domingo, 25 de marzo de 2012

Una vida en cajas

Subo con dificultad la escalera de casa de mis padres. No es la edad ni dolencia alguna la que me impide hacerlo con agilidad si no estos dos paquetes de cajas plegadas de cartón blanco que se enganchan en todos los lados posibles. Hay cierta congoja en mis acciones, cierto miedo a lo conocido que retorna del pasado para empujarme a quien sabe qué abismos.

Abro la puerta de cerradura inconforme y pintura castigada por los años. Me adentro en el Templo maldito. La casa de mi infancia, el territorio prohibido de mi corazón en los últimos meses. Ese olor a polvo y clausura se me clava por los poros. La luz no atraviesa el pasado ni la ausencia, solo flota, como puede, en este pequeño espacio de decadencia.

Dejo las cajas en el recibidor y con las manos en los riñones y el alma en un Ay recorro lento las estancias. Mi cuerpo se desplaza sonámbulo por el espacio que mejor conoce de este mundo. Mi espíritu se esconde detrás de cada cuadro, detrás de las cortinas polvorientas y medio caídas. ¿Por dónde empezar?

¿Cómo se desmonta una vida?¿Cómo se abren en canal los recuerdos y se seleccionan los que merece la pena guardar y cuáles van al saco de la basura?¿Cómo se decide qué parte del pasado es el que decidimos conservar por que es importante para nosotros y los nuestros? ¿De dónde se sacan las fuerzas para deshacerse de una parte de nuestras vidas por cuestión de espacio o utilidad?

Sin pensar ni demora innecesaria corto el cordón que ata uno de los paquetes de cajas blancas de cartón. Las hay de dos tamañas. Pequeñas para libros, fotos y pequeños recuerdos. Grandes para textil, juguetes y otras memorias voluminosas. Armo la primera caja con ayuda de un rollo de precinto blanco. La nombro con un rotulador gordo que saco del bolsillo de mi pantalón y la dejo en el suelo. Recuerdos se llamará esta categoría. Incluye todo aquello que no sabes como calificar y que eres incapaz de justificar el por qué deseas guardarlo pero lo haces. La peonza de cuando eras pequeño, un puzzle de Naranjito, el pasaporte de la Expo. Tu primer sacapuntas en forma de lamparilla de explorador del Lejano Oeste. Ese cenicero que siempre has visto en tu casa desde que te alcanza la memoria.

De repente aparecen objetos que no englobarías en esta categoría. Fotografías. Libros. Recetas de cocina. Teniendo en cuenta la trayectoria de mi madre, la categoría de Recetas es importante y un bien preciado. Mientras desalojo el aparador del comedor, de estilo castellano y de madera oscura, encuentro los secretos de la Coca amb Tonyina, los buñuelos de viento o los Gazpachos de Pulpo de Calpe. Monto más cajas que nombro con el rotulador y esparzo por el comedor. Entre las cajas, un saco de basura, de esos de jardín, gris verdoso y con las cintas naranjas que nos permiten cerrarlo y separar la memoria del olvido.

En la categoría de libros reconozco mi incapacidad para tirarlos o deshacerme de ningún ejemplar. De pequeño me enseñaron a cuidarlos como un pequeño tesoro, que ni se subrayaba, ni se deterioraba, conservando su esencia original y permitiendo que sólo el tiempo altere el color de sus páginas. Alguna lágrima furtiva traza un surco sobre el polvo de las cubiertas de aquel primer libro que te leíste, en la convalecencia de una de las innumerables pulmonías de la infancia. Miguel Strogoff.

