miércoles, 27 de julio de 2011

La extraña luz de las mañanas de julio.

27 de julio, 10 de la mañana. Esa extraña luz que desprende el verano incipiente de este año invade lentamente la estancia. Sonidos urbanos, olor a tráfico. Se desvanece el fresco despertar propio de estas mañanas. A estas alturas del año, la rutina se convierte en una daga que parece permanecer clavada entre los costillas, en el costado, y que no te permite respirar. Los momentos se aletargan, estirandose como un chicle, convirtiendose en una letanía de insoportable sucesión de vacios de interes.

El tiempo, que se reproduce exponencialmente, da cabida a todo tipo de pensamientos y posicionamientos. Hacemos balance de lo bueno y malo. Hacemos recuento entre las filas de los adeptos y los estimados, descolgando lágrimas involuntarias y rebeldes por los ausentes. Diseñamos, en bocetos casi espasmódicos, propuestas para un futuro mejor. Imaginamos escenários irreales donde desarrollarnos en libertad, sin complejos. Cualquier proyecto venidero será mejor, pensamos, sustrayendole el valor y el mérito a todo lo que hemos conseguido por el camino.

El calor va en aumento y las reiteradas llamadas telefónicas te sacan de tu asamblea emocional para devolverte, por unos momentos, a la tierra. Esa Tierra que alberga tus raices reales y emocionales. Esas que te dan fundamento a la vez que te lastran. Te convierten en cautivo de ti mismo y te fortalecen frente a los avatares de la vida. Quien reniega de ellas no tiene historia ni herencia. No tiene nada, pero nada le ata. La libertad absoluta la da la capacidad de volar libre sin ataduras ni lastres. Poder ser uno mismo donde quiera en cada momento, sin considerar inconvenientes emocionales o geográficos.

A veces pienso, y es lo malo de tener tiempo para pensar, que no es justo vivir siempre sobre la maroma. Siempre pendiente de esa espada de Damocles que supone lo que eres y lo que quieres ser. En algún momento, y lo malo es no saber cual es, habrá que decidir ser un cobarde resignado en brazos del destino o un valiente descerebrado, empeñado en modelar el futuro a su propio antojo.


Esta decisión, con certeza compleja, nunca está totalmente en nuestras manos. Tienen mucho que decir en ella nuestros guionistas, los Dioses griegos y egípcios, el Destino y los astros, toda esa casta de políticos, que juegan a ser mayores y listos con el futuro de los ciudadanos, y un par de variables aleatórias dificiles de definir.

Mientras valoro todas estas cuestines el calor se va colando por la ventana, geométricamente encastrada en la fachada blanca del Auditorio. La luz se hace intensa, inmediata. quema toda imagen, como aquellos fotogramas maravillosos de Lucía y el Sexo. Es lo que tiene el Mediterráneo. Intenso en verano y calmo y suave en invierno. Nuestro caracter se ve claramente influenciado por este mar y esta luz que nos hace percibir el mundo de otra manera. No es en sí una barrera, sino un camino. Es la senda que abre ventanas hacia la libertad personal y de pensamiento.

Lejos de esas luces decadentes y amarillentas de los bosques cántabros, que tanta paz generan al visitante y tanto ahogan al residente, nuestra luz es un canto a reinventarse en cada momento. Es un escalera que progresa sin apenas desnivel y sin dejar de hacerlo de un modo constante, a la vez. En ella, nuestra luz, puedes flotar, liberandote de las raices que te anclan a la Tierra, dejando caer los brazos y la cabeza hacia atras. Ella nos eleva, nos hace libres y tolerantes. Nos permite descubrir nuevos caminos y alumbra, constante, el nacimiento de nuevas vías y proyectos. Ella y el mar nos dan la libertad para ser nosotros mismos.

Mientras tanto, desde la costa, casi borrado por el fulgor de una luz en su máximo esplendor, observo el mar. Azul intenso y calmado. Azul camino de libetad. Azul indistinto entre agua y cielo. Como si del canto de las sirenas de Ulises se tratase, el color embelesa mi conciencia. Me enreda en sus redes de polifónica caricia. Me eleva, sobre la espuma blanca casi imperceptible, sobre la arena dorada de ritmo amable. Y susurrandome al oido me canta "Caminante no hay camino, sino estelas en el mar..."

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