lunes, 27 de febrero de 2012

La indignación hace costra, como las heridas

Sábado soleado de febrero, que cae frio cuando muere el sol. No es otro día vulgar. Hoy 35 metros de paseo han cambiado la percepción que tenemos los españoles de nuestra monarquia y de nuestra justicia. Es difícil ver un informativo y no sentir una sensación similar a la de lamer con ansia con cuenco de wasabi.

No sólo la indecencia de los bombardeos sirios mientras las diplomacias occidentales miran de no molestar a nadie. No sólo la indecencia de las mentiras encadenadas y los incumplimientos de las promesas electorales. No sólo la incapacidad de los gobernantes para creer en un proyecto común de Europa sin pensar en salvar su culo, inmenso cuanto menos en algún caso. Aparte de todo esto, tras hacer de tripas corazón con las cifras económicas y los datos del desempleo, tenemos que soportar el diluvio de noticias sobre despilfarros y corruptelas varias que nos asola.

Es difícil mantener la calma ante la indecencia que emana de todas las instituciones que nos gobiernan, e incluso de las que nos protegen. Políticos que roban y malversan que de la mano de una Justicia parcial y manifiestamente injusta son convertidos en mártires de la nueva sociedad dominante. Jueces condenados por investigar a corruptos por sus propios compañeros. Instalaciones multimillonarias sin uso que contemplan como se cierran alas de hospitales, se reducen los servicios sociales, se despiden profesores y se corta l electricidad en institutos.


Y para colmo, cuando los estudiantes se manifiestan diciendo basta ya, la Policía, la cual debe estar al servicio de la población y no de los gustos represivos de otra época de algunos políticos que añoran viejos tiempos de sus padres o abuelos, carga contra el Enemigo. Porras contra libros. Que democrático. Y la delegada de Gobierno responsable de esta actuación la define de proporcionada sin despeinarse. No deb recordar que meses atrás pertenecía al gobierno de un presidente corrupto y mártir que condujo a su comunidad autónoma a la quiebra técnica a base de visitas episcopales y coches de formula uno. Cuanto daño le ha hecho siempre el dorado a esta Comunidad. Nos va mejor cuando lo quemamos.


Es difícil digerir este plato, qu no debería ser de gusto para nadie. Cuesta creer que los responsables sigan gobernándonos con mayoría absoluta. Que sigan dirigiendo nuestros bancos y dictándonos doctrinas y ejemplos éticos a una población arrasada económica y moralmente por sus desmanes. Me resulta indigesto verlos bajar de sus coches oficiales, con atuendos de dudosa procedencia y más oscura intención.P

Y conforme pasan los telediarios y los días, hasta el clima se ha secado y ha dejado de llorar. Y miro al cielo de este febrero seco y bisiesto en busca de señales de la maldición maya. Grito de rabia y mi piel se agrieta al mismo ritmo que mis labios. La indignación hace costra en estas grietas que llegan, profundas, al alma. ¿Merece la pena todo esto?

Mientras Pedro Piqueras nos anuncia una sequía desconocida desde hace 70 años y un déficit mayor al esperado, veo bajar esa cuesta de 36 metros al yerno del Rey, al que se le piden cuentas de millones de euros desviados de una fundación sin ánimo de lucro. No hay nada ni nadie a salvo de esta crisis. ¿Y cual será peor, la económica o la ética?

Empiezo a dudar que ninguna de las dos tenga cura. Y mis costras se grietan de nuevo para llegar al alma. Y pierdo la atención, y las ganas de sonreír, mientras veo la sonrisa del mártir volviendo a ocupar su escaño. Ese que todos pagamos. La sequía evita las lágrimas y acrecienta la furia que me obliga a quitar de un golpe de mando la información.

Y miro al cielo en busca de nuevos presagios y me duelen costras y grietas. Y solamente le pido al Destino que no nos haga inmunes a estos desmanes. Que no nos haga flojos de memoria y que no cicatrice estas heridas sin encontrar la cura a este mal que nos arrasa. Solamente pido que las costras de nuestra decencia pisoteada no se vuelvan tatuajes en la piel de nuestra historia.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Padre, acérqueme aquí ese cáliz!! Y póngale dos hielos!!

Martes de Carnaval, y vivo alojado en el día de la marmota. Lucho por recuperarme de los estragos del Sábado Ramblero y me descubro con las posaderas en los mismos barrotes helados de la misma estación. Parece no haber pasado el tiempo, si no fuese por la ausencia de mi barba y los residuos de resaca que arrastro desde la última batalla.

Mientras espero la llegada de mi tranvía con aspiraciones a más, rememoro todo lo acontecido en el pasado combate. La elección de la armadura con la que enfrentarse a dicha contienda no deja de ser un desafío al Destino y los guionistas. De ella dependerá, en gran parte, el desarrollo de los acontecimientos.

