domingo, 31 de julio de 2011

En tránsito

El traqueteo del tren parece una letanía en un velatorio de pueblo, en una tarde calurosa de verano. Un número elevado de vagones lo convierte en un gran gusano mecánico que se desplaza sobre los railes relleno de miles de personas, relleno de miles de historias.

En las épocas estivales el exceso de equipaje desborda las estanterias habilitadas y los pasillos. Cientos de bultos se amontonan, de distinto volumen y color, con distinto destino y contenido, pero todos capaces de contar un parte de la historia que mueve en este tren a sus propietarios.

Hay gentes de todo tipo. Extranjeros y españoles. Urbanitas y gente del campo, jóvenes y ancianos. Cada uno con su historia y su destino. Destino ferroviario y destino en la vida. Muchos de ellos tan solo se cruzaran en este tren, nunca más en la vida volverán a coincidir. Algunos, muy pocos posiblemente, coincidirán en el futuro de una manera más decisiva en su vidas. Otros recorren este viaje y el de la vida juntos, desde hace tiempo y con esperanzas de seguir haciéndolo en otro trenes que la Vida les ponga en el camino.

Mi vicio de observador innato me hace colgarme, durante ratos más largos de lo que la prudencia considera inadecuado, del la rutina del resto de pasajeros. Esa pareja joven de enfrente, supongo que con destino a Valencia. Ella lee ensimismada, mientras a ratos sale de su letargo par contemplar alguna escena de la película que ponen por las pantallas. Escucha a través de los cascos la historia desgarrada de un matrimonio francés en el día de su 15 aniversario, mientras se entremezcla con su lectura. Su cuerpo descansa, levemente seseante sobre la butaca, mientras su pareja, él, se encuentra reclinado sobre sus propias rodillas leyendo publicaciones profesionales. Llevan tiempo juntos y no es la primera vez que viajan juntos también, pienso para mí.


Me distraigo por los movimientos ampulosos y bruscos de un británico de porte hercúleo y entrado en años. Se encuentra incomodo en el vagón, incluso diría que en el país. Se ha descalzado y ocupa más espacio del que le otorga la educación y las buenas maneras. Observa a todo el mundo como un ave rapaz expectante. Sus giros de cabeza son contundentes y clava su mirada como buscando un presa. Mientras, ella, su acompañante, duerme enroscada sobre si misma, envuelta en su indumentaria deportiva, inadecuada para su edad. Su rubía melena lisa y uniformemente adiestrada se balance hacía la izquierda con el movimiento del tren, como intentando disuadir al acompañante de los constantes intentos de sacarla del sueño, con absurdos comentarios en un inglés bastante burdo. Casi como su físico, emborronado por antiguos tatuajes de carácter militar que se disuelven bajo las extremidades velludas.

Gente que duerme, que se resigna por la distancia y la incomodidad. Gente que actúa con un cierto gesto de desagrado en la mirada, propio del que se cree superior y fuera de su espacio merecido. Gente que mira el teléfono móvil con tristeza después de un conversación inesperada. Gente que cree que todo el monte es orégano y molesta, sin molestaras en reparar en lo desagradable de su actitud, a sus vecinos de tránsito. En fin, gentes. Dispares, diversas, con educaciones y principios distintos. Con objetivos en la vida distantes, como los puntos que une el tren. Con historias personales e intransferibles, como los billetes.

Mientras el movimiento constante se refleja sobre el calmo mar, con destellos provocados por la puesta de sol, la vida sigue constante. Dentro y fuera de este tren. Dentro y fuera de este mundo. Dentro y fuera de mi mismo. Todos vivimos en constante tránsito, acompañados de centenares de compañeros anónimos que se cruzan, comparten y varían nuestro camino.

jueves, 28 de julio de 2011

La vuelta de la tortilla

Hay veces que la vida da giros insospechados y, de la mano de extrañas piruetas del destino, te sienta con antiguos enemigos, a compartir mesa y mantel. En los momentos previos a esa cumbre gastronómica, tu pasado se proyecta sobre las paredes amarilleadas de tu memoria como si de una película muda se tratase.

De pequeño nunca fuí el Capitán Trueno. Solamente me refugiaba en él las tardes de verano, sentado en el suelo de cemento de la segunda planta de la casa de Polop, releyendo sus viñetas, una y otra vez, que Mila almacenaba cuidadosamente en el viejo aparador de distribuidor. Entre el suave mecer de las hojas de los almendros y las higueras, me imaginaba aventuras lejanas con los protagonistas de este cómic.

Siempre fuí un niño canijo y enfermizo. Mi piel blanquecina estaba salpicada de una cantidad considerable de pecas, que yo detestaba. Nunca tuve facilidad para los deportes y me costaba relacionarme en igualdad de condiciones con mis compañeros de generación. Siempre me movía entre mayores, me resultaban más interesantes. Era un buen observador, con espíritu de esponja. Esta inferioridad de edad me privaba de la personalidad propia, Siempre era el hermano de, el vecino de, el hijo de. Yo no existía como ente autónomo. Era un niño frágil y dependiente.