Libros, fotografías, vajillas, aquellos pequeños manteles bordados a mano, una bandejita de madera y laca roja con unos pájaros pintados donde el turrón volvía a casa, Navidad tras Navidad. Las tazas de la Comunión, aquellos posavasos en forma de disco de vinilo que me fascinaban de pequeño, la memoria entera de una vida se desgrana lentamente desde baldas y cajones, poniendo a prueba tu fortaleza, la capacidad de sorpresa y la decisión para no abandonar y tirarte al suelo y llorar sin consuelo por todo aquello que se marchó sin remisión y nunca volverá, ni a través de estos recuerdos polvorientos y, en ocasiones, diminutos y carentes de valor material y utilidad. La otra opción de huida sería correr sin destino ni dirección hasta perder el aliento, y seguir haciéndolo tras recobrarlo.

Una estantería tras otra. Una habitación tras otra. Cada una esconde unas historias, unas imágenes, unas lagrimas, unas sonrisas. También albergan extrañas sorpresas y diminutos descubrimientos que te hacen planterte la Historia tal y como hasta ahora la comprendíamos, incluso injustamente, en ocasiones, la juzgábamos.

Pilas de cajas, decenas de sacos y estancias vacías. Sin duda sales más fuerte que entraste, con la memoria remozada y el orgullo de las raíces saneado. Agradecido. Con heridas cerradas y cicatrizadas. Destrozado físicamente y con el ánimo tocado en la linea de flotación para resurgir, sin duda alguna, de nuestras propias cenizas.

Tras deshacerme de todo lo prescindible, y reubicar las cajas de cartón blancas, cerradas con precinto blanco, y nombradas una a una, cierro la puerta y el pasado para emprender un nuevo futuro. Espero poder escribirlo con la ayuda del recuerdo en este presente continuado en el que estamos sumergidos y que, a veces, nos lleva a estas pequeñas cosas que el tiempo nos dejó en un papel o en un cajón....

lunes, 19 de marzo de 2012

Abierto por liquidacion

Suena de fondo la voz quebrada de Soledad Jimenez en el reproductor de cds, mientras el viento juguetea, caprichoso, con la suciedad de la calle. No es que Sole tenga la voz rota, es que el aparato lleva en desuso más de 6 años, como todo lo que acumulaba este local. Hay que ver como ha pasado el tiempo y pensaba que fue ayer cuando bajamos la persiana.

Es verdad, el tiempo ha corrido mucho estos últimos años, especialmente estos doce últimos meses. Mi memoria vuela mientras suena una versión de No mires a los ojos de la gente, de Golpes bajos. Ciertamente, he mirado pocas veces a los ojos de nadie durante este aciago año. He empleado más tiempo en huir de ellos, de mi mismo, del dolor y de las consecuencias de este cataclismo vital en el que me he visto sumergido.

Nunca había creído en los lutos y esas historias de abuelas, por lo menos en sus manifestaciones externas y castrantes, propias de otros tiempos. Pero el dolor se alojó en mis entrañas para enseñarme, lento, su significado. Las perdidas dejan un hueco negro y zaino como un toro desconfiado. Da miedo asomarse a él pero hay algo que lo hace inevitable.

Y en ese momento cada uno reacciona de una manera totalmente distinta. Yo empece a correr casi sin respirar sin destino y dirección. Solo era importante correr. Alejarse de la negra pena y sus estragos sin ser consciente que vivía dentro de mí y se asomaba, líquida, a mis ojos a la menor oportunidad.

Y me faltaba el aliento. Y solamente paraba para recobrarlo y seguir corriendo sin mirar ni siquiera mis propios ojos reflejados en el charco que generaba mi sudor y mis lagrimas. Dolor por la perdida, dolor por la decepción, dolor por la traición. Dolor negro y bravo, como ese toro zaino desconfiado que te mira, resoplando, por encima de los pitones, mientras escarba buscando muerte.

Puse distancia por medio, sin saber cuanta ni por qué. Huí del dolor y de toda fuente que lo alimentara. Cerré los ojos, y no volví a aquella casa, no volví a aquel local, ni aquella oficina ni aquellos amigos que habían dejado de serlo. Cerré los ojos y no volví a mi pasado que lo había decretado tapiado por derribo. Sus agujas me dolieron más que mi propia vida.


