Llegué a él por la recomendación de mi madre, asidua lectora de Gabo. Quizá nuestra vida en Bogotá tuvo mucho que ver para que lo sintieramos tan cercano. Lo descubrí mientras descubría otras cosas de mi mundo de adolescente. Respiraba intensamente sus textos y masticaba escenas con gusto a papaya, dolor y resignación. Envueltas sus historias en una visión irreal de mundo crudamente real, me convertian en un invitado de papel que devoraba, negro sobre blanco, los acontecimientos que se desgranaban con la cadencia de una cumbia antigua con olor a café recien hecho.
Con los años descubrí mi fascinación por otros exponentes del Realismo Mágico. Como agua para chocolate me descubrió el maravilloso mundo de la poesía a través de la cocina mexicana y el amor. Almodóvar y su particular universo fueron un golpe de agua fresca en mi cara, me lo dieron un grupo de monjas yonkies y trastornadas que se encontraban con su tigre Entre Tinieblas. Luego vinieron tantas otras que sin tener ese componente de lo irreal y lo real no dejaban de destilar magía para mí en cada fotograma.
Y descubrí a Tim Burton, y sus maravillosas obras de orfebrería creativa. Nada me ha hecho llorar y reir a la vez como su Big fish, nadie me ha fascinado tanto retrotrayendome a una infancia perdida como él en Charlie y la Fábrica de chocolate y Alicia. La novia cadáver o Eduardo Manostijeras han cambiado la forma de soñar a más de una generación.
Todo esto me lleva a pensar que realmente el mundo real y cotidiano me gusta poco, o por lo menos, un poco menos que aquel que se permite un guiño a la locura, o a lo politicamente incorrecto o sencillamente a lo creativo por que sí, sin mediar euros de por medio.
Creo que por eso me fascina el carnaval, las calles increibles del SoHo neoyorquino, las vacas pastando de lado en cuestas imposibles de Caleao, los cupcakes de Las Manolitas, perderme en el Mercado sin pensar en qué cocinar, leer novelas de distintos autores a la vez, las exposiciones del Guggenheim de Bilbao, las noches en Madrid con Gonzalo y Lolita Versace, perder la tarde en la terraza imposible d un mercado en Chueca, comprar bolas de navidad en las Rebajas de Enero, en Londres.
Sé que en el fondo no pierdo la esperanza que un día llueva miles de flores liquidas mientras descubro un callejón sin salida a través del cual llegaré a donde, sin saberlo, espero llegar toda mi vida. Allí seguramente encontraré la correspondencia del Coronel, a los hijos de Pedro y Tita cocinando codornices con chocolate y rosas, la última función del circo de Big Fish, la sonrisa de Florentino Ariza y las últimas golosinas de Willy Wonka.
Allí no dudo que me rencontrare con quien nunca debí dejar partir, o con quien nunca supe que debía esperar. A quien espero no encontrarme es a todo aquel que no cree que los días no tienen porque ser consecutivos en el calendario, que los horarios no existen y que el dolor no es una moneda para satisfacer al que te demuestra amor. Todo aquel que se ha especializado en crear recuerdos en los demás a base de cicatrices indelebles e invisibles, no podrá atravesar ese muro nunca. Nunca sentirá los besos que se transforman delicias dulces y almendradas, ni el recorrido infinito de las caricias sentidas sin retorno ni posibilidad de clonación. Nunca podrán descubrir la magía de ese momento efímero e irreal en que Ewan Mcgregor y Nicole Kidman te susurran la receta desde un elefante de cristal de colores.
Espero que un día, a la vuelta de la esquina, me encuentre la puerta escondida de mi Realismo Mágico y particular.