jueves, 28 de julio de 2011

La vuelta de la tortilla

Hay veces que la vida da giros insospechados y, de la mano de extrañas piruetas del destino, te sienta con antiguos enemigos, a compartir mesa y mantel. En los momentos previos a esa cumbre gastronómica, tu pasado se proyecta sobre las paredes amarilleadas de tu memoria como si de una película muda se tratase.

De pequeño nunca fuí el Capitán Trueno. Solamente me refugiaba en él las tardes de verano, sentado en el suelo de cemento de la segunda planta de la casa de Polop, releyendo sus viñetas, una y otra vez, que Mila almacenaba cuidadosamente en el viejo aparador de distribuidor. Entre el suave mecer de las hojas de los almendros y las higueras, me imaginaba aventuras lejanas con los protagonistas de este cómic.

Siempre fuí un niño canijo y enfermizo. Mi piel blanquecina estaba salpicada de una cantidad considerable de pecas, que yo detestaba. Nunca tuve facilidad para los deportes y me costaba relacionarme en igualdad de condiciones con mis compañeros de generación. Siempre me movía entre mayores, me resultaban más interesantes. Era un buen observador, con espíritu de esponja. Esta inferioridad de edad me privaba de la personalidad propia, Siempre era el hermano de, el vecino de, el hijo de. Yo no existía como ente autónomo. Era un niño frágil y dependiente.

Esta condición me hacía totalmente vulnerable. Diana fácil para la crueldad infantil y motivo de mofa simplona para aquellos que ya se creían adultos. Nunca me gustó ser juguete de ninguna feria y, mucho menos, bote a derribar de un pelotazo en una caseta cutre y oportunista. No recuerdo mi infancia como una etapa feliz, ni especialmente productiva para mi persona.

Solamente me sentía cómodo, a salvo, entre los mios. Quizás debería decir entre las mías. Eran ellas quien me daban calor, me trataban con cariño y me modelaron mis gustos y habilidades y me enseñaron todo lo que sé.

La casa de Polop era mi castillo, para mis aventuras de cómic y para mi seguridad emocional. Mila y su madre, la Señora Milagros, me dieron junto a mi madre todo lo que yo podía necesitar. Tardes de una vida irreal que el resto no sabía ni que existía ni que hubiera la posibilidad de ser una realidad tangible. Tarde de horno amasando pan y rollitos de anís. Aprendiendo  a administrar la paciencia viendo crecer los tomates entre las cañas cruzadas del bancal. Los tiempos distintos del campo me enseñaron a reconocer la diferencia, la diversidad y a ser tolerante. Los largos paseos entre las fuentes me desarrollaron el respeto al medioambiente y a nuestro patrimonio natural. De un modo natural, trenzaron los mimbres de mi personalidad, desde la intergeneracionalidad. Mujeres de distintas épocas y vivencias que se daban con la generosidad con la que se abren los higos de verano en la higuera.


Y llegaba septiembre. Mi infierno personal. Nunca me considere un niño integrado en el grupo. Más bien fuí la diana de todas las burlas. No pertenecía a su mundo, como sin duda, sigo sin pertenecer. Odiaba mi diferencia. No soportaba destacar. Ni para bien ni para mal. Nunca fuí un buen estudiante. Era vago y desastrado. Solo mi inteligencia jugaba a mi favor. Salvaba con facilidad los escollos que no tenían que ver con demostraciones de fortaleza física. Estas me convertian en presa fácil para la mofa y el escarnio de una futura generación de gallitos de corral. Sólo me sentía cómodo refugiado cerca de ellas. Las de verano y las de invierno. ¿Verdad, Marijose?

El tiempo pasó y crecí. Mis pecas se quedaron por el camino al igual que mis complejos. Los vencí el día que aprendí a quererme a mi mismo más de lo que esperaba que los demás hicieran. Me enfrenté a mis demonios, externos e internos, asumiendo mi verdadera realidad. Me hice fuerte para ser yo, sin renunciar en ningún momento a mí mismo y a mis orígenes.

Decidí, no sé si para bien o para mal, partirme en dos. Mi Yo público y mi Yo privado.

Mi Yo público crecía de una manera desbordante. Era extrovertido, con don de gentes, con ciertas habilidades sociales que le permitian moverse con soltura. Desarrolló un ingenio del que carecía en sus orígenes, o que al menos yo desconocía poseer. Ere ágil, incisivo, educado, cariñoso y lo suficientemente distante para que no se le descubriera el dobladillo.

Mientras tanto mi Yo privado seguía combatiendo en su soledad interior con sus demonios e inseguridades. Poca gente conocía de su existencia y, probablemente, no había percibido la dualidad. Quien lo conoce realmente, dice que el privado es mejor persona por que es verdad. No seré yo quien lo discuta. Lo que es cierto es que es realmente como se ve. Desnudo y sin artificios. Inmensamente más frágil y vulnerable.

El tiempo me ha llevado a mantener mis dos caras, como buen Géminis. A veces se distancian tanto que me cuesta reconciliarlas, incluso compaginarlas. Algunos han sido capaces de reconocerlas, llegando a reprocharme su existencia. Estos toques de atención los he de agradecer. Me anclan los pies en la tierra. Me devuelven a la realidad de mi única personalidad. La cierta, con sus luces y sus sombras.

Hoy, treinta años despues de las tardes de patio de colegio que tanto detestaba, tengo que volver a sentarme con algunos de ellos. Realmente no sé si me apetece. Yo no tengo nada que ver con aquel niño huidizo y pecoso. No sé si tengo nada que ver con ellos. En todo caso, a esta cena, iría mi Yo público. El privado se quedará en el sofá, protegido entre sus piernas recogidas, leyendo un viejo cómic del Capitán Trueno que compró en algún rastro.

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