Esta condición me hacía totalmente vulnerable. Diana fácil para la crueldad infantil y motivo de mofa simplona para aquellos que ya se creían adultos. Nunca me gustó ser juguete de ninguna feria y, mucho menos, bote a derribar de un pelotazo en una caseta cutre y oportunista. No recuerdo mi infancia como una etapa feliz, ni especialmente productiva para mi persona.

Solamente me sentía cómodo, a salvo, entre los mios. Quizás debería decir entre las mías. Eran ellas quien me daban calor, me trataban con cariño y me modelaron mis gustos y habilidades y me enseñaron todo lo que sé.

La casa de Polop era mi castillo, para mis aventuras de cómic y para mi seguridad emocional. Mila y su madre, la Señora Milagros, me dieron junto a mi madre todo lo que yo podía necesitar. Tardes de una vida irreal que el resto no sabía ni que existía ni que hubiera la posibilidad de ser una realidad tangible. Tarde de horno amasando pan y rollitos de anís. Aprendiendo  a administrar la paciencia viendo crecer los tomates entre las cañas cruzadas del bancal. Los tiempos distintos del campo me enseñaron a reconocer la diferencia, la diversidad y a ser tolerante. Los largos paseos entre las fuentes me desarrollaron el respeto al medioambiente y a nuestro patrimonio natural. De un modo natural, trenzaron los mimbres de mi personalidad, desde la intergeneracionalidad. Mujeres de distintas épocas y vivencias que se daban con la generosidad con la que se abren los higos de verano en la higuera.


Y llegaba septiembre. Mi infierno personal. Nunca me considere un niño integrado en el grupo. Más bien fuí la diana de todas las burlas. No pertenecía a su mundo, como sin duda, sigo sin pertenecer. Odiaba mi diferencia. No soportaba destacar. Ni para bien ni para mal. Nunca fuí un buen estudiante. Era vago y desastrado. Solo mi inteligencia jugaba a mi favor. Salvaba con facilidad los escollos que no tenían que ver con demostraciones de fortaleza física. Estas me convertian en presa fácil para la mofa y el escarnio de una futura generación de gallitos de corral. Sólo me sentía cómodo refugiado cerca de ellas. Las de verano y las de invierno. ¿Verdad, Marijose?

El tiempo pasó y crecí. Mis pecas se quedaron por el camino al igual que mis complejos. Los vencí el día que aprendí a quererme a mi mismo más de lo que esperaba que los demás hicieran. Me enfrenté a mis demonios, externos e internos, asumiendo mi verdadera realidad. Me hice fuerte para ser yo, sin renunciar en ningún momento a mí mismo y a mis orígenes.

Decidí, no sé si para bien o para mal, partirme en dos. Mi Yo público y mi Yo privado.

Mi Yo público crecía de una manera desbordante. Era extrovertido, con don de gentes, con ciertas habilidades sociales que le permitian moverse con soltura. Desarrolló un ingenio del que carecía en sus orígenes, o que al menos yo desconocía poseer. Ere ágil, incisivo, educado, cariñoso y lo suficientemente distante para que no se le descubriera el dobladillo.

Mientras tanto mi Yo privado seguía combatiendo en su soledad interior con sus demonios e inseguridades. Poca gente conocía de su existencia y, probablemente, no había percibido la dualidad. Quien lo conoce realmente, dice que el privado es mejor persona por que es verdad. No seré yo quien lo discuta. Lo que es cierto es que es realmente como se ve. Desnudo y sin artificios. Inmensamente más frágil y vulnerable.

El tiempo me ha llevado a mantener mis dos caras, como buen Géminis. A veces se distancian tanto que me cuesta reconciliarlas, incluso compaginarlas. Algunos han sido capaces de reconocerlas, llegando a reprocharme su existencia. Estos toques de atención los he de agradecer. Me anclan los pies en la tierra. Me devuelven a la realidad de mi única personalidad. La cierta, con sus luces y sus sombras.

Hoy, treinta años despues de las tardes de patio de colegio que tanto detestaba, tengo que volver a sentarme con algunos de ellos. Realmente no sé si me apetece. Yo no tengo nada que ver con aquel niño huidizo y pecoso. No sé si tengo nada que ver con ellos. En todo caso, a esta cena, iría mi Yo público. El privado se quedará en el sofá, protegido entre sus piernas recogidas, leyendo un viejo cómic del Capitán Trueno que compró en algún rastro.

miércoles, 27 de julio de 2011

La extraña luz de las mañanas de julio.

27 de julio, 10 de la mañana. Esa extraña luz que desprende el verano incipiente de este año invade lentamente la estancia. Sonidos urbanos, olor a tráfico. Se desvanece el fresco despertar propio de estas mañanas. A estas alturas del año, la rutina se convierte en una daga que parece permanecer clavada entre los costillas, en el costado, y que no te permite respirar. Los momentos se aletargan, estirandose como un chicle, convirtiendose en una letanía de insoportable sucesión de vacios de interes.

