lunes, 13 de febrero de 2012

La extenuante rutina de las escaleras mecánicas

Sentado, en el helado banco de varillas aceradas de la estación, veo el continuo devenir de las dos escaleras simétricas. El espacio es una geométrica estancia de depuradas proporciones. Parece doblada por su eje y calcada en el lado opuesto. El frío invade todo, al igual que la luz. La gente transita, como en esos vídeos de japoneses en los que imitan a las hormigas. Mientras, todo se tiñe del sonido letánico de las escaleras metálicas.

Un minuto me ha separado de mi tren, condenándome a la espera fría y observante. Siempre se pierde los transportes por minúsculas porciones de tiempo. Nadie pierde un tren por tres cuartos de hora. En esta ocasión se ha debido a la minuciosa operación de cirugía relojera a la que una agradable señorita ha sometido, voluntariamente, a mi Swatch. Sólo le pedí cambiarme la pila. Tras quince minutos hurgándolo comienzo a pensar que ha grabado un retrato de su madre, con su diminuto destornillador de precisión suiza, en la carcasa de mi reloj. Me ha cobrado la pila y el retrato, sin lugar a duda. Creo que he colaborado a sacar de la crisis al pequeño comercio.

Mientras las varillas del banco congelan mis glúteos analizo la población flotante de esta estación termino de un tranvía con anhelos de metro. No es toda la que me gustaría. La escasa frecuencia de las líneas no permiten un tráfico endiablado de almas por la misma, muy a mi pesar. Gente que observa la vida pasar, con la mirada perdida en ninguna parte. Gente de todas las edades, de todas las clases, deambulan continuamente por este contenedor subterráneo, comunicado trasversalmente por esas orugas plateadas de letanía sonora. Llegan y se van. Esperan, se suben a un tranvía sigue la vida, su vida.


¿Qué acontece en esas vidas privadas que transitan y esperan? Esas que pierden la mirada en ninguna parte mientras se abstraen en sonido constante que penetra en el subsuelo de la vida real al aire libre, como si de un mundo paralelo se tratase. Observo cada uno de estos universos personales. Me detengo en alguno de ellos, quedando mi mirada prendida en la textura de un abrigo tres cuartos de color indefinido. Reposo, otro rato, intentando descubrir la lectura que absorbe a mi compañero de banco. Revoloteo coleccionando retales de tiempo perdidos en la espera de esta luminosa caja blanca casi simétrica. Pego suposiciones sobre sus destinos en un cuaderno imaginario que siempre llevo en el bolsillo derecho de mis pantalones.

Los trenes llegan y salen. La gente sube y baja sin reparar en este universo casi congelado por el que atraviesan a cierta velocidad y con la mirada anclada en el ranurado metal de los peldaños. La vida viene y se va, mientras la observas pasar como analgésico de la tediosa espera. Miles de vidas que se acompañan o se cruzan en la extenuante rutina de las escaleras mecánicas mientras unas miran al cielo, otras a la escalera contraria y otras al suelo. Todo menos mirarse a uno mismo en esta parada del tiempo en el camino. La vida en esta caja de luz subterránea no deja de ser una partícula diminuta y ralentizada de nuestra propia existencia diaria.

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