miércoles, 13 de julio de 2011

En qué momento aprendimos a comer basura?

La tarde es plomiza en la más amplia dimensión de la palabra. Pesa, es densa de respirar. Su humedad casi tóxica me recuerda a las novelas de Garcia Marquez. Mi estado de ánimo se contagia de este color indeterminado que se derrite desde el cielo.

Este verano está siendo extremadamente extraño. Ni parece verano. La alegría propia de la estación se ha quedado colgada en alguna percha de las prendas de entretiempo. Solamente este soporífero bochorno y los anuncios de helados nos anclan al calendario real. Reconozco que mis circunstancias personales influyen bastante en esta percepción.

No son buenos tiempos para la lírica, que cantaba German Copini por los ochenta. Mi sociedad más cercana vive inmersa en un espectáculo casi de canibalismo social, incomprensible entre hermanos, o por lo menos correligionarios. No me gusta lo que veo ni las formas. En ocasiones me producen nauseas los actos y las consecuencias. No se miden las mismas. El fin, de dudosa catadura ética y moral, justifica los medios en esta orgía de odios, rencores y parcelas de poder deseadas aun siendo incapaces de administrarlas. No todo vale, señores, no todo se puede justificar, sin provocar, por lo menos, la estupefacción del observador ante esa andanada flatulenta de despropósitos y venganzas.


Intento distraerme para paliar los daños de los hechos en mi retina y en mi memoria. Enciendo el televisor. Programación estival de tarde. Carnicería gratuita. Charcutería de sentimientos y miserias personales sobre los que se banaliza a 10000 euros la intervención. Todo vale por dos puntos de audiencia. Destrozar la reputación de alguien, airear los cajones oscuros de un matrimonio roto, encumbrar a la peor de la hetairas que ha dado este país. Permanecemos en nuestros sofás, a medias aplastados por el bochorno climático, y a medias por el mediático.

Nuestra condición de animales racionales nos hace debatirnos entre las ganas de vomitar y la curiosidad morbosas hacia saber hasta donde se puede humillar alguien sin autodestruirse como las bombas de los cómics de Mortadelo y Filemón. El entrenamiento de años en este tipo de espectáculos catódicos nos hace elevar nuestro limite de permisividad hasta un punto insospechado hace años, incluso solo meses. Qué seremos capaces de ver en directo, por morbo o por tener tema de conversación durante la parada laboral para el almuerzo?

¿En qué momento de nuestras vidas aprendimos a comer basura, dentro y fuera de nuestros hogares? ¿Donde está nuestro limite para decir basta y detener esta espiral de destrozos en nuestra cultura y herencia ética? ¿Qué más vamos a consentir, el retorno al Circo Romano y sus fieras? Quizás la próxima temporada, o campaña electoral, vuelvan las quemas de brujas en plaza pública y las lapidaciones.

Apago el mando y me quedo en silencio mirando la pantalla negra que parece descansar. Me da asco. No lo puedo remediar. No sé si me resulta más incomodo la sensación pringosa del bochorno climático o el regusto a vómito que me genera las visiones y hechos de los últimos días. No me gusta.

No tengo claro si soy un bicho raro, pero ante momentos como estos eligo la diferencia.

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