Conocida es, por aquellos que me siguen, mi afición a desafiar lo políticamente correcto los días de Carnaval. Creo que la transgresión debe contar con un dosis indiscutible en esta celebración, pagana y mundana como ninguna. De estas últimas características mi afición. Siempre en el filo de lo provocador a la hora de elegir disfraz,con cierta dosis de mala leche y una cuidada puesta en escena.

Apuro siempre hasta el momento final para decantarme por la opción válida. Los acontecimientos me dan pistas. Con el cuerpo aún caliente de la gran Whitney dudo en retocarme la nariz y darme un tinte de caña de azúcar corporal. Pero la lentejuela buena está cara, y no quiero parecer Regina do Santos. Repaso mis clásicos en espera. Rocío, la más grande, Raffaellla, Jack Sparrow..... Todo demasiado correcto y poco canalla para mis ganas de fiesta. Retomo la idea de la gran dama negra, demolida por la falta de fortaleza, un marido cabrón y unas cuantas drogas de más, unas legales y otras no. No me compensa la operación de nariz, lo siento.

Y de repente, mientras divago, descubro una silueta que me llama desde el lado más oscuro de la memoria. Sentada en lo más salvaje del purgatorio, con su extremada delgadez y su voz de cazallera prodigiosa me susurra "Es que yo no te valgo?? Capullo?" Y suena de repente el Rehab que tan famosa la hizo. La gran Amy Winehouse se ofrece como disfraz.

Mis párpados tintineaban aguantando lágrimas de emoción. Será una gran noche, como cantara el gran Raphael. La perdida de mi barba, mi disfraz diario desde hace años, es un precio justo para todo aquello que me ofrecía la finada Amy para aquella ocasión. Queda un día y muchos chinos que recorren para lograr el look deseado. Debe ser lo suficientemente estiloso para una diva británica y lo suficientemente canalla para una yonkie irreductible.


Tras una complicada elaboración de la idea y la consulta de la iconografía de la diva, vía iPad, me lanzo a la calle a adquirir las piezas necesarias para la transformación. Mi peregrinación por distintas tiendas de todo a 100 y almacenes chinos va cubriendo mis expectativas. Una peluca de India para destrozar y cardar por 5 euros. Un cinturón de polipiel y una extensa colección de tatuajes adhesivos. El sujetador más vulgar y grande del perchero. Unos estropajos como pulseras y unos aros para colgar loros que veremos como colgar de mis orejas de señor de mediana edad, relativamente respetable.

El último almacén de ropa China de poliéster de primera calidad. De un plástico buenísimo. Logro convencer a la dependienta de mi habilidad para introducirme en un minifalda de tablas de la talla M, como si del hijo de Hudini se tratara. Revuelvo, vuelvo, rebusco, busco, entre los percheros en busca de la prenda con la que combinar el esperpento. La encuentro mientras observo como la oriental abre los ojos como Heidi, incrédula hasta sus mismísimos rollitos primavera. Salgo feliz por 10 euros.

Ajustes a las prendas y complementos. Cardo de forma increíble el pelucón. Le añado ganchos imposibles, diademas al tono y una pinza/flor de indiscutible mal gusto. Procedo a afeitarme la barba con cierto pesar. Me encanta llevarla, me siento seguro.

Una vez desaparecida, procedo a confeccionar mi maquillaje. A mitad de camino entre muerta y degenerada rockera. Una base de blancos, unos toques de malva a juego con la falda y los leggins, un pintalabios grotesco y bien perfilado y unas pestañas de vértigo y precio reducido, made in China. Adhiero los tatuajes a mis brazos y torso mientras comienzo a dejar de reconocerme, para enfrentrme al personaje en el que me convierto por unas horas.

Me visto, embutiéndome cual morcilla de cebolla en mi selección de pronto moda low cost. Ajusto mi peluca de gran señora del Soul de última generación y me transformo en otro yo que no conozco y que tantos buenos recuerdos me ha dado, Carnaval tras Carnaval.

Ultimo mis accesorios más canallas. Una bolsa llena de botellas de distintas bebidas alcohólicas vacías, una selección indiscriminada de pastillas en el bolso y una manta, al tono, como prenda de abrigo y posible acampada teatral. Cierro la puerta y a la calle. No sé muy bien donde me quedo yo y a donde se dirige ella.

Encuentros con amigos y desconocidos. Risas, sorpresa, incredulidad. No tengo vergüenza. La debí perder en otro Sábado Ramblero. Cae la noche y despliego lo más canalla de mis encantos teatrales. Siempre sobre la raya de lo sin retorno. Me gusta ser equilibrista entre la imprudencia y el desafío.

