del momento de las decisiones importantes. En ellas, creo que solo debe pesar la coherencia con la búsqueda de mi propia felicidad. Ha llegado el momento de decidir por uno mismo sin ningún tipo de condicionante ni atadura. Solo queda la libertad de decidir como y donde quiero ser yo mismo.  La brisa acaricia mi cara al unísono que el sol dulce y tibio de la primavera recién estrenada, mientras mi cuerpo inerte se balancea entre el miedo y la indecisión con una sonrisa sutilmente dibujada en mi rostro. Ya solo resto yo y no debería convertirme en mi peor enemigo ni en el lastre más pesado para mi mismo.

Es el reto de Willy Fog

martes, 22 de marzo de 2011

El álbum de las sonrisas color sepia

Conforme pasan los días el dolor se disuelve en la brisa o, más bien, se descascarilla y cae al suelo como esas paredes encaladas, castigadas por el sol, de tan humilde belleza. El sol parece arrancar a trozos esos jirones de salitre en que se han convertido el sedimento de las lágrimas y esa pena inmensa e infinita que ha anegado mi mundo durante los últimos días.

Ese dolor se reconvierte en una extraña sensación de paz, un tanto agridulce, como quien muerde un tomate raff prácticamente maduro. Cruje, te invade de sensaciones intensas, de rabia, de nostalgia, de sonrisas prendidas a pequeños recuerdos. Arrasa el vacío sin limites de la soledad interior en la que me he visto inmerso sin apenas tener tiempo a darme cuenta.

Intento reconstruir lentamente, sin ninguna prisa pero sin desidia, mi vida presente y futura. Nada tiene que ver ya con todo lo que había conocido hasta ahora desde el día en que nací. Nada será nunca como ninguna de las cosas que hasta ahora viví. He de trazar la línea de lo que queda del camino sin una luz que me sirva de faro, de vigía, de guía.

Aun así no me está resultando difícil afrontar el día a día. No se ha convertido la acción de respirar en un extraño suplicio del que me gustaría librarme a cualquier precio. Totalmente todo lo contrario. Tengo la sensación del deber cumplido. De tener la obligación de satisfacer las esperanzas puestas en mí. De ser agradecido a todos los esfuerzos realizados para que yo llegara hasta aquí. Que ahora, el ataque a la cumbre ya solo depende de mí, sin olvidar que sin sus sacrificios yo no hubiera llegado nunca hasta este punto.



Y mientras planeo la batalla final, que decidirá mi vida futura como adulto de primera división, van floreciendo en mi memoria cientos de imágenes de mi pasado como si fueran flores de almendro que brotan, efímeras y bellas, por unos momentos con el tono sepia de las fotografías antiguas.

Momentos sencillos, sin ninguna pompa, donde la joya más preciada era nuestra sonrisa.

Aquella mañana de Reyes en la descubrimos el Scalextric escondido tras el sofá.
Las tardes donde nos contaba los álbumes de cromos de Colombia con sus historias, a mí y a mis amigos.
Las cabalgatas y las primeras fotos vestidos de zaraguell (creo que la única de mi hermano)
Aprender a su lado a visitar las hogueras y a descubrir los mejores rincones para ver el giro de una procesión.
Las castañas asadas en las tardes de invierno en el comedor, envueltas en un paño de cocina y quemándonos las yemas de los dedos.
Las mañanas de San José  haciendo buñuelos desde la madrugada.
Aprender a elegir la verdura en el mercadillo de San Mateo.
Descubrir el secreto de los nudos del macramé en tardes infinitas.
Las pruebas de los jerseys de punto que nos hacía y que nunca tuve ni tendré mejores.
Las tardes en el sofá viendo la tele recostado sobre su cuerpo.
Tantos ratos en la Floristería de café con leche y pepas.
Tantos claveles pinchados para los tronos de Semana Santa.
El Domingo de Ramos, el que no estrena no tiene manos.
La horchata en Peret, o mejor, un Blanco y Negro.
Ponerle la mantilla de Manola, que parecía que la había llevado siempre.
Haciendo mermelada con las moras que habíamos cogido en la Font del Molí o pelando almendras en el porche de casa de Mila.
La coca de mollitas del Horno de la Esperanza con mi tazón de leche con Cola Cao.
Ir a la Santa Faz a comprar campanillas de barro blanco.
Los álbumes de cromos de los yogures en la tienda de calle Barcelona
Haciendo chapas de futbolistas y ciclistas rellenas de cera para jugar en los bordillos.
Tantas noches pasando trabajos a máquina para el colegio, por mi vagancia infantil.
Mi primer campamento en Cazorla, como corría cuando vino a vernos para abrazarla.
Montando los adornos de Navidad.
Cuantos platos nos comimos de Arroz con Coco hasta que nos salió la receta.
Haciendo coronas de gelatina rellenas de fruta.
Volviendo de clase de pintura en las Amas de Casa con un cuadro nuevo. Que orgullosos los dos.
Mi primera bicicleta.
Forrando los libros del cole.
Preparando platos divertidos el día de Nochebuena, aunque a veces no lo fuera.
Comiendo la mona en el Castillo Santa Barbara.
Viendo el Belén de la Montanyeta  y las exposiciones de la CAM
El día que vió mi primera Hoguera plantada en el Ayuntamiento.
Viendo los fuegos artificiales desde la ventana del pasillo.
Escuchando juntos la Alborada a la Virgen del Remedio
Compartiendo nuestro gusto por las novelas de García Márquez
Preparando bocadillos de pan, aceite y sal.
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Esta lista es interminable. Como interminable es su sonrisa que perdura en el aire como su perfume preferido, Rive Gauche de Ives Saint Laurent.