El tiempo, que se reproduce exponencialmente, da cabida a todo tipo de pensamientos y posicionamientos. Hacemos balance de lo bueno y malo. Hacemos recuento entre las filas de los adeptos y los estimados, descolgando lágrimas involuntarias y rebeldes por los ausentes. Diseñamos, en bocetos casi espasmódicos, propuestas para un futuro mejor. Imaginamos escenários irreales donde desarrollarnos en libertad, sin complejos. Cualquier proyecto venidero será mejor, pensamos, sustrayendole el valor y el mérito a todo lo que hemos conseguido por el camino.

El calor va en aumento y las reiteradas llamadas telefónicas te sacan de tu asamblea emocional para devolverte, por unos momentos, a la tierra. Esa Tierra que alberga tus raices reales y emocionales. Esas que te dan fundamento a la vez que te lastran. Te convierten en cautivo de ti mismo y te fortalecen frente a los avatares de la vida. Quien reniega de ellas no tiene historia ni herencia. No tiene nada, pero nada le ata. La libertad absoluta la da la capacidad de volar libre sin ataduras ni lastres. Poder ser uno mismo donde quiera en cada momento, sin considerar inconvenientes emocionales o geográficos.

A veces pienso, y es lo malo de tener tiempo para pensar, que no es justo vivir siempre sobre la maroma. Siempre pendiente de esa espada de Damocles que supone lo que eres y lo que quieres ser. En algún momento, y lo malo es no saber cual es, habrá que decidir ser un cobarde resignado en brazos del destino o un valiente descerebrado, empeñado en modelar el futuro a su propio antojo.


Esta decisión, con certeza compleja, nunca está totalmente en nuestras manos. Tienen mucho que decir en ella nuestros guionistas, los Dioses griegos y egípcios, el Destino y los astros, toda esa casta de políticos, que juegan a ser mayores y listos con el futuro de los ciudadanos, y un par de variables aleatórias dificiles de definir.

Mientras valoro todas estas cuestines el calor se va colando por la ventana, geométricamente encastrada en la fachada blanca del Auditorio. La luz se hace intensa, inmediata. quema toda imagen, como aquellos fotogramas maravillosos de Lucía y el Sexo. Es lo que tiene el Mediterráneo. Intenso en verano y calmo y suave en invierno. Nuestro caracter se ve claramente influenciado por este mar y esta luz que nos hace percibir el mundo de otra manera. No es en sí una barrera, sino un camino. Es la senda que abre ventanas hacia la libertad personal y de pensamiento.

Lejos de esas luces decadentes y amarillentas de los bosques cántabros, que tanta paz generan al visitante y tanto ahogan al residente, nuestra luz es un canto a reinventarse en cada momento. Es un escalera que progresa sin apenas desnivel y sin dejar de hacerlo de un modo constante, a la vez. En ella, nuestra luz, puedes flotar, liberandote de las raices que te anclan a la Tierra, dejando caer los brazos y la cabeza hacia atras. Ella nos eleva, nos hace libres y tolerantes. Nos permite descubrir nuevos caminos y alumbra, constante, el nacimiento de nuevas vías y proyectos. Ella y el mar nos dan la libertad para ser nosotros mismos.

Mientras tanto, desde la costa, casi borrado por el fulgor de una luz en su máximo esplendor, observo el mar. Azul intenso y calmado. Azul camino de libetad. Azul indistinto entre agua y cielo. Como si del canto de las sirenas de Ulises se tratase, el color embelesa mi conciencia. Me enreda en sus redes de polifónica caricia. Me eleva, sobre la espuma blanca casi imperceptible, sobre la arena dorada de ritmo amable. Y susurrandome al oido me canta "Caminante no hay camino, sino estelas en el mar..."

lunes, 25 de julio de 2011

La cobardía como arma de destrucción masiva

Cada movimiento de mi cuerpo hoy se lastra de un peso impropio. Me cuesta mirar con cierta alegría propia de la época estival. Hoy mi ánimo no se corresponde con el ritmo agitanado y divertido de los geranios del balcón de enfrente.

Nunca me resultó fácil enfrentarme a situaciones de cobardía. No me gustan. Aunque a veces he caído en ellas, debidas a falsos miedos o ausencia de responsabilidad, en el mundo laboral. En el terreno personal, el de las relaciones humanas, la cobardía creo que no debería tener lugar. Es tan repugnante como la traición.

El cobarde, al igual que el traidor, actúa con la impunidad que le permite la confianza depositada. Nunca es culpa de la víctima, que en un exceso de buen fe y, quizás, ausencia de cautela, cree que la persona, el igual que se encuentra enfrente, juega con la misma baraja y al mismo juego.


