domingo, 6 de marzo de 2011

Ser mala no es un disfraz

Las vigas golpean sobre mi cabeza como teclas de un piano tenaz e infinito. Las 12 de la madrugada en el reloj de dígitos verdes de mi mesilla. La luz del sol invade hasta mi interior turbulento. Domingo de carnaval, después de la tormenta no encuentro la calma.

Paso la mano por mi cara y primera sorpresa. ¿Y mi barba? La sacrifiqué ayer en pos del look total de un disfraz perfecto y políticamente incorrecto. Sigo recorriendo mis facciones en busca de los restos del maquillaje y el destrozo consiguiente en la almohada. Por lo visto, de madrugada tuve la paciencia y la conciencia suficiente para retirármelo cuidadosamente.

Busco la verticalidad con el objetivo de comprobar si soy capaz de reconocer al que hay tras esta nueva cara. Tras las ojeras y una piel rasurada solo reconozco una mirada cansada que me resulta familiar. Cierta expresión de satisfacción, lejana a la de noche triunfal de otros carnavales, y un fondo en la mirada de resentimiento y malestar.

El sábado de carnaval siempre tiene un componente de provocación, suplantación de personalidad, aventuras que no te pertenecen y afirmaciones que no firmarías en otro foro sin un personaje de por medio.Este año, la verdad es que, determinadas coincidencias me permitieron, en una sola noche, vivir los diversos carnavales de esta nuestra vida en un breve espacio de tiempo.

Tras la comida, me sumergí en el proceso de creación de un disfraz con sello propio. Siempre he detestado los disfraces de compra elaborados con telas inflamables, el diseño de un niño de 3 años y el patronaje de un manco. El hecho de disfrazarse debe de componerse de la creación de un personaje en todos sus aspectos. Indumentaria, actitud, maquillaje, complementos y dialogo. Claro que la multitud, carente de medios, creatividad y tiempo, suele caer en las garras de los chinos y las tiendas multiprecio, inundando las calles de indios, enfermeras putas, monjas brillantes y policías de sexshop.

Entre mi top10 de disfraces más patéticos se encuentran el de monja para tío desgarbado, el de súper héroe 3 tallas más grande que hace bolsas, la categoría de india, bruja, enfermera, policía y hada con espantosas alas de tul sacada de una tienda de material porno, los de época que parecen más una bolsa de pan que un brocado francés. Los de payaso, mexicano y torero de 12 euros también me parecen dignos de multa y detención con cargos. Y si alguno me da verdadero rechazo es el de vaca, con esas ubres de plástico a la altura de los genitales. Y no olvidar el de móvil de Airtel en la era del IPhone, no recuperar reliquias es, en algunos casos, una virtud en el carnaval.

Una vez pertrechado, tras cerca de dos horas de arreglos, maquillaje y adaptación de todos los complementos, me armo de valor y salgo a la calle a la luz de la tarde. Es una sensación como de saltar al vacío, de salir, a bocajarro, a un mundo de miradas que se clavan en mí como si fuera un objeto extraño en el decorado cotidiano. Se dispara mi adrenalina y me sumerjo por completo en el papel. Me transformo, adopto  una pose impropia en mí, otra forma de caminar. Me convierto en un ser altivo y presuntuoso. Quizás lo soy y no lo sabía.



La gente me observa con curiosidad y precaución, con el disimulo propio de quien hace algo incorrecto pero deseado. Los últimos rayos de sol me esquivan evitando una reacción física impredecible. El suelo suena bajo mis pasos firmes apagando el susurro de los comentarios de los viandantes asombrados.

Llego al portal de unos amigos y mi voz también se ha transformado al contestar al telefonillo. Risas, caras de sorpresa, más risas, fotos y más fotos. Intentamos entablar una conversación normal sin que mi personaje se interponga por en medio. Nos vamos a la calle a hacer vida normal mi buen amigo Fernando, yo y mi personaje, John Galliano.

Unas compras entre miradas de medio lado y comentarios estupefactos, a mitad de camino entre el divertimento, la curiosidad y el reconocimiento. Asistimos, Fernando y yo, divertidos a las evoluciones del personaje y nos dirigimos con él a un baile callejero para los más pequeños. Padres con cara de circunstancias, niños disfrazados, música de disco y copas al atardecer. El carnaval siempre fue incorrecto y excesivo. En este momento roza el estar fuera de lugar.