Creo que me ha dado tanto y tan bueno que no ha dejado casi hueco para que se notara su ausencia. A través del cristal del mirador de Belando veo pasar los recortes de millones de sonrisas de color sepia que se pierden en la noche oscura y que sin duda nos mantendrán, por siempre, más cerca que nunca.

viernes, 18 de marzo de 2011

La soledad del referente

Abro la puerta y atravieso el silencio en la oscuridad. Nunca me había parecido tan grande mi casa. Parece infinita en todas sus dimensiones. Me detengo en el centro de ninguna parte sin saber muy bien hacia donde avanzar. Quizás ni quiera hacerlo. Solamente deseo desplomarme sobre mis propios talones y disolverme en este aire viciado de casa cerrada.

De repente todo se ha detenido. La vorágine de los acontecimientos ha terminado de un golpe seco y mudo al cerrar esa puerta. Todo se acabó. Desde hoy nada será igual. El mundo tal y como lo he conocido hasta hoy ya no existe. Mis prioridades y obligaciones nunca volverán a ser las mismas, no como mis afectos y la memoria.

En medio de esta infinita oscuridad se entremezclan, como si se tratase de agua y aceite, emociones imposibles de unificar.

Por un lado la satisfacción del deber cumplido. La sensación de haber hecho las cosas como debía o como pensaba que debían ser. Quizá, en el último momento, un tanto intenso en las formas llevado por la emoción, pero no me arrepiento ni cambiaría ni una sola lágrima de sitio. Creo que aunque haya sido duro todo ha merecido la pena. Que ella no se merecía menos.



Por otro lado, me invade una avalancha de orfandad que nunca presentí padecer. Una extraña sensación de haber perdido el referente, el ejemplo a seguir, el lugar donde siempre se puede volver sin ninguna pregunta, el puerto donde refugiarte de todas las tormentas de la vida. He perdido el ancla que me mantenía firme en la marea, que me mantenía unido a la realidad mientras revoloteaba entre cientos de sueños y quimeras en un cielo más parecido a un noche estrellada bajo los almendros que a una esquema cuadriculado para un proyecto de vida.

En este momento nosotros pasamos a estar en la cumbre, a ser el referente para los que vienen detrás. Pasamos a ser nosotros los que debemos administrar los consejos de la experiencia siempre que nos son requeridos y, a veces, cuando no también. Nos convertimos en los que dibujamos la senda para dejar de ser quienes la siguen. Descubrimos la soledad del guía.

Y en ese mismo instante nos volvemos infinitamente pequeños y nunca volveremos a sentir de una manera tan cruda la necesidad imperiosa de salir corriendo para volverla a abrazar y esconderte bajo sus brazos en busca de su protección. Esa protección que nunca disfrutaremos de nuevo y la cual hemos despreciado en tantas ocasiones con un absurdo gesto de desdén.

En medio de esta oscuridad, en mitad de ninguna parte. Perdido en el interminable desierto en que se ha convertido estos 90 metros cuadrados. Cuando las lágrimas ya conocen la inercia del camino, descubres que te has hecho terriblemente mayor. Desgraciadamente por siempre adulto de primera división. Y en ese preciso momento comprendes que ya nunca nada volverá a ser igual.

La muerte está tan segura de su victoria que nos da toda una vida de ventaja (Pintada callejera)

sábado, 12 de marzo de 2011

El zoo de las batas blancas

En el otro lado de la población de este lúgubre hotel de la enfermedad esta la población laboral. Ese ejercito húmano (por calificarlo dentro de las especies de mamiferos) que habita este edificio a tres turnos más guardias, no se mezclas con el resto de los habitantes, más efímeros que ellos en cuanto a la estancia.

Se dividen en distintas categorias tanto sociales como profesionales que a veces coinciden. No se suelen mezclar entre ellos, por lo menos aparentemente, aunque corren muchas leyendas negras sobre historias entre médicos, en general infieles por naturaleza, y enfermeras muy amigas de otras amigas.



Dicen que el roce hace el cariño, que la tensión de este trabajo, que camina por la maroma sobre el abismo de la muerte, hace también el roce y que trabajar en el pequeño espacio de un cuerpo humano cuanto menos genera roces. Conclusión: que tienen todas las papeletas para terminar liados entre distintos segmentos profesionales, o incluso entre el mismo. Vendría a ser lo que un oficinista llama llevarse el trabajo a casa.

Dentro de cada categoría profesional hay distintos tipos de perfiles. Los suficientes como para que el difunto Félix Rodríguez de la Fuente pudiera hacer una serie de documentales sobre sus hábitos y costumbres, incluso sus ritos de apareamiento. Se podría llamar perfectamente "El Hombre y La Bata"

 Yo reconozco que la rutina de los actos inmuniza de las emociones. Nos acontece con los besos, que nunca vuelven a tener la misma intensidad que los primeros, o con los suspensos en la época escolar, que los que más duelen son los primeros. Pero esta fauna debe recordar, por lo menos en algunos casos especialmente, que tratan con personas, únicas y no con piezas indolentes de una rutina tediosa, sino casos singulares y particularmente preocupantes para ellos y sus familiares.