El cobarde, suele tener miedo al compromiso o a las situaciones comprometidas. Nadie dice que el mundo de las relaciones personales sea un campo de amapolas, bucólico y de bella estampa. No es fácil enfrentar determinadas decisiones, bien sean para emprender una nueva etapa en la vida o para concluirla. Pero nadie dijo que lo fuera cuando comenzamos este juego, en el que la Vida y los guionistas se empeñan en escondernos el libro de instrucciones.


El hecho de no pasar un mal trago empuja al cobarde a sumir al contrario en un oscuro laberinto de preguntas y especulaciones. La huida abre un abismo de dudas en el espacio que deja abandonado. Tanto el físico como el emocional. Por evitar su sufrimiento personal, multiplica exponencialmente el mismo en los que sufren su cobardía. En vez de minimizar los daños colaterales en ambos lados, afrontando las situaciones de un modo adulto y razonado, prefiere arrasar las emociones del contrario. Es la ventaja de correr sin volver la vista atrás, característica bastante común en el mundo del gallina cagao. Ojos que no ven corazón que no siente. Si es que un cobarde puede ser capaz de tener sentimientos más allá del pánico y el miedo.

El único error que comete la víctima, aparte del exceso de confianza justificado por la buena voluntad, es el llegar a pensar que el que huye tiene algún motivo, por remoto y peregrino que parezca, para no dar ningún tipo de explicación y salir corriendo como gacela que se esconde del león en la sabana africana. No se puede pensar que el cobarde actuará de un modo coherente. La cobardía no es más que otra forma de egoísmo. No deja de ser una versión rústica, y sobradamente contrastada su eficacia, de arma de destrucción masiva en lo emocional.

domingo, 24 de julio de 2011

Ser del montón, esa bendición

La Vida no siempre es fácil, y menos si tienes el extraño reto de ser alguien en ella. Nos empeñamos en marcarnos metas, conseguir escalones dentro del escalafón social y profesional, en crearnos una imagen y un nombre. ¿Y todo eso para qué? ¿De qué nos sirve? Lo único que se me ocurre es la busqueda de alimento para el ego personal, disfrazado de superación y triunfo.

A veces veo esos triunfadores de la vida, perfectamente acicalados, de movimientos perfectamente estudiados y formas encorsetadas y contenidas, como se mueven por el mundo con ese aire de superioridad impostado y cierta mueca de sacrificio que se atisba en el fondo de su mirada, cuando se dignan a cruzarla con la tuya directamente.

Pienso, entonces, en lo duro de su sacrificio constante. Reparo en la tortura de la perfección autoimpuesta. Observo detenidamente su trayectoria, como quien observa un experimento de laboratorio, y saco mis conclusiones detenidamente. Realizo comparaciones inevitables entre su rutina y la de la vulgaridad.

Con lo bonito y lo fácil que resulta ser del montón. Es una decisión totalmente liberadora. Una actitud de vida que desprende energía positiva con la misma eficacia que una central nuclear desprende mal rollo en la costa de Japón. Ser vulgar es una apuesta segura por la libertad de pensamiento y acción. Garantiza cuotas de felicidad imposibles de alcanzar mediante el autocontrol y la superación personal en pos del éxito personal y social.

Analicemos punto por punto en lo que me baso para pensar de esta manera.

Por ejemplo, la indumentaria y la imagen personal. Todo aquel que pretende ser algo o alguien en la vida vive, desde pequeño, torturado por los dictados de la moda y de lo políticamente correcto. Siempre pendiente frente al espejo por si las texturas y colores de las prendas, que eligen diariamente para enfrentarse a la trinchera de la calle, combinan adecuadamente y te pueden alzar a los altares de la elegancia.
El del montón no sufre esta presión ni este tipo de conflictos. Puede utilizar perfectamente la camiseta de su equipo de fútbol preferido para cualquier actividad de su vida cotidiana. Bajar la basura, acompañandola de un pantalón corto de pijama, raído y más bien cagaero (dicese de esa prenda que cuelga por debajo de la parte donde la espalda pierde su noble nombre, como si te hubieras jugado y perdido a las cartas ese trozo de anatomía. Más propio de los varones casados y sedentarios. Suele ser adquirida por la madre del varón para desespero de la cónyuge). También la puede utilizar para salir un fin de semana con los amigos de copas, incluso en presencia de novias y esposas, pintadas como loros y encaramadas a piezas de calzado blanco de polipiel de dudosa procedencia. Puede ser utilizada para tirarse en el sofá, mientras se sincroniza la visión de eventos deportivos y los rozamientos rítmicos y sonoros, por encima del pantalón del pijama, de los genitales.


El vulgar no distingue entre ropa de mañana tarde y noche. Simplemente clasifica las prendas por su utilización vinculada con la climatología. Calor es igual a bermudas y frío a forro polar. Igual que no le da importancia a la procedencia de la prenda. Una camiseta de publicidad es igual de válida como prenda de vestir que un polo de marca. Las dos tienen manga corta. Los colores tampoco son importantes. Todo se puede poner con todo siempre y cuando no genere descargas eléctricas o reacciones químicas impredecibles.