Las coincidencias del calendario nos llevan a la inauguración de una galería de arte. Difícil y divertido convivir conmigo y con el personaje en un cuerpo pertrechado para el espectáculo y el exceso en un mundo de cultura y etiqueta indie pero chic. Mientras yo me concentro en las obras y seguir las apreciaciones de mi amigo, interesado en las mismas, John se encarga de pavonearse y convirtiéndose él en una instalación más de la galería, robando miradas y aplausos a los verdaderos protagonistas, los artistas.

Yo, contento por descubrir un espacio de aire fresco en esta sociedad acartonada. John, algo más contento de sus excesos con el alcohol y la nieblina que le genera su tapafeas. Aireamos a la par nuestra cola de pavo real entre la selecta clientela, entre copa y copa, entre saludo y saludo. Realmente, era la compañía perfecta para asistir a un acto de este tipo. Galliano es así. Un poco chic, un poco excesivo, un tanto gamberro sin caer en lo ordinario.

Pero todo no puede ser perfecto. Nunca lo es. Una vez más desoigo a mi intuición y asistimos a una cena que sé a priori difícil e innecesaria. Soy consciente, desde hace días, de lo que conlleva acudir y que supone tentar la suerte y andar por la difícil línea que separa la contención y el golpe sobre la mesa, como demostración del que la paciencia no es infinita, ni disfrazada y ni en la cruda y desnuda realidad.

Es cierto que en estos días el que se esconde tras un disfraz lo hace como ejercicio de salud mental o como mero divertimento. Lo verdaderamente triste, y me atrevería a tildar de ruin, es aquel que se esconde tras una mascara, aun que sea metafórica, durante toda su existencia y se empeña en mostrar un rostro angelical y tolerante, paladín de una modernidad que desconoce y es incapaz de instrumentar por carencia intelectual y ética manifiesta. No es necesario una indumentaria  a modo de disfraz para sacar lo peor de uno todos los días y conseguir extraerlo también de los demás. El egoísmo y la envidia van de la mano, en muchas ocasiones, como catalizadores para generar el mal rollo y crear tensiones inexistentes como vehículo para conseguir oscuros objetivos, imposibles de descifrar por mentes infinitamente menos retorcidas e intolerantes.

Cierto es, que el que es malo por naturaleza, juega con ventaja gracias a la carencia innata de ética y buenas costumbres. La prudencia, la educación y algunos casos la diplomacia de sus victimas le permiten campar a sus anchas imponiendo la dictadura de la tensión y el silencio educado por respeto a los presentes, tan afectos a la circunstancia como el objetivo de los desplantes.



También es cierto, que en este tipo de situaciones, hay diversos tipos de silencios. Los diplomáticos, los cobardes, los de la ausencia de personalidad y los de la prudencia. Los guionistas y los dioses le reparten a cada cual las virtudes y sus cartas en este juego. Cada cual las utiliza como tiene a bien asumiendo, aunque sea de un modo inconsciente, las consecuencia de sus actos o de la ausencia de los mismos, bien sea por miedo a la discrepancia o por aprobación de la intolerancia.

Lo cierto es que la ventaja de una situación como esta es que siempre tiene fin y que pone al descubierto que se esconde detrás de cada antifaz, la verdadera cara de la miseria humana.

Una vez concluida la desagradable situación y siendo consciente de la proximidad del límite de mi prudencia, tanto John como yo decidimos volver a donde nos sentimos cómodos. El carnaval de la vida. Cada cual que se apolille en su propia prisión de miedos, complejos y frustraciones. Algún día se abrirá la caja para ver si se han convertido en crisálidas o siguen siendo gusanos. Al fin y al cabo, insectos.

Me sumerjo de nuevo en el personaje intentando vencer los efectos del absurdo intento de ofensa, que no duran más allá del encuentro con los amigos de verdad, para mí, y de el reencuentro con el plis play, por parte de John. Mares de gente cubren la Rambla y el Barrio. La música arrecia las olas desenfrenadas de la noche desatada, con la ayuda del alcohol, que desinhibe a las personas y a los personajes. De nuevo vuelvo a ser yo dentro de mi propio personaje. Y mientras los primeros rayos de sol me acompañan de retirada, hago balance de la batalla y me siento victorioso. Tras el tul de mi sombrero se despierta una leve sonrisa mientras retomo mi forma habitual de caminar. Y es que he descubierto que cada día me gusto más tal y como soy. Que he aprendido a respetarme mientras procuro respetar a los demás. Que cada vez me afectan menos las borrascas ajenas en esta, mi travesía vital y que volverá el día tras de la noche, sin lugar a duda.

Abro la puerta desde la que salté al vacío hace unas horas mientras recuerdo aquella frase que me enseñaron de pequeño. No ofende el que quiere si no el que puede. Gracias por hacerme cada día más fuerte.

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