Hay de todo. Gente super entregada y profesional. Cariñosa y delicada en todos sus actos y que se preocupan por facilitar la estancia al que la sufre. Pero hay otros que se empeñan en hacer parecer que son ellos los que sufren en el desempeño de su obligación laboral, remunerada  con las aportaciones de los mismos pacientes por si se les olvida. No se le puede decir a una señora impedida por una reciente operación de prótesis que pesa como un plomo. Si no puedes desempeñar tu puesto laboral con diligencia tienes varias opciones. Pedir ayuda, ir al gimnasio o pedir una prejubilación que te suavice el caracter y facilite el acceso a tu puesto laboral a alguien más joven, preparado y con mejor disposición.

El tratar al paciente con ese tono de superioridad y cierto desdén hacia sus temores, sugerencias o necesidad de información, no demuestra mayor aptitud laboral y, sobre todo, mejor calidad humana. Es curioso ver como intentan suavizar su apariencia de institutriz germánica y solterona con absurdos broches de fieltro de estética infantil y que supongo que serán un importante vivero de gérmenes muy apropiado para el desarrollo de su actividad profesional. Unos zuecos de colores y una muñequita vestida de enfermera no te hacen mejor persona y, mucho menos, mejor profesional, sobre todo si eres un inepto vocacional para desempenar la tarea con una incapacidad manifiesta para la sonrisa y el cariño.

También está, dentro de la faceta germanica de la profesión, el que se organiza su tarea de un modo pautado y de estricto horario, sin tener en cuenta las circunstancias de cada caso singular. No se debería cambiar un pañal antes de cambiar las sábanas mojadas, aunque en tu protocolo lo contemple así y te demuestres incapaz para gestionar los tiempos de un modo eficaz y consensuado con los demás compañeros de planta. Claro que cuando se llevan 20 o 25 habitaciones no debe ser tan complicado regirse por criterios de eficacía en vez de los de horario riguroso. Este tipo de actitudes pueden generar trastornos como los de alterar el sueño de alguien de 85 años en 4 ocasiones con una periodicidad británicade 45 minutos. ¿No sería más fácil realizar todas las tareas a la vez y no perturbar un descanso necesario y complicado en un estado com este de enfermedad?

¿Y esos médicos tocados por el dedo divino de Dios, que se muestran más cerca del Gran Hacedor que de los mortales? ¿Por qué se empeñan en demostrar a los profanos su dominio de esa infinidad de términos técnicos imposibles de comprender y que sólo les permiten comunicarse con sus iguales? ¿Tanto cuesta separar la faceta profesional de la de persona humana que hace sus necesidades como el resto de os mortales¿

Pero no todo el monte es orégano. Hay gente que hace de la sonrisa y la paciencia su uniforme. Del cariño una herramienta más de trabajo, la cual son capaces de utilizar con manifiesta generosidad. Y de las ganas de facilitar las cosas una actitud que agradece sobremanera el efímero habitante del otro lado de este edificio, en el que hay cientos de ventanas que esconden cientos de historias singulares.

viernes, 11 de marzo de 2011

Tarde de viernes

Sigo sentado en esta infame butaca, que cada vez se asemeja más al negativo de mi columna vertebral. La tarde langidece y renace la sombra, como reza la mítica cumbia. La diferencia es que aquí no hay cafetales que vuelvan a sentir, sino enfermos cogidos a palos con goteros que deambulan por los eternos pasillos de terrazo marrón acristalado como si de una serie de zombies se tratase.

Tengo dos visiones posibles al exterior de esta habitación. Una la del desfile de goteros con batas azul lavado. Otra la de la ventana que dan a un ala similar de este hospital. A través de ella veo cientos ventanas iguales donde se incuba a la par la paciencia, la esperanza y la tristeza.

En estos espacios se entrecruzan diversas historias, clases sociales y todo tipo de personas. Gente que sufre sola. Gente que sufre por gente que no sabe ni que sufre. Gente que no dice que sufre para que otros no lo hagan. Gente que ni sufre ni padece, que pasan por la vida como si el resto de la humanidad no existiéra ni tuvieran intención de dejar ninguna huella perceptible sobre la faz de la tierra.

Se cruzan en los pasillos, en los ascensores, en la cafetería, en las salas de espera. Por el aire se entrelazan historias de familias rotas, de víctimas de los excesos de esta vida, bien sean los del lado oscuro o los del lado dulce de la vida. Llamadas ineludibles del trabajo. Más historias de gente común, con su vida particular que empieza a ser un poco la tuya, por casualidad y por unos días.



Descubres que en todas las casas se cuecen habas. Que la ropa de marca y la peluquería de los viernes también esconden las mismas miserias que las que ocultan los chandal de Quechua y las batas del mercadillo de la calle Teulada. Que hay gente sin ninguna imagen personal pero una gran personalidad y un corazón mayor, si cabe.

Todos somos iguales frente a la enfermedad. Ni ricos ni pobres. Todos igual de vulnerables. La salud es una de las pocas cosas esencialmente democráticas de todas aquellas que disfrutamos en esta vida por el hecho de nacer. Todos tenemos, en principio, las mismas posibilidades de estar sanos y de dejar de estarlo. La salud, y mucho menos la enfermedad, no conoce de clases sociales, razas y, hasta en ocasiones, de edades.

Realmente estos edificios tienen, en principio, esa condición de acrópolis griega, de estado de la democracía absoluta donde solo gobierna la voluntad de la vida y la muerte. Nadie puede disponer sobre los caprichosos designios del destino y los dioses a la hora de ser elegidos para estar a un lado u otro de la balanza.