Otro punto es el ocio y el entretenimiento. Mientras el que aspira en la vida a un puesto en la memoria o el respeto colectivo debe seleccionar detenida y minuciosamente su menú, el chungo no necesita de este tipo de tamices. Todo vale y cuanto menos hay que pensar más interesante es. No necesita de documentales culturales ni sobre naturaleza. Sus películas de culto no deben aspirar a que su guión compita en calidad con grandes obras literarias. Solamente debe acumular artefactos tecnológicos que puedan provocar grandes desgracias, catástrofes naturales, siliconadas con escotes de vértigo y ciclados capaces de repartir leña a diestro y siniestro, siendo capaces de repetir con cierta coherencia cuatro lineas de texto. También sirven las películas de pandilleros, tetas, alcohol y humor escatológico.

En cuanto. La televisión, pan y circo es su dieta. La cadena amiga nutre durante toda su parrilla de carnicerías en directo, degradaciones de la autoestima y la ética previo paso por caja y realities donde elevar a los altares a los mejores del club de la mediocridad. En este punto, los chungos coronados corren un gran riesgo. Querer ser alguien entre el montón. En ese momento se quiebra el equilibrio entre las fuerzas de la naturaleza y nace Aida Nizar. Desde ese instante todo por lo que hemos luchado y hemos conseguido comienza a resquebrajarse. No es la crisis mundial el peligro. El verdadero temor lo debemos tener a los chungos que quieren ser alguien de repente. No voy a citar más ejemplos pero todos tenemos algunos en mente dentro y fuera de nuestras fronteras.

Como último punto de análisis tomaremos la alimentación y la cultura gastronómica. Para uno del montón, cultura gastronómica es el número de take aways que es capaz de recordar, así como los tiempos necesarios para calentar en el micro las distintas marca de precocinados. Las sensaciones que cuentan para ellos es la de saciedad y el indice de grasa por centímetro cúbico. Lo importante es el más es más. La calidad no cuenta si hay cantidad. Eso libera de mucha presión sobre la idoneidad de los ingredientes, la elaboración y el fascinante mundo de la presentación. Qué necesidad hay de perderse en unos Aromas de mar sobre arena de tuétano de buey y reducción de mollejas y chistorra pudiendo pedir el nuevo XXL del burguer de moda. A la parrilla.

Visto lo visto, no sé en que momento decidimos someternos al autocalvario de la superación y el cultivo de la mente y el alma. Qué nesesidad había de querer salir del barrio para ser alguien con lo bien que se vivía, sin preocupaciones ni aspiraciones, siendo el hijo pequeño de los de la tienda de comestibles. En qué desafortunado momento se atraviesa la barrera, se decide dejar de ser del montón, uno más, para someterte a este castigo divino, a esta constante lucha con uno mismo y con tus instintos primarios. ¿Por qué quien no tiene una camiseta vieja, de propaganda, que es su preferida para estar por casa, llena de agujeros y desbocada por todas sus aberturas? ¿ A quién no se le han alzado las comisuras, en algún momento, ante un comentario hiriente de un tertuliano o presentador del Sálvame? ¿Quién no ha bajado nunca a la vía pública en pijama?

El que esté libre de pecado que tire la primera piedra.

miércoles, 20 de julio de 2011

Obituario para un tibio

Hay días que, sin pretenderlo cuando nacen, cambian la Historia. Hoy es un día de esos. Un día como otro cualquiera en el que se hablaba de crisis, de corrupción, de imputados y de corbatas en el Congreso, pero sin más euforia que en otros días similares ya vividos en los últimos años. Hoy realmente había una luz especial. Como la de las grandes tardes de toros. En las que los trajes de luces brillan desafiando a la tragedia, mientras suena música de banda y flota en el aire olor a azahar y hierbabuena.

En este tipo de día como otro cualquiera, en el que solo los videntes e iluminados predicen la tragedia, se suelen ir los más grandes. ¿Quién pensó entre las filas de Al Capone que caería por una absurda falta de rigurosidad en el pago de los impuestos? ¿Quién predijo que la abejita Rumasa volvería a caer en picado, como si del vuelo del moscardón se tratase, por un quitame allí esas pajas con un banquero de pro? ¿O quién pudo pensar del circulo de nuestro difunto que los trajes a medida le sentarían mucho peor que a su predecesor?

Reconozco que no se le debe desear la muerte a nadie, incluso la política. Que no se debe brindar nunca por el mal ajeno, y menos celebrar la desgracia del rival, aunque juegue en tu equipo. Pero alguien me enseñó, que en política, Roma no paga traidores. La vida también me enseñó que el que muerde la mano que le da de comer, pronto o tarde, paga su factura. También aprendí que el que escupe al cielo le cae en la cara, por lo cual pienso que nunca hubo tanta demanda en el Levante español de paraguas en julio.