La cobardía es un defecto que siempre ha dormido en mis bolsillos. Ha sido muchas veces una manera de evitar conflictos que sabia irremediables y con nula solución. Sé donde están mis límites y conozco mi incapacidad para desandar el camino una vez rota la baraja. No suelo ser quien rompe la partida, pero tampoco me permite mi dignidad jugar manos injustas a sabiendas. Y fui cobarde durante estos meses, y tragé veneno y decepción, tristeza y dolor, para no entrar en combate. Sé que mucha gente no lo habrá entendido. Pero yo hace mucho tiempo que no entiendo a mucha gente, y por eso no la castigo.

Ha pasado un año de aquel fatídico miércoles de abultada agenda. Acontecimientos que marcarían mi vida presente y futura. Por la mañana, decepción que torno en traición con los días, los meses. El miedo es libre y hay cobardes que se enfrentan con los demás por no enfrentarse consigo mismo y sus miserias, que son muchas y evidentes. Por la tarde, muerte e impotencia. Lo mas importante se me iba entre los dedos de las manos, como la arena, sin poder más que ahogar en llanto las horas y el desenlace. Noche al lado de quienes siempre están aun en la distancia, para mitigar esa extensión oscura e inabarcable que supone el dolor extremo.

Y ahora, el luto se ha diluido poco a poco. No la memoria. Esta me ha hecho fuerte y consciente para abrir nuevas sendas y adoptar nuevas posiciones. El tiempo me ha hecho más fuerte. Los hechos me han hecho más yo. Y he comprendido que no hay conflictos irremediables, sino historias que empiezan y que acaban.

Y que cuando esto sucede pasan a formar parte de nuestra historia y de nuestro mapa vital, dejando de ser destino para convertirse en camino por el que no volver a transitar. Nunca hay que privarlas de su sitio en nuestra memoria, poniendole unas flores frescas a los buenos momentos y un velo negro que cubra aquello que nos duele hasta que cicatrice y se diluya en el tiempo y el recuerdo.

Y he vuelto a aquella casa, y me he mirado a los ojos en aquel espejo polvoriento donde siempre han vivido desde mi infancia. He abierto armarios y cajones. He desplegados recuerdos y memoria. He construido mi propia memoria de diminutos hallazgos que la deletrean, entre sonrisas cómplices y lagrimas contenidas, que en un ataque de independencia se deslizan por mi mejilla para esconderse en mi barba canosa y protectora.

Y he levantado la persiana de aquel local y de mi corazón. He tirado centenares de sacos de basura y de miserias. Le he quitado el polvo al pasado y los legados que se escondían, aburridos y pacientes en las distintas estanterías de la vida, el negocio y el alma. Y con la más grande de las sonrisas, esa que provoca el saber quíen eres y a dónde vas al leerlo en tus propios ojos, me encuentro abriendo mi pasado por liquidación para afrontar un futuro mejor desde mi propio presente.

jueves, 15 de marzo de 2012

La noche de mi Gitana

Son las 22,30 y me voy a la cama. La Champions y Tele5 lo han conseguido. Aparte del cansancio propio de una jornada laboral de mitad de semana.

No es suficiente que se retransmita el fútbol en un sola cadena. Le sumamos una infinidad de sucedáneos de cadenas que reproducen programaciones pasadas y series repetidas como un mantra tibetano. Y luego Tele5 y el novedoso vicio de los biopics. No puedo comprender esta afición por producir y programar micro series de dudosa factura y discutible elenco, basadas en las vidas "interesantísimas" de personajes de medio pelo del reino del papel cuché.

Pero el colmo de esta nueva afición es La noche de mi Gitana. Esa amalgama de programas entorno a la TVmovie sobre Isabel Pantoja y sus amistades peligrosas. Es un verdadero ejercicio de retroalimentación en un estercolero de un grupo de hienas que destrozan la historia personal de muertos y vivos para tener contenidos con los que continuar su circo mediático. No tienen suficiente con realizar esa especie de telenovela biografiada del personaje popular, si no que se permiten realizar programas paralelos donde juzgar y escarbar en las heridas, unas cerradas y otras no, unas privadas y otras no, de las personas en que se inspiran los personajes.