También es cierto, que como en todo en esta vida, en este mundo ecuánime de la enfermedad existe el trato de favor. No de manos de la salud, que como hemos dicho es absolutamente democrática en su ausencia, sino de los humanos que laboran en este feudo. Las amistades y las recomendaciones hacen más amable la permanencia en este lúgubre e aséptico reino.

No considero que sean tráfico de influencias. ni corruptelas de baja intensidad, sino una expresión de buena voluntad, de necesidad por suavizar el trago que tienen que superar los familiares y los pacientes en este tránsito, más o menos efímero, por la ausencia de salud.

Y llegó la noche mientras escribo estas líneas reflexionando sobre la democrática enfermedad y la percepción del mundo que se desarrolla a su alrededor en esta tarde lluviosa y tediosa de viernes hospitalario.

jueves, 10 de marzo de 2011

El día en que todo se frena.

Esta butaca parece que esté puesta para recopilar nuevos clientes en este edificio amablemente lúgubre. La parcela de la habitación que nos corresponde, la 2109A, está extremadamente vacía mientras le hacen pruebas a Mamá. Todo el día de excursión en su cama de tecnología ortopédica y borras de polvo históricas. Dificilmente podrá hacerse a esta nueva ubicación, de momento, con esta especie de  rallie sanitario al que se ha apuntado hoy.

Nunca me han gustado estos sitios, Mi relación con los médicos siempre se ha limitado a la amistad personal con alguno de ellos. Estos hoteles de la enfermedad donde la vida, a veces, se torna desesperada, donde  la soledad es mucho más soledad entre una multitud de batas blancas, zuecos de diseño y una costra profesional que, muy a menudo, esconde la sensibilidad humana, para perjucio de los más necesitados.

En estos sitios no existe el tiempo concebido como en el mundo exterior. Aqui todo se mide por turnos, partes, pruebas y resultados que dificilmente comparten el mismo espacio y tiempo. Son laboratorios de la paciencia para los usuarios y sus familiares. Reductos físicos, con olor a desintectante y dolor, ajenos al bullicio exterior del día a día, Ese día a día donde toda cita es ineludible, la agenda es inalterable y el estrés mezclado con politono de móvil se convierte en la melodía de este videojuego infernal en el que nos vemos encerrados, intentando salvar, pantalla tras pantalla, nuestra vida cotidiana.

De repente, sin esperarlo, salta un pantallazo de GAME OVER. Todo se detiene. Todo empieza a carecer de importancía menos aquello que realmente lo tiene. La vida de un ser querido.

Entonces la velocidad de los acontecimientos deja de tener que ver con nuestra agenda y las citas ineludibles. En ese preciso momento, el castillo de naipes de esta extraña vida que destruye la Vida en la que nos hemos embarcado se derrumba. Y la vida tiene otras prioridades. Una mirada. Escuchar la voz que es incapaz de salir de un cuerpo frágil y desplomado. El tiempo eterno que duran los breves minutos que puede llegar a tardar una ambulancia. Tu nuevo organigrama vital de miedos, esperanzas y posibilidades. De nuevo la soledad.


Nunca aprendemos a valorar las cosas hasta que no estamos a punto de perderlas o, por lo menos, hasta que esa opción entra en el horizonte de lo posible. Nos empeñamos en desdeñar o desatender aquello que creemos de nuestra propiedad por derecho divino. Aquello que pensamos que permanecerá a nuestro lado por siempre, como siempre lo ha estado, sin tener en cuenta la condición de efímero del genero humano.

Y recobramos de un solo golpe la capacidad para perder el tiempo mirando a los ojos a esa persona que lo precisa sin la necesidad de tener que decir nada que ya no haya dicho tu mirada. Tus dedos se pierden en caricias infinitas sobre esos brazos y manos que han perdido la tersura con los años pero no la necesidad de recibirlas. Y el tiempo se frena, se para en seco para dejar de tener importancia. Ya solo la tiene las sonrisas, las deudas de caricias robadas, la devolución de los cuidados que nos dieron en prestamo sin interés y a fondo perdido cuando los necesitamos. En fin, la Vida.

Y es que son tantas veces las que nos perdemos la Vida mientras malvivimos para sobrevivir. Tantas las que le robamos la importancia a las cosas que realmente la tienen en favor de esta carrera absurda por el triunfo personal. Tantas y tan a menudo que no tenemos tiempo a poder apreciar en el camino las escasas flores de lo realmente importante. Las flores de lo verdadero.

La Vida, entonces, en días como hoy, nos frena nuestra vida para recordarnos que esta senda es peligrosa. Nos recuerda que no merece la pena renunciar a aquellas pequeñas cosas que cantaba Serrat en pos de un brillo de oropel efímero y artificial, que no da la verdadera felicidad, sino que la obstaculiza y la impide, en muchos casos.

Disfruto de cierta paz interior en momentos como este, en los que sigo pensando que estas butacas deberían estar persegidas por los traumatólogos de nuestro servicio de salud.

martes, 8 de marzo de 2011

Ellas

Sin lugar a duda mi vida no habría sido igual sin ellas. Siempre han tenido un papel fundamental en esta senda de espinos y rosas. Nada en nuestras vidas podría serlo ya que a ellas les debemos la misma.