El difunto en cuestión no me era extraño, ni a mi ni a nadie de los que me rodean. Digamos que se había hecho un huequito en nuestros corazones y en nuestras oraciones. Se le coge cariño a un perro. Ha estado presente en nuestras vidas en los últimos años, a veces más cerca y con más presencia de la que nos hubiera gustado. Será difícil olvidar algunos momentos que ha dado para nuestra memoria colectiva. Me recuerda en cierto modo a los hermanos Andersen, reputados autores de cuentos. Ellos también hablaban de sastrecillos valientes, del traje nuevo del Emperador, de patitos feos y de cuentos varios.

Mi relación con el finado fue más cercana de lo que se podría esperar de un pobre administrado, de no ser por mi condición laboral. Alguien que tenía predilección por los grandes fastos, reunía muchas papeletas para cruzarse, en diversas ocasiones, en el camino de un organizador de eventos. Nos hemos visto en diversas ocasiones, un puñado de ellas, y con circunstancias muy distintas. Ahora haciendo balance veo que algunas fueron premonitorias y no supe ver, dada mi incapacidad como visionario, las señales escritas en el cielo. En alguna ocasión también estuvieron a punto de estar escritas en una pantalla de leds de quince metros.

Siempre me llamó poderosamente su forma de vestir. Primera de las señales. Esta le llevaría a la tumba. También lo hacía su manía de frotar sus manos mientras hablaba. No podía evitar acordarme del malo de los Pitufos. De hecho creo haber visto, cerca de él en alguna ocasión, un gato negro. Me fascinó siempre su control de los tiempos y su oratoria, incluso para conseguir no decir nada después de cinco minutos en un atril, administrando perfectamente los segundos que dedicaba a cada zona de su audiencia.

Lo ví bajo la lluvia, en una noche tormentosa, con su sucesor mientras les cantaba un coro villancicos. Otro chaparrón sufrió una mañana en Orihuela, tu pueblo y el mío, que decía Miguel Hernández en la elegía a su amigo muerto. Hemos inaugurado, cada uno a su lado de la delgada linea que separa al administrador del administrado, decenas de espacios y edificios que lo recordaran en placas premonitorias de su futura lápida. Abrió, de forma virtual, las tierras de Elche el día que conocimos todos, a través de la prensa, el amor que profesaba a sus amigos del alma. Fue ese día premonitorio el montaje de la Fura. Torres más altas veremos caer.

La última vez que lo vi fue tomando posesión de las nuevas tierras conquistadas. Vino con todas sus huestes, que parecían la Cabalgata de los Reyes Magos. Nunca se vio tanta variedad de color entre sus tropas ni se respiró tanta mentira que quería perpetuar lo insostenible. No fue justo, ni elegante. Orinar en las heridas del derrotado tiene un precio, si este último no está muerto. Quien a hierro mata, a hierro muere.

Digamos, para cerrar este balance, que no siento lastima ni pena. Creo que hay muertes necesarias y que la Justicia, aunque a veces elija caminos complejos, acaba prevaleciendo. Siempre me han gustado los refranes por su componente de sabiduría popular. Se me ocurren varios que podrían ilustrar la anotación de hoy en nuestra Historia.

Muerto el perro, se acabó la rabia

No hay mal que cien años dure

A rey muerto, rey puesto

Como dice el himno de esta nuestra Comunidad, que parece, a veces, por el modus operandi, más una de vecinos que otra cosa, cantemos

Para ofrecer nuevas glorias a España, todos a una vez, hermanos, venid
Ya en el taller y en el campo resuenan
Cantos de amor, himnos de paz.

martes, 19 de julio de 2011

La amenaza de los mercados siniestros

Cada día resulta más complicado leer un periódico o ver un informativo de la televisión sin que te entre un pánico atroz y emanen las ganas de salir corriendo hacia el cajero más cercano y sacar todos tus ahorros, sin que se entere el banquero, y esconderlos debajo de un ladrillo o en el interior de la funda nórdica.

Yo me declaro abiertamente analfabeto en cuestiones financieras. Y no hay nada que genere más miedo que el desconocimiento. Yo me declaro totalmente desconocedor de los mercados y sus oscuras intenciones. No sé si son señores de traje gris cruzado, maletín rígido de Samsonite y mente perversa, refugiada en una cabeza sin rostro. No sé si son orcos escapados de una novela del Señor de los Anillos y que amenazan la Paz mundial y las cuentas de los Estados de bien en beneficio de los Reinos del Mal.

Todo esto me suena a ciencia-ficción y a cómics de Marvel. Empiezo a mirar hacia todos los lados, buscando desesperadamente con la mirada por donde va a aparecer Spiderman, colgado de su teleraña, para derrotarlos y devolver el equilibrio al sistema capitalista y bancario, que tantos disgustos nos depara y que nos permitía, hast este momento, vivir en una burbuja de felicidad e ignorancia totalmente ficticia.



