viernes, 14 de junio de 2013

No es un viaje más, es el viaje

El sol rebota en el revestimiento metálico y cristalino de este gusano, que atraviesa veloz La Mancha. Resbala sobre su superficie remachada con las prisas del amante primerizo. No es caricia si no desencuentro su contacto.

Reclinado sobre mi asiento, mi alma pasea por mi estómago como león cautivo sin asueto. Un ay que no llega suspiro pasea voluptuoso por mi traquea. Y se deja querer por bandadas de mariposas que se divierten instigando al inquieto animal.

Hoy las ventanas me muestran un paisaje más verde, menos agrio de lo común para estos lares. El cielo azul, huérfano de algodones, solamente se quiebra en las aspas de los molinos de viento. Y yo transito sin la paz corriente en mis viajes.

Quizás la culpa la tenga la ausencia de billete de vuelta, de plazo de caducidad. No es este un respiro controlado, de esos que haces cuando buceas para no ahogarte y seguir soportando la increíble presión del liquido elemento, en mi caso, de la vida misma.

Esta vez no me voy para volver, me voy para continuar. No es un descanso en la rutina abrasadora de esa pequeña ciudad en la costa mediterránea, algo más abajo de Barcelona, que no sabían ubicar los torontinos. Es el principio de una nueva etapa en el camino. Tardía, por la espera a que se hiciera realidad, inesperada por los tiempos.

Realmente no se trata de otra escapada fugaz a ver mundo, a empacharme de modernidad para poder sobrevivir a la dieta estricta de vulgaridad, desesperanza y ruina ética en que se había convertido mi medio ambiente. Esta vez es el salto sin red del trapecista de circo, que duda realmente si será la última oportunidad de levantar al público con su pirueta mortal. Aun así, se empolva las manos, coge fuerte el trapecio, y elevándose sobre sus puntas, acomete la acrobacia final.

Mientras el tren parte en dos el calor dormido sobre la tierra extensa y planchada, yo vuelo sobre las cabezas boquiabiertas de los espectadores. Habrá quien desee un final fatal, con tintes rojizos y heroicos. Habrá quien se cubra los ojos con las manos, dejando escapar furtivas miradas entre sus dedos húmedos y fríos, mientras me balanceo al son de esta orquesta de viejos músicos de uniformes desgastados. Habrá quien ignore el movimiento. Habrá, sin duda, quien empuje el vuelo con su aliento, en busca del más grande de los mortales.

Pero en ese silencio tenso y contenido, craquelado por los acordes de la furibunda banda, sólo en mi cabeza, en mis manos y en mi propia confianza está que no me fallen las piernas ni los brazos a la hora de ejecutar el salto perfecto. De mi solo depende que no me pueda el vértigo ni el miedo de reventar antiguas cicatrices en una desafortunada caída.

Y es que este de hoy no es otro salto más en la rayuela, es el salto final. El que cierra el espectáculo con una atronadora ovación o el grito desgarrado que precede a la tragedia. Y es que este no es otro viaje más. Es el viaje que siempre añoré emprender, y nunca intenté saltar.

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