Y para terminar, durante toda la semana, pasan el tamiz de los todopoderosos contertulios del Sálvame y similares escorias televisivas. Esta especie de cortesanas de la comunicación, que por un sueldo bastante indigno e inmerecido, se destapan, se arengan como perras violentas, se insultan, faltan al respetos de todo bicho viviente y se permiten poner en duda, difamar y crear bulos de cualquiera por tener una silla bajo los focos. Le han perdido el respeto a los personajes, al público e, incluso, a ellos mismos por dinero. Cual ave de rapiña por un trozo de audiencia o por propio ego ensangrentado y con aromas de odio y rabia.

No entiendo en qué momento nos hemos permitido poder destrozar públicamente a nadie, ponerlo a los pies de los caballos y juzgar su vida privada por un contrato o por conseguir audiencia u otros oscuros objetivos. ¿Qué estamos haciendo mal? No todo vale.


Y que conste en acta que esto no es una defensa del personaje público, al cual no le profeso ninguna admiración especial. Pero no deja de ser una persona, con sus glorias y miserias, sus virtudes y defectos. Una persona con una faceta pública y otra privada que debería serlo siempre. Privada. A la cual nadie tiene derecho a entrar con los caballos, airearla y divulgarla, especulando, atribuyendo conductas y acciones no probadas y sentenciandola en tribuna pública, sin ninguna posibilidad de defensa. En el patíbulo televisivo, todo reo es presuntamente culpable mientras no demuestres lo contrario. Y la voz de la alimaña periodística suele ser palabra del Dios catódico. Y difama que algo quedará y crecerá la audiencia. Y si te demandan, seguramente los réditos son superiores al castigo.

Algún día debería la Ley hacer responsable a las cadenas de los contenidos y de las opiniones e informaciones que se vierten desde sus platós. Deberían recibir castigos ejemplarizantes, marcando claramente cuales son las líneas rojas que no se deben atravesar. Ni por Kikos ni por Cocos.

Hay que reconocer que los personajes bordean en ocasiones la línea roja desde el otro lado, aireando sus miserias por rentabilizarlas en el papel cuché o en el prime time. Es como enseñarle la herida sangrante al león y querer que no te muerda. Claro que si no hubiera quien pagará para emitir miserias ni quien lo hiciera para verlas o leerlas, otro gallo nos cantaría.

Reconozco que en momentos de debilidad, caigo en contemplar este circo repugnante. Me hipnotiza, como la serpiente del Libro de la Selva, hasta que las arcadas me devuelven la conciencia. Y en esos momentos es cuando decido perderme en un libro, una buena película o en un profundo sueño reparador. Y la Gitana que se pierda por soleares....

domingo, 4 de marzo de 2012

La juventud

Un día te despiertas, y al intentar levantarte de la cama, descubres que el cuerpo no te acompaña. No es que quede postrado en el lecho, inerte y abandonado, si no que se desplaza, dolorido, unas décimas de segundo más tarde que nuestro ánimo. Nos cuesta aunar lo físico y lo anímico. Y entonces, con las manos apoyadas sobre las rodillas, mirando a la alfombra con cierto sabor a derrota esperada, sentando en el borde de la cama descubres que te has hecho mayor.

Tu vista recorre, temerosa, tu cuerpo. Descubres canas en lugares impensables. La piel, aun tersa, no conserva la tensión pasada. La gravedad comienza a ganarle la batalla lentamente a tu masa muscular. Y, al encontrarse con tu rostro en el espejo del lavabo, se descubre drapeada en sus confines y con cierto color morado en sus aledaños.

Frotas tu cabeza descubriendo que reduces, día a día, tu masa forestal. Que su color ya no es intenso ni ensortijado en las puntas. Amontonas recuerdos en ese espejo donde ya sólo coinciden nuestras pupilas llenas de vida. Y suspiras, intenso y largo, tras comprobar la plenitud de tu capacidad pulmonar.