¿Quién se esconde detrás de esos entes sin forma ni mirada conocida? ¿Quién tiene ese poder y ese estómago para poner en jaque el sistema económico mundial, dejando con el culo al aire la incapacidad demostrada y manifiesta de los gobernantes europeos? ¿Qué extraños intereses y beneficios personales pueden reventar el futuro de un generación, abandonada a la ineptitud de sus políticos y su demostrada falta de visión de Estado, y poner al borde del abismo el estado de bienestar de millones de personas con extraños juegos financieros, más cercanos a la ruleta rusa que a la ética profesional?

Mi analfabetismo financiero me impide comprender esta situación, me impide compartir determinados comportamientos y políticas y me impide creer, por un momento más, en la voluntad de crear un supraestado europeo, fuerte, solidario y con visos de consolidación en el tiempo y el espacio común.

Solo sé una cosa. Que detrás de esos seres amorfos e irreconocibles se esconden los culpables, en parte, de esas colas infinitas donde la gente se juega su última oportunidad de tener esperanza. Culpables de destruir el tejido empresarial y el comercial, ahogando las vías de financiación y los proyectos de los nuevos emprendedores. Culpables, en parte, de la muerte de la ilusión y de la esperanza. Responsables de la indignación que brota en nuestra sociedad, de modo transversal, sin saber de clases ni generaciones.

Y qué podemos esperar ante este dantesco y sombrío escenario? Venganza y acción. Necesitamos de la ayuda de nuestros superhéroes. Sean políticos, ciudadanos de a pie o meros dibujos en blanco y negro. Los necesitamos a todos. Necesitamos derrotar a estos entes carentes de forma y rostro, pero borrachos poder y avaricia, que están poniendo en peligro la vida cotidiana de nuestro mundo, tal y como la hemos conocido hasta ahora. En nombre de los que no tienen voz, de los que heredaran nuestro mundo y de nuestro propia dignidad como personas, ciudadanas de estados libres democráticos y soberanos. Solo queda una opción. Victoria o muerte. Porque no todo vale y no se puede permitir que la nada, por muy mercado que sea destruya la felicidad, el futuro y los proyectos de todos.

miércoles, 13 de julio de 2011

En qué momento aprendimos a comer basura?

La tarde es plomiza en la más amplia dimensión de la palabra. Pesa, es densa de respirar. Su humedad casi tóxica me recuerda a las novelas de Garcia Marquez. Mi estado de ánimo se contagia de este color indeterminado que se derrite desde el cielo.

Este verano está siendo extremadamente extraño. Ni parece verano. La alegría propia de la estación se ha quedado colgada en alguna percha de las prendas de entretiempo. Solamente este soporífero bochorno y los anuncios de helados nos anclan al calendario real. Reconozco que mis circunstancias personales influyen bastante en esta percepción.

No son buenos tiempos para la lírica, que cantaba German Copini por los ochenta. Mi sociedad más cercana vive inmersa en un espectáculo casi de canibalismo social, incomprensible entre hermanos, o por lo menos correligionarios. No me gusta lo que veo ni las formas. En ocasiones me producen nauseas los actos y las consecuencias. No se miden las mismas. El fin, de dudosa catadura ética y moral, justifica los medios en esta orgía de odios, rencores y parcelas de poder deseadas aun siendo incapaces de administrarlas. No todo vale, señores, no todo se puede justificar, sin provocar, por lo menos, la estupefacción del observador ante esa andanada flatulenta de despropósitos y venganzas.


Intento distraerme para paliar los daños de los hechos en mi retina y en mi memoria. Enciendo el televisor. Programación estival de tarde. Carnicería gratuita. Charcutería de sentimientos y miserias personales sobre los que se banaliza a 10000 euros la intervención. Todo vale por dos puntos de audiencia. Destrozar la reputación de alguien, airear los cajones oscuros de un matrimonio roto, encumbrar a la peor de la hetairas que ha dado este país. Permanecemos en nuestros sofás, a medias aplastados por el bochorno climático, y a medias por el mediático.

Nuestra condición de animales racionales nos hace debatirnos entre las ganas de vomitar y la curiosidad morbosas hacia saber hasta donde se puede humillar alguien sin autodestruirse como las bombas de los cómics de Mortadelo y Filemón. El entrenamiento de años en este tipo de espectáculos catódicos nos hace elevar nuestro limite de permisividad hasta un punto insospechado hace años, incluso solo meses. Qué seremos capaces de ver en directo, por morbo o por tener tema de conversación durante la parada laboral para el almuerzo?

¿En qué momento de nuestras vidas aprendimos a comer basura, dentro y fuera de nuestros hogares? ¿Donde está nuestro limite para decir basta y detener esta espiral de destrozos en nuestra cultura y herencia ética? ¿Qué más vamos a consentir, el retorno al Circo Romano y sus fieras? Quizás la próxima temporada, o campaña electoral, vuelvan las quemas de brujas en plaza pública y las lapidaciones.