Risas, más risas. Como pesan estas malditas botellas. Que frío se pasa con falda. Gracias, señora, su disfraz también me gusta. Uy, perdón, pensé que iba disfrazada. Y llega la última pirueta. Una fiesta benéfica de disfraces de la alta sociedad se cruza en el camino de esta cantante borracha y decrépita que me posee. Y allí me lanzo.

Cruzo un mar de disfraces y músicas pachangueras con paso firme y gesto altivo. La gente me mira asombrada mientras camino fuerte sobre mis Converse, al ritmo del tintineo de las botellas vacías. Este sonido me genera tensión y me da una sed terrible. Varias escalas técnicas antes de llegar al baile de mascaras.

Entro muerto de vergüenza por la actitud desafiante de mi personaje, que cruza el salón con la seguridad que da el disfraz y el anonimato. Veo a Marta que me observa sorprendida y divertida, a la vez. Risas, más risas. ¿Nos tomamos una copa? Las botellas tintinean y mi pelucón asiente. Brindemos es Carnaval.


De repente, un invitado vestido de obispo interrumpe nuestro brindis. Hija, te ofrezco la absolución de tus pecados. Pater, estoy muerta. De lo que viene siendo muerta de verdad. No creo que me haga mucho efecto la redención de mis faltas. Si eso, mejor, acérqueme usted ese cáliz, y póngame dos hielos, su eminencia!! Y no me mire las piernas, que mi reino no es de este mundo y su sobrina le mira con mala cara.

lunes, 13 de febrero de 2012

La extenuante rutina de las escaleras mecánicas

Sentado, en el helado banco de varillas aceradas de la estación, veo el continuo devenir de las dos escaleras simétricas. El espacio es una geométrica estancia de depuradas proporciones. Parece doblada por su eje y calcada en el lado opuesto. El frío invade todo, al igual que la luz. La gente transita, como en esos vídeos de japoneses en los que imitan a las hormigas. Mientras, todo se tiñe del sonido letánico de las escaleras metálicas.

Un minuto me ha separado de mi tren, condenándome a la espera fría y observante. Siempre se pierde los transportes por minúsculas porciones de tiempo. Nadie pierde un tren por tres cuartos de hora. En esta ocasión se ha debido a la minuciosa operación de cirugía relojera a la que una agradable señorita ha sometido, voluntariamente, a mi Swatch. Sólo le pedí cambiarme la pila. Tras quince minutos hurgándolo comienzo a pensar que ha grabado un retrato de su madre, con su diminuto destornillador de precisión suiza, en la carcasa de mi reloj. Me ha cobrado la pila y el retrato, sin lugar a duda. Creo que he colaborado a sacar de la crisis al pequeño comercio.

Mientras las varillas del banco congelan mis glúteos analizo la población flotante de esta estación termino de un tranvía con anhelos de metro. No es toda la que me gustaría. La escasa frecuencia de las líneas no permiten un tráfico endiablado de almas por la misma, muy a mi pesar. Gente que observa la vida pasar, con la mirada perdida en ninguna parte. Gente de todas las edades, de todas las clases, deambulan continuamente por este contenedor subterráneo, comunicado trasversalmente por esas orugas plateadas de letanía sonora. Llegan y se van. Esperan, se suben a un tranvía sigue la vida, su vida.


¿Qué acontece en esas vidas privadas que transitan y esperan? Esas que pierden la mirada en ninguna parte mientras se abstraen en sonido constante que penetra en el subsuelo de la vida real al aire libre, como si de un mundo paralelo se tratase. Observo cada uno de estos universos personales. Me detengo en alguno de ellos, quedando mi mirada prendida en la textura de un abrigo tres cuartos de color indefinido. Reposo, otro rato, intentando descubrir la lectura que absorbe a mi compañero de banco. Revoloteo coleccionando retales de tiempo perdidos en la espera de esta luminosa caja blanca casi simétrica. Pego suposiciones sobre sus destinos en un cuaderno imaginario que siempre llevo en el bolsillo derecho de mis pantalones.

Los trenes llegan y salen. La gente sube y baja sin reparar en este universo casi congelado por el que atraviesan a cierta velocidad y con la mirada anclada en el ranurado metal de los peldaños. La vida viene y se va, mientras la observas pasar como analgésico de la tediosa espera. Miles de vidas que se acompañan o se cruzan en la extenuante rutina de las escaleras mecánicas mientras unas miran al cielo, otras a la escalera contraria y otras al suelo. Todo menos mirarse a uno mismo en esta parada del tiempo en el camino. La vida en esta caja de luz subterránea no deja de ser una partícula diminuta y ralentizada de nuestra propia existencia diaria.