jueves, 27 de junio de 2013

La linea del horizonte es tan solo una ilusión

Últimamente los trenes y yo somos algo más que amigos. Digamos que somos compañeros habituales, o pareja de hecho. Por el mero hecho de pasarnos tantas horas juntos. Este tiempo, que según la Renfe, es un hito histórico, casi imperceptible para el viajero, me permite contemplar el mismo paisaje, a distintas horas y con los más diversos compañeros de viaje

Nunca me ha importado mucho quien ocupaba el asiento contiguo. Pero el azar y mis dioses griegos han jugado sus bazas para que comience a plantearme prejuicios respecto a quien me acompaña en las travesías ferroviarias.

Hay varias clases de impertinentes ferroviarios.

En primer lugar y destacados, los grupos del imserso. ¿Por qué se empeñan en pensar que todo el entramado ferroviario español es el patio de su casa? Son groseros, maleducados, cuajados de derechos y empujones, gestionan los espacios y las plazas a su conveniencia. Se saltan las colas, los turnos y las más básicas normas de educación. Nunca comprenderé en que momento piensan que su conversación es importante para el resto de los viajeros. Y sus intrigas sobre el robo de equipajes, en esta diligencia postmoderna, generan tráficos innecesarios de maletas con sus consiguientes golpes, levántese, me ayuda, aquí no me gusta por si se cae, no le quiero molestar pero me deja pasar no me vayan a quitar las aletas en la siguiente parada.

En segundo lugar aquellos que viajan con niños con la clara idea que van en un parque de bolas rodante. El resto del pasaje no somos animadores socioculturales ni descendientes del Santo Job. La educación en la libertad no conlleva el libertinaje del todo vale, ni el niño campa a tus anchas que así descanso yo un rato.

Tenemos un tercer grupo importante, los sinamigos. Ese pasajero que siempre piensa que su conversación es lo mejor que te puede pasar en tu viaje. Aprovechan cualquier resquicio para abrir brecha. Un frenazo, un zumbido, algún fallo de megafonía... La temperatura ambiente o el tramado de la tapicería. ¿ Qué les hace pensar que uno está ansioso por descubrir su experiencia vital como trotamundos? Nunca me interesó las propiedades de su nueva plancha para microondas, ni como sale el pescado o las zanahorias. Ni aquella vez que tuvo su mayor aventura con las papeleras del vagón. No quiero conversación cuando viajo, sólo desplazarme de un punto a otro lo más rápido posible y con el menor número de molestias posibles.

Y para terminar aquellos que desparraman su cuerpo entre su plaza y la mitad de la tuya. No me gusta el contacto físico no consentido y menos el no deseado. Me molesta en demasía sentirme aprisionado por esos brazos de septuagenaria sin escrúpulos que te apoya su sobrasada con hoyetes en los codos, como si formaras parte del mobiliario. No me gusta tener que buscar entre carnes desbocadas donde colocar la clavija de mis cascos, para evitar la conversación del sinamigos, ni intentar esquivar el hilillo de baba de quien te cree reposoy almohada.

Con todo esto, mientras contemplo el paisaje planchado de La Mancha por la ventana, aveces solamente pienso en saltar y salir corriendo, en dirección sureste, con la esperanza de que la línea del horizonte sólo sea una ilusión.

viernes, 14 de junio de 2013

No es un viaje más, es el viaje

El sol rebota en el revestimiento metálico y cristalino de este gusano, que atraviesa veloz La Mancha. Resbala sobre su superficie remachada con las prisas del amante primerizo. No es caricia si no desencuentro su contacto.

Reclinado sobre mi asiento, mi alma pasea por mi estómago como león cautivo sin asueto. Un ay que no llega suspiro pasea voluptuoso por mi traquea. Y se deja querer por bandadas de mariposas que se divierten instigando al inquieto animal.

Hoy las ventanas me muestran un paisaje más verde, menos agrio de lo común para estos lares. El cielo azul, huérfano de algodones, solamente se quiebra en las aspas de los molinos de viento. Y yo transito sin la paz corriente en mis viajes.

Quizás la culpa la tenga la ausencia de billete de vuelta, de plazo de caducidad. No es este un respiro controlado, de esos que haces cuando buceas para no ahogarte y seguir soportando la increíble presión del liquido elemento, en mi caso, de la vida misma.

Esta vez no me voy para volver, me voy para continuar. No es un descanso en la rutina abrasadora de esa pequeña ciudad en la costa mediterránea, algo más abajo de Barcelona, que no sabían ubicar los torontinos. Es el principio de una nueva etapa en el camino. Tardía, por la espera a que se hiciera realidad, inesperada por los tiempos.

Realmente no se trata de otra escapada fugaz a ver mundo, a empacharme de modernidad para poder sobrevivir a la dieta estricta de vulgaridad, desesperanza y ruina ética en que se había convertido mi medio ambiente. Esta vez es el salto sin red del trapecista de circo, que duda realmente si será la última oportunidad de levantar al público con su pirueta mortal. Aun así, se empolva las manos, coge fuerte el trapecio, y elevándose sobre sus puntas, acomete la acrobacia final.

Mientras el tren parte en dos el calor dormido sobre la tierra extensa y planchada, yo vuelo sobre las cabezas boquiabiertas de los espectadores. Habrá quien desee un final fatal, con tintes rojizos y heroicos. Habrá quien se cubra los ojos con las manos, dejando escapar furtivas miradas entre sus dedos húmedos y fríos, mientras me balanceo al son de esta orquesta de viejos músicos de uniformes desgastados. Habrá quien ignore el movimiento. Habrá, sin duda, quien empuje el vuelo con su aliento, en busca del más grande de los mortales.