La vida ha pasado y lo descubres cuando dices lo majo que es ese chaval. Ese que tiene un hijo universitario, 45 años, dos separaciones y veintitantos años de experiencia laboral. Ese que ya comienza a descubrir el verdadero sentido de aquella frase que nos decían de pequeños y que creíamos que era el zenit de la libertad. "Cuando seas padre, comerás huevos"

Ahora vemos a los que nos siguen, a esos adolescentes que nos ven como si hubiéramos nacido con 35 años. Como si hubiéramos nacido siendo mayores. Como si en la vida nunca hubiéramos sido inocentes, irresponsables, utópicos e idealistas. Como si no hubiéramos intentado bebernos la vida de un solo trago, sin ser conscientes que esta fuente nos acompañará hasta el día en que ya no tengamos fuerza para calmar nuestra sed. Como si no nos hubiéramos equivocado infinidad de veces en nuestro torrente vital hasta llegar a esta aparente calma del remanso de la madurez.


Ellos nos ven como vimos nosotros a nuestros padres. Figuras adustas, venerables y de recta norma que carecían de deseo sexual y vida propia. No son capaces de imaginarnos como ellos, como nosotros fuimos incapaces de reconocernos en nuestros progenitores. Aun nos cuesta vernos, en los cuarenta, similares a ellos cuando los tenían.

Los humanos tenemos el defecto de pensar que nuestra vida es la única intensa, veraz y realmente emocionante de la creación. Pensamos que el resto es Historia o mero decorado para darle más prestancia a la nuestra. Somos incapaces de meternos en la piel del igual para intentar comprender sus miedos y deseos, sus principios e intenciones. Si pudiéramos, por un día, habitar sus sentimientos, comprenderíamos el porqué de sus acciones, de sus consejos y de sus decepciones. Vestirnos de su piel. De la de nuestros padres y de la de nuestros hijos. De la de nuestra pareja y de la de nuestros amigos. A veces, la de nosotros mismos.

Nada en la vida es más atrevido, revolucionario, incomprendido, utópico, y vivo que la juventud. Pero el que no hace por conocer su historia, está condenado a repetir los mismos errores. Los de los padres y los de los hijos.

La madurez no se encuentra en el dolor de nuestras lumbares, nuestra colección de canas o el plisado de nuestras ojeras. Tampoco se encuentra, sin duda, en el descubrimiento del sexo, de las relaciones personales o en huir de la vida real escondidos en la bandera de una falsa libertad de decisión cimentada en la desidia, la inconsciencia y la falta de asumir riesgos y compromisos. Creo que se encuentra alojada en la capacidad de analizar todos los estadios en los que jugamos a la vez. En poder probarnos todas las pieles y analizar los miedos y anhelos de todas las partes. En ser coherente y capaz de asumir que el mejor camino no siempre es el más dulce ni el más llano. En aprender a comernos los huevos en pos de una mejor digestión de la vida. En saber ser siempre maestro y alumno a la vez.

Ese día en que lo comprendes empiezas ha echar de menos, frente al espejo, tantas segundas oportunidades en las que habrías obrado de diferente manera. Tanto silencios que habrías aplicado para aprender a escuchar. Tantos abrazos de los que privaste a quien nunca podrás volver a abrazar por el mero hecho de creerte mayor. Tantas veces en que reírse de la trastada en la que te reconoces años atrás. Tantas cosas que nunca tienen segunda vuelta. Esas en las que si no estás, te las pierdes, perdiendonos la Vida.

Todo esto sería más fácil si hubiera un manual de vida y de amores varios. Pero entonces nunca seriamos jóvenes, nunca seriamos alumnos y nunca tendríamos tantas ansias por vivir. Nunca descubríamos que la mejor escuela de la Vida es vivirla. La nuestra y ayudar a vivirla a los nuestros.