Desde que nacemos nos rodean, nos protegen y nos alimentan. Son nuestro primer refugio ante las adversidades o aquello que nos atemoriza. Trasmiten una paz que nadie es capaz de darnos cuando, siendo nosotros esos seres diminutos con todo por descubrir, nos abrazan como si de una armadura de algodón y azúcar se tratara.

Nos enseñan a sonreír, a marcar dónde está el limite del bien y del mal, a trazar nuestra línea ética. Se emocionan con nuestro primer paso y casi siempre son el destino de nuestra primera palabra. Lecho, cobijo y alimento. El lugar donde siempre añoras volver cuando todo va mal. El consejo sabio cuando no sabemos qué camino tomar, la senda se torna en arroyo y todo se hunde bajo nuestros pies. Siempre ellas.



En mi vida siempre me han acompañado. Desde bien pequeño, las de casa y las de enfrente. Siempre he tenido más química con ellas que con los de mi propio sexo. Siempre mi mejor confidente, mi mejor aliado, mi compañero de aventuras preferido estaba entre sus filas. Crecí entre ellas, entre sus pucheros y sus tardes de labores. Aprendí la magia de la cocina. La paciencia para las manos. El temple para la vida.

El valor, siempre el valor, porque a ellas nadie les ha regalado nada. Todo lo han conquistado en una cruel batalla con muchas bajas y resultados lentos y casi imperceptibles. Han aprendido a ser ellas mismas cuando se les negaba hasta el nombre. Han construido el mundo de los hombres cuando se les negaba la enseñanza. Han gestionado lo cotidiano aun cuando se les negaba los bienes propios. Han superado la desgracia y el abandono cuando se les negaba la compañía, en busca de otros placeres más mundanos. Mientras, su prole sólo recibía caricias y sonrisas que les protegían de la cruel verdad exterior.

Ellas siempre están ahí. Con su complicidad, con sus miradas comprensivas. Con una perspectiva sosegada de la situación ajena y una visión de dramaturgo inglés de la circunstancia propia. Siempre hay tiempo para detener el mundo y tomar un café en el que disolver confidencias, temores y proyectos esbozados. Para salir con el único objetivo de compartir risas y coleccionar nuevos momentos inolvidables, sin la necesidad de regresar a la cueva con un nuevo trofeo de caza. Para perder el tiempo paseando a la orilla del mar mientras desmenuzas las emociones de un libro de García Márquez.

De ellas he aprendido lo mejor que tengo. El sentido del humor. Los reflejos. La capacidad de trabajo. Sobreponerse al dolor. El cariño generoso. La facilidad para multiplicar lo imposible. La capacidad de amar. La sensibilidad. Cantar para uno mismo. El placer de cocinar las cosas humildes. Descifrar el arco iris entre las gotas de lluvia. La esperanza. La grandeza de una pequeña caricia en el momento justo. La sonrisa. Ser yo mismo, independientemente de mi sexo. La fortaleza frente a la adversidad. El gusto por los pequeños detalles. Las letras de las coplas antiguas. El hábito de leer.

Son tantas y de cada una de ellas tengo guardado un recuerdo diminuto y eterno. De mi Madre, millones, sobre todo el ColaCao caliente en la cama. De mi abuela, la sonrisa del sacrificio. De la Señora Milagros, las tarde en el porche de Polop hilvanando la vida. De Mila, la paciencia y la lealtad. De la Señora Anita, las Bajoques Farcides. De Cuca, mi Cuca, los paseos por Caleao y por la vida. De Mª Jose, mi vecina, mi hermana. De Chata, la coherencia. De Marga,  los laberintos de lo intelectual. De MariCarmen, mi guía espiritual. De Maribel,  la generosidad. De Yolanda, la comprensión en la diferencia. De Rosa, tan lejos y tan cerca. De Natalia, tantas risas en Kyle y antes. De Marta, mi descubrimiento. De mis viuditas, ellas ya lo saben. De Alba, la sensatez. De Piku, la complicidad. De Rita, la genialidad. De María, que es muy amiga mía.Y de Mari, también a pesar de la diferencia de edad. De Adriana, la superación modesta. De Jan, los desayunos en el Bidaluce. Así millones de imágenes me asaltan y se prenden en mi interior como exvotos de agradecimiento. Son tantas que no me parece justo seguir pegando estos minúsculos recuerdos en el tablón de la vida por si en la tarea soy injusto, por falta de memoria, con alguna.

Ellas me hacen más fuerte. Ellas me hacen más tierno. Ellas me renuevan la esperanza ante la adversidad. Ellas me recogen en la caída. Son la risa serena en los momentos de nostalgia. El gesto serio de la comprensión en los errores. Ellas nunca han diferenciado en la diferencia. Siempre me han protegido en mi debilidad.

Por todo esto y todo aquello que solo les cuento a ellas cuando se muere el sol y la vida se para alrededor. Gracias

domingo, 6 de marzo de 2011

Ser mala no es un disfraz

Las vigas golpean sobre mi cabeza como teclas de un piano tenaz e infinito. Las 12 de la madrugada en el reloj de dígitos verdes de mi mesilla. La luz del sol invade hasta mi interior turbulento. Domingo de carnaval, después de la tormenta no encuentro la calma.

Paso la mano por mi cara y primera sorpresa. ¿Y mi barba? La sacrifiqué ayer en pos del look total de un disfraz perfecto y políticamente incorrecto. Sigo recorriendo mis facciones en busca de los restos del maquillaje y el destrozo consiguiente en la almohada. Por lo visto, de madrugada tuve la paciencia y la conciencia suficiente para retirármelo cuidadosamente.