Pero en ese silencio tenso y contenido, craquelado por los acordes de la furibunda banda, sólo en mi cabeza, en mis manos y en mi propia confianza está que no me fallen las piernas ni los brazos a la hora de ejecutar el salto perfecto. De mi solo depende que no me pueda el vértigo ni el miedo de reventar antiguas cicatrices en una desafortunada caída.

Y es que este de hoy no es otro salto más en la rayuela, es el salto final. El que cierra el espectáculo con una atronadora ovación o el grito desgarrado que precede a la tragedia. Y es que este no es otro viaje más. Es el viaje que siempre añoré emprender, y nunca intenté saltar.

miércoles, 12 de junio de 2013

En Toronto no huele a pólvora



Pic, pic, pic... Suena la alarma del móvil. 6 y media de la mañana. 20 de mayo. Hoy es Victoria's Day. Fiesta grande aquí en Toronto. Celebran el cumpleaños de la Reina Victoria. Y es que estos sajones son muy de la tradición.

Cuando digo fiesta grande es que no hay colegio, no abre nada en un país donde las tiendas permanecen abiertas a todas horas, 7 días a la semana. Ondean banderas blancas y rojas con la eterna hoja de Arce, suenas gaitas a ritmos militares, pero no huele a pólvora. Ni hay música en la calle, ni luces de colores en las calles.

Y desde aquí, a 7000 km. de la calle Barcelona , bajo la sombra de las hojas de los arces del jardín, echo de menos ese olor para sentir que es fiesta.

Es difícil describir las diferencias y los puntos de unión entre dos ciudades que no tienen nada que ver. Entre una metrópolis de 8 millones de habitantes, llena de rascacielos y mezclada hasta la médula de razas, sabores, colores y costumbres, y una pequeña ciudad, a orillas del Mediterráneo, con olor a sal y palmeras, con dos edificios de mas de 20 plantas que afean y dan carácter a nuestro skyline y donde sólo se habla ingles para intentar engañar a un guiri con un plato de paella precongelada a las diez de la noche.

Es difícil encontrarlos, los puntos de unión, aquí debajo de los pasos acelerados de las ardillas por encima de mi cabeza.... Y me levanto del banco de madera del porche para buscarlos. Y sin querer me encuentro el primero en el banco de la cocina. Mi cuñada hizo anoche coca de mollitas. Esa especialidad repostera que solo comprendemos los alicantinos, esa especie de polvorón salado que es capaz de ahogar al foráneo y que nos devuelve a la infancia a su contacto con nuestro paladar. A la señora Eufemia, o al horno de Garcia Gutiérrez, a al de la señora Lupe en san Carlos.

Y de repente mi memoria vuela más rápido que el jumbo que me llevará de nuevo esta noche a casa. Y en su viaje entrelaza recuerdos con miradas de fiesta, tintineo de lentejuelas en los delantales de tul de las niñas en los pasacalles, el batir de los abanicos a ritmo de pasodobles que borran el olor presente a primavera canadiense para traer ese penetrante olor a sal, que algunos días, sube por la cuesta del castillo desde el Postiguet. Como las noches que bajábamos de pequeños, con nuestra banda, a los desfiles por el Raval Roig, a ritmo de tambor y ganas de fiesta grande, o a ver los fuegos desde Virgen del Socorro.

Sin saber bien como ni por qué me encuentro vestido de saragüell visitando en pasacalles el antiguo Hospital Provincial, para llevar sonrisas y un poquito de alegría a aquellas interminables salas llenas de camas blancas y transitadas por monjitas de cofia blanca y sonrisa eterna. Un refresco para mitigar el calor en la visita a alguna barraca amiga, a ritmo de marcha Mora y más batir de abanicos que borran de repente, como una explosión de mariposas estas imágenes de mi memoria para volver a este papel rallado, de la pantalla de mi IPad.

De repente, me ha devuelto este juego caprichos de los recuerdos a las tardes de cobrar cartillas o repartir la lotería semanal, a las tardes de Racó.... A los primeros desfiles del Ninot, o el olor a zurra, o el sabor intenso a paloma del interior de Felipe, y a Angelito tirando tracas con su eterna sonrisa socarrona y el Emosionat y su tabalet. Y me acuerdo entonces de la manía que le tenia yo al traje de foguerer y a que se me engancharan las borlas doradas en los flecos de los mantones. Porque antes los mantones llevaban flecos. Y no tantos oropeles ni fantasías.... Era todo más de andar por casa.

Y vuelvo a apoyarme en el batir de los abanicos para volar por los olores y las imágenes de mi memoria, tan rápido que no puedo plasmar todas las imágenes en estas líneas, y me viene a la memoria un soniquete que viene desde el pasado y que me envuelve..... Que bulliciosa es mi hoguera, es el máximo esplendor... Entre todas la primera y su gente es la mejor.... Y se dispara una sonrisa con olor a pólvora y a banda de música, a coca amb Tonyina y Paloma, a cartón piedra y llibret nuevo recién sacado de la imprenta de los hermanos Ambit, a horchata de Benita o vermut de Paco Gambin... A batir de banderitas de plástico... A olor de espardenyas nuevas... A la textura frasca e intensa de las brevas en la noche de la Plantá

Y de repente ya no importa encontrar o no las diferencias entre Toronto y Alicante, mi mente habita ya en la fiesta, en las calles de asfalto gris manchadas de traca y envueltas de ese humo embriagador.... Y es que aquí no huele a pólvora. Aquí realmente no es Fiesta.