Apago el mando y me quedo en silencio mirando la pantalla negra que parece descansar. Me da asco. No lo puedo remediar. No sé si me resulta más incomodo la sensación pringosa del bochorno climático o el regusto a vómito que me genera las visiones y hechos de los últimos días. No me gusta.

No tengo claro si soy un bicho raro, pero ante momentos como estos eligo la diferencia.

lunes, 4 de julio de 2011

La Boda Real

Llevo horas, quizás días intentando resistirme a sentarme delante de la pantalla desnuda y perpetrar este post. No me gusta la idea de volver a los inicio de este blog, a su prehistoria, la crónica social. Pero hay acontecimientos que uno no puede evitar comentar. Aunque sea en clave de cuento infantil.

Desde hace siglos, junto a las mansas aguas del Mediterráneo, existe un pequeño reino de ensueño, donde todo el mundo es rico, entiende de formula 1 y tiene yate. En este paraíso, sobre todo fiscal, su Rey y su bella esposa, que vino una primavera de más allá de los mares, de donde venían las películas de indios y vaqueros, tuvieron tres vástagos que podrían haber querido ser vástagas, seguramente.

La mala fortuna se mezcló por igual con la mala cabeza en esta familia, y la desgracia y el infortunio se cruzó en su camino. La bella reina comenzó a peinar canas y a perder la sonrisa gracias a las aventuras de todo tipo en las que los/as príncipes/as se embarcaban. Tenistas, gígolos, golfos, chulos de piscina, guardaespaldas y funanbulistas incrementaban la larga lista de muescas en los cabezales de las camas reales. La belleza de las herederas no era suficiente para ocultar su conducta disipada y caprichosa. De ninguna de las tres.

Una mala curva y un coche se llevó por delante la belleza y la vida de la Matriarca. Dejó un legado de imágenes en blanco y negro, un decálogo de las pautas de la elegancia y la tristeza eterna en su marido. Las herederas quedaron desconsoladas. Las tres. Y cada una quiso apagar su dolor a su manera.

Una se convirtió en el icono de belleza que dejó vacante su madre, sin llegar nunca a llenar el vacío por completo. Otra cantó, diseñó bañadores y se lió con todo aquello que resultaba inmoral, ilegal o engordaba. La tercera, que no se sabia si era de Pinto o de Baldemoro, aunque se vestía de pinteña por los pies, se dedicó a sembrar el mundo de bastardos para acallar los rumores de aquella esquina. Se dejó fotografiar, como grandes amigas, con todas las top models del panorama de final de siglo y alguna del inicio. Debe ser duro vivir dos vidas en una sola, vestido de militar queriendo ser Marta Sánchez.

Y los años pasaban y se casaban y descasaban menos la que tenía que hacerlo para perpetuar la dinastía. Alguna se quedó viuda, otra se quedó cornuda a la vista del mundo. Mientras tanto la heredera perdía el tiempo, el pelo y la cintura a la misma velocidad que aumentaba su nómina de escarceos de toda dirección y sabor.

El triste rey murió y el trono se quedó huérfano de línea sucesoria. Los ojos del mundo y del papel cuché se fijaban, como buitres ansiosos de sangre fresca y dulzona, sobre la joven heredera de traje militar, calva reluciente y realidad oculta. El que dirán y las formas reales desembocaron en un compromiso nupcial que olía a cartón piedra casi tanto como este decorado de opereta al borde del Mare Nostrum.

Busco alguien con quien compartir su vestidor real, el mismo ancho de espalda garantizaba lucir por igual un palabra de honor de Armani Priveé que una casaca de los carabinero. Muy trendy y tremendamente ambiguo. Morbo y portadas aseguradas en una corte que vive de su constante visualización exterior, bien sea a través de los kioscos o de las crónicas reales y catódicas.

¿Pero alguien le pregunto al clon si quería ser primera dama, o en el peor de los casos primera amiga, a costa de pagar cualquier precio? Todo esto no era más que una manera de garantizar que el show debía continuar, que el decorado daba para unas cuantas óperas màs y los habitantes del reino no debían sufrir por sus yates ni su vida de algodón de azúcar.

Mientras se celebraban los fastos reales, con un entorno casposo y antiguo, en el aire se respiraba una densa tensión, que no tenía nada que ver con la sexual ni la pasión, tal y como la conocemos el resto de los mortales. Ese decorado de cafetería de barrio venida a más escondía la tristeza de la víctima tras un traje de chaqueta azul, que le perpetró Chanel, más como una venganza que como un favor.

Y por más que lo intento me veo incapaz de meter en ningún momento de este cuento ni el banquete de perdices ni la fantasía de los cuentos de hadas. Tiene esta historia más componentes de pesadilla que de sueño romántico de princesas y príncipes. Más que a calabazas y ratones, suena a banda sonora de Barbra Streisand y Village People. Y que sean felices y les pille confesados aunque sea en el patio del palacio.