Busco la verticalidad con el objetivo de comprobar si soy capaz de reconocer al que hay tras esta nueva cara. Tras las ojeras y una piel rasurada solo reconozco una mirada cansada que me resulta familiar. Cierta expresión de satisfacción, lejana a la de noche triunfal de otros carnavales, y un fondo en la mirada de resentimiento y malestar.

El sábado de carnaval siempre tiene un componente de provocación, suplantación de personalidad, aventuras que no te pertenecen y afirmaciones que no firmarías en otro foro sin un personaje de por medio.Este año, la verdad es que, determinadas coincidencias me permitieron, en una sola noche, vivir los diversos carnavales de esta nuestra vida en un breve espacio de tiempo.

Tras la comida, me sumergí en el proceso de creación de un disfraz con sello propio. Siempre he detestado los disfraces de compra elaborados con telas inflamables, el diseño de un niño de 3 años y el patronaje de un manco. El hecho de disfrazarse debe de componerse de la creación de un personaje en todos sus aspectos. Indumentaria, actitud, maquillaje, complementos y dialogo. Claro que la multitud, carente de medios, creatividad y tiempo, suele caer en las garras de los chinos y las tiendas multiprecio, inundando las calles de indios, enfermeras putas, monjas brillantes y policías de sexshop.

Entre mi top10 de disfraces más patéticos se encuentran el de monja para tío desgarbado, el de súper héroe 3 tallas más grande que hace bolsas, la categoría de india, bruja, enfermera, policía y hada con espantosas alas de tul sacada de una tienda de material porno, los de época que parecen más una bolsa de pan que un brocado francés. Los de payaso, mexicano y torero de 12 euros también me parecen dignos de multa y detención con cargos. Y si alguno me da verdadero rechazo es el de vaca, con esas ubres de plástico a la altura de los genitales. Y no olvidar el de móvil de Airtel en la era del IPhone, no recuperar reliquias es, en algunos casos, una virtud en el carnaval.

Una vez pertrechado, tras cerca de dos horas de arreglos, maquillaje y adaptación de todos los complementos, me armo de valor y salgo a la calle a la luz de la tarde. Es una sensación como de saltar al vacío, de salir, a bocajarro, a un mundo de miradas que se clavan en mí como si fuera un objeto extraño en el decorado cotidiano. Se dispara mi adrenalina y me sumerjo por completo en el papel. Me transformo, adopto  una pose impropia en mí, otra forma de caminar. Me convierto en un ser altivo y presuntuoso. Quizás lo soy y no lo sabía.



La gente me observa con curiosidad y precaución, con el disimulo propio de quien hace algo incorrecto pero deseado. Los últimos rayos de sol me esquivan evitando una reacción física impredecible. El suelo suena bajo mis pasos firmes apagando el susurro de los comentarios de los viandantes asombrados.

Llego al portal de unos amigos y mi voz también se ha transformado al contestar al telefonillo. Risas, caras de sorpresa, más risas, fotos y más fotos. Intentamos entablar una conversación normal sin que mi personaje se interponga por en medio. Nos vamos a la calle a hacer vida normal mi buen amigo Fernando, yo y mi personaje, John Galliano.

Unas compras entre miradas de medio lado y comentarios estupefactos, a mitad de camino entre el divertimento, la curiosidad y el reconocimiento. Asistimos, Fernando y yo, divertidos a las evoluciones del personaje y nos dirigimos con él a un baile callejero para los más pequeños. Padres con cara de circunstancias, niños disfrazados, música de disco y copas al atardecer. El carnaval siempre fue incorrecto y excesivo. En este momento roza el estar fuera de lugar.

Las coincidencias del calendario nos llevan a la inauguración de una galería de arte. Difícil y divertido convivir conmigo y con el personaje en un cuerpo pertrechado para el espectáculo y el exceso en un mundo de cultura y etiqueta indie pero chic. Mientras yo me concentro en las obras y seguir las apreciaciones de mi amigo, interesado en las mismas, John se encarga de pavonearse y convirtiéndose él en una instalación más de la galería, robando miradas y aplausos a los verdaderos protagonistas, los artistas.

Yo, contento por descubrir un espacio de aire fresco en esta sociedad acartonada. John, algo más contento de sus excesos con el alcohol y la nieblina que le genera su tapafeas. Aireamos a la par nuestra cola de pavo real entre la selecta clientela, entre copa y copa, entre saludo y saludo. Realmente, era la compañía perfecta para asistir a un acto de este tipo. Galliano es así. Un poco chic, un poco excesivo, un tanto gamberro sin caer en lo ordinario.

Pero todo no puede ser perfecto. Nunca lo es. Una vez más desoigo a mi intuición y asistimos a una cena que sé a priori difícil e innecesaria. Soy consciente, desde hace días, de lo que conlleva acudir y que supone tentar la suerte y andar por la difícil línea que separa la contención y el golpe sobre la mesa, como demostración del que la paciencia no es infinita, ni disfrazada y ni en la cruda y desnuda realidad.

