lunes, 22 de agosto de 2011

Yo que estaba muy por él

El calor se convierte en una segunda piel, liquida y molesta. El verano se empeña en hacerse cada día más presente. Las tardes acortan su vida, ajenas a los termómetros y al molesto sonido de los pasos que se arrastran de vuelta a casa. Las defensas físicas y anímicas son débiles en momentos como estos. Caldo de cultivo para la nostalgia de otros veranos, otras pieles y otros calores.

Quién no ha tenido un amor de verano? Quién no ha perdido la noche con un montón de besos, abrazos y otras cosas en una playa desierta o en un era del pueblo de los abuelos, alejados lo suficiente de esas constelaciones de bombillas incandescentes y música de segunda regional perpetrada por algo similar a una orquesta que vive en una furgoneta. Pero el verano termina y esos amores de tinto de verano, bermuda, bicicleta y batita fresquita duran lo que duran.

Muchas veces no coinciden los tiempos ni los espacios en este tipo de relaciones. Trayectorias vitales que se cruzan en una verbena de pueblo, en las fiestas de la urbanización de turno o en un descanso vacacional, lejos del hábitat natural. Intereses diferentes el resto del calendario separan irremediablemente las flechas de Cupido y los corazones destinatarios. Y es que duran lo que duran los sudores estivales, que siempre deseamos terminar durante las caléndulas veraniegas y luego, en el duro invierno, no dejamos de añorar.



Aquellas que sobrepasan las puertas del otoño, se esfuerzan en superar las uvas y las campanadas, esa otra cita para las historias efímeras de los sentidos y los sentimientos. Y algunas superaran el siguiente verano, otras uvas y otro verano.

Y pasan los años y se van dejando historias y cadáveres por el camino. Encuentros y desencuentros de caminos imposibles, paralelos o tangentes. Cicatrices que confieren el mapa de nuestra memoria, que duelen los días de lluvia o en esos que te cruzas con alguien de un modo casual y desafortunado, por obra y gracia de nuestros guionistas.

Y en ese preciso momento te empeñas en hacer balance del porqué de las tangencias y las cicatrices. En plantear supuestos improbables de lo que pudo haber sido y no fue. Y se te pasa por la cabeza la peregrina idea de si pudo haber sido, por qué no va a ser ahora. Y despiertas los calores de aquella noche de verano, con la esperanza de borrar arrugas, cicatrices y rutinas actuales en pos de antiguas esperanzas y emociones.

Pero también vuelven los desencuentros, las traiciones, las malas noches sin dormir de tormenta e invierno, exterior e interior. Y le das el valor que tienen a tus arrugas y a tus cicatrices. Y descubres de repente que en ti no queda nada de quien estuvo en aquella playa o en aquella verbena. Solo el recuerdo de aquellas estrellas de luz incandescente que colgaban sobre la plaza. Y no te reconoces en esos anhelos sino en tus rutinas. En tus deseos de torcer la linea de una historia que nosotros mismos hemos escrito y en la que no no sentimos precisamente cómodos.

Y miras por la ventana en una noche sofocante y sin estrellas, viajando por el tiempo como si de una caída al vacío se tratase. Y te ves hecho sudor, risas, besos y nudos de brazos y piernas. Y piensas mientras tu seguro de vida, otoño tras otoño, dormita en el sofá con años de más y pelos de menos, con el mando sobre el muslo. Y yo que estaba muy por él.

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