Es cierto que en estos días el que se esconde tras un disfraz lo hace como ejercicio de salud mental o como mero divertimento. Lo verdaderamente triste, y me atrevería a tildar de ruin, es aquel que se esconde tras una mascara, aun que sea metafórica, durante toda su existencia y se empeña en mostrar un rostro angelical y tolerante, paladín de una modernidad que desconoce y es incapaz de instrumentar por carencia intelectual y ética manifiesta. No es necesario una indumentaria  a modo de disfraz para sacar lo peor de uno todos los días y conseguir extraerlo también de los demás. El egoísmo y la envidia van de la mano, en muchas ocasiones, como catalizadores para generar el mal rollo y crear tensiones inexistentes como vehículo para conseguir oscuros objetivos, imposibles de descifrar por mentes infinitamente menos retorcidas e intolerantes.

Cierto es, que el que es malo por naturaleza, juega con ventaja gracias a la carencia innata de ética y buenas costumbres. La prudencia, la educación y algunos casos la diplomacia de sus victimas le permiten campar a sus anchas imponiendo la dictadura de la tensión y el silencio educado por respeto a los presentes, tan afectos a la circunstancia como el objetivo de los desplantes.



También es cierto, que en este tipo de situaciones, hay diversos tipos de silencios. Los diplomáticos, los cobardes, los de la ausencia de personalidad y los de la prudencia. Los guionistas y los dioses le reparten a cada cual las virtudes y sus cartas en este juego. Cada cual las utiliza como tiene a bien asumiendo, aunque sea de un modo inconsciente, las consecuencia de sus actos o de la ausencia de los mismos, bien sea por miedo a la discrepancia o por aprobación de la intolerancia.

Lo cierto es que la ventaja de una situación como esta es que siempre tiene fin y que pone al descubierto que se esconde detrás de cada antifaz, la verdadera cara de la miseria humana.

Una vez concluida la desagradable situación y siendo consciente de la proximidad del límite de mi prudencia, tanto John como yo decidimos volver a donde nos sentimos cómodos. El carnaval de la vida. Cada cual que se apolille en su propia prisión de miedos, complejos y frustraciones. Algún día se abrirá la caja para ver si se han convertido en crisálidas o siguen siendo gusanos. Al fin y al cabo, insectos.

Me sumerjo de nuevo en el personaje intentando vencer los efectos del absurdo intento de ofensa, que no duran más allá del encuentro con los amigos de verdad, para mí, y de el reencuentro con el plis play, por parte de John. Mares de gente cubren la Rambla y el Barrio. La música arrecia las olas desenfrenadas de la noche desatada, con la ayuda del alcohol, que desinhibe a las personas y a los personajes. De nuevo vuelvo a ser yo dentro de mi propio personaje. Y mientras los primeros rayos de sol me acompañan de retirada, hago balance de la batalla y me siento victorioso. Tras el tul de mi sombrero se despierta una leve sonrisa mientras retomo mi forma habitual de caminar. Y es que he descubierto que cada día me gusto más tal y como soy. Que he aprendido a respetarme mientras procuro respetar a los demás. Que cada vez me afectan menos las borrascas ajenas en esta, mi travesía vital y que volverá el día tras de la noche, sin lugar a duda.

Abro la puerta desde la que salté al vacío hace unas horas mientras recuerdo aquella frase que me enseñaron de pequeño. No ofende el que quiere si no el que puede. Gracias por hacerme cada día más fuerte.

viernes, 4 de marzo de 2011

Es que lleva el carnaval en la sangre.

Creo no encontrar en mi memoria el principio de la fascinación por los disfraces. Desde muy, muy pequeño me atrajo la posibilidad de enfundarme el uniforme de otro y vivir sus aventuras. Posiblemente me sintiera tan incómodo dentro del mio que precisara huir a otros mares y otras guerras.

El Carnaval, como fiesta, siempre me ha encantado. Me he disfrazado desde que tengo uso de razón y la libertad lo permite, porque he de recordar que no hace tantos años que estaba prohibido. Siempre me han parecido un ejercicio de creatividad, inteligencia, sentido del humor y en algunos momentos una ironía que rozaba la mala leche. En ese punto, y tan solo por unas horas, era donde más cómodo me sentía disfrazado. La utilización del mismo como vehículo de critica y divertimento, sin la vocación de ofender si no de divertir, denota libertad y tolerancia por quien está a ambos lados del pasacalles de la vida carnavalera.



Recuerdo momentos épicos en mi fondo de armario y mis recuerdos. Miguel Bosé en Tacones Lejanos, San Pancracio, Rita Hayworth, Lady Di después de muerta, La reina del hogar, El enterrador que toma medidas, ese gran disfraz de Fallera Valenciana, etc.... y otros que han pasado a la iconografía y la memoria del Carnaval de una generación en esta ciudad. Siempre un paso más que parecía imposible. Rossy de Palma, Carmina Ordoñez.... ¿Quién da más?

Hoy, a escasas horas del Carnaval, me debato entre un sí y un no. Realmente me apetece transformarme en otro yo por unas horas, sobre todo después de esta semana casi de película de Buñuel. Creo, también, que con los años he perdido la frescura y el descaro para plantarme en el Corte Inglés, a las 5 de la tarde, subido a unas plataformas con medias de rejilla y una minifalda de lentejuelas de vértigo. Esto no quiere decir que no me recorra un cosquilleo por el estómago por el solo hecho de pensar en la posibilidad de perder los papeles una vez más.

La vida y el paso de los años, al parecer, nos empujan a una estancia más próxima a lo políticamente correcto y a lo que se espera de uno por parte de esta sociedad anquilosada y con escaso sentido del humor. No estaría bien visto que un reputado profesional se convierta por unas horas en el Hada mala del Frío pero sí que se ponga un traje regional que ni siente ni conoce por el hecho de ser visto en una tribuna oficial.

Al final, el concepto del que nace el Carnaval es el exceso y la transgresión previa a la contención y al recogimiento durante la cuaresma. Un todo vale antes de expiar pecados que la sociedad reconoce como impropios de sus mejores miembros y que se castigan con diferente rasero según quien los cometa.

La verdad que viendo lo que se nos viene encima en los próximos meses, en los que no sabemos lo que es peor, si lo que tenemos o lo que está por venir (crisis, elecciones, cambios por doquier..) realmente apetece liarse la manta a la cabeza, dejar de ser uno mismo por un día y vengarse de la contención, presente, pasada y futura.

Y es que el que nace con el espíritu del carnaval en las venas, ni los años, ni los modos, ni las normas de una sociedad encorsetada, que aparenta ser impoluta y virginal en el estrado y se traviste de fulana sin escrúpulos, vendida a la pasión de los excesos, en la intimidad,  podrán cohibir esas ansias de libertad, creatividad y derroche de tolerancia. ¿Acaso existe mayor muestra de tolerancia que reírse, por unas horas, de uno mismo en la plaza pública mostrando nuestra más cruel y devastadora caricatura?

Feliz Carnaval.

miércoles, 2 de marzo de 2011

El desencanto

Hay algunos momentos en que te envuelve una película que te hace sentirte como un poco más triste, como un poco menos esperanzado. Es como una especie de gelatina invisible que impide notar el aire fresco sobre la piel o la caricia del sol. Nos convierte en seres ralentizados, con ausencia de alegría en nuestros actos o deseos. Eso vendría a ser lo que siento cuando me invade el desencanto.

Hoy es uno de esos días en los que esa sensación viscosa me separa del mundo real. Las cosas y los acontecimientos se suceden a mi alrededor esquivándome para no adherirse a esta sustancia viscosa y de efectos demoledores en el estado de ánimo.

Determinados acontecimientos, casi siempre vinculados con las relaciones humanas, son los responsables de que de repente, se vierta sobre nosotros esta masa casi líquida, transparente y de movimiento casi imperceptible. Se apodera de nuestra superficie  al mismo ritmo que la tristeza y cierta manera de furia muy contenida abarca todo nuestro interior.

Uno piensa que cuando se actúa en línea recta, sin mascaras ni escondites, se merece un trato similar. Pero todo el mundo no afronta las cosas a cara descubierta. La cobardía o la obsesión por la manipulación del entorno lleva a determinado tipo de elementos a carecer de escala ética, valor y otras virtudes que se le presuponen a la gente en la que se tiene depositada la confianza.


Hay gente que se refugia, antes de afrontar su deber, hasta el minuto final con la absurda esperanza de ser salvado por la campana o por una legión de ángeles celestiales que, capitaneados por algún jugador de fútbol que se merezca más estima que tú y haya pasado a mejor vida.

Luego está el vendecabras, aquel que se empeña en que te creas que el mundo se creo en 7 días y el tuvo que ver bastante con el proyecto. Este tipejo suele jactarse, a menudo, de lo inoperante que es la gente que le rodea y de la importancia de su papel de salvador mundial. Es una mezcla entre mesías autoproclamado y charlatán de feria, fanfarrón y desaliñado. Aparte, lo más ridículo de alguien así, es que su necesidad de hundir a su corte para relucir más, como un jarrón barato, lo hace más inútil si cabe ya que no deja de ser el responsable último y único de la elección de la misma.

También esta el canalla explotador. Aquel que carece de ningún tipo de ética o principio que no sea el de conseguir su gloria personal a costa del sacrificio de los suyos. Para mí, este tiene mejor prensa ya que no suele esconderse. Es un capullo integral, pero no lo esconde.

Otro individuo que posee la capacidad de convertirse en foco de generar desencanto es el incapaz entronizado y protegido como si de una especie en extinción se tratase. Ese inútil por devoción, al que le cuesta poner los pies en posiciones alternas en dos lineas paralelas con el fin de avanzar de forma coherente y que genera un recorrido, en forma de avance, respecto a un destino previamente decidido. Este tipo de personajes, al sentirse protegido por un ser superior que siente lastima o divertimento, tiene la desfachatez de desafiar al resto de sus compañeros, sonriendo mientras silba, como si poseyera la inmortalidad. No hay más tonto que el que ignora su condición y se la atribuye al resto.

En determinados días, el tener que lidiar con este tipo de personajes te hace perder la ilusión y ser totalmente vulnerable a los efectos del desencanto. Sobre todo cuando consideras que los susodichos eran propietarios de tu confianza, depositarios de tus aspiraciones y de proyectos comunes.

El momento más amargo es en el que descubres que todo no es un mal entendido ni una mala interpretación, sino una equivocación en la partida. Que tus apuestas se han hundido como la Armada Invencible por el efecto de una tormenta de incapacidad y negligencia manifiesta. Y por primera vez te das cuenta que nadie velará por ti mejor que tu mismo.

En ese preciso momento el desencanto se hace presa de ti. Descubres la decepción personal como una única realidad frente a tu castillo de naipes derrumbado, el cual habías construido en base a ilusiones y proyectos futuríbles y fácilmente truncables en las manos de quien es incapaz respetar la diferencia y la personalidad del individuo. En ese momento, al intentar protegerte del frío abrazando tus propios brazos, descubres que esa desagradable película viscosa del desencanto te recubre por completo.