jueves, 18 de agosto de 2011

La paz

La paz es un concepto etéreo, dificil de definir y cuantificar. Algo a lo que aspira la humanidad desde el principio de los tiempos, el mismo que lleva intentando destruirla en todo momento. Hay muchos conceptos o formas de paz. La paz mundial, la paz eterna, la paz que nos damos en misa, la paz Padilla... Pero a mí solo me interesa un concepto, que es sobre el que voy a hablar, la paz interior.

Esta es la que conlleva un estado de ánimo de satisfacción plena, carente de preocupaciones, donde no se tiene en cuenta ni el pasado ni el presente. Es ese momento donde no existe el momento y el tiempo. Solo existe ese vacío mullido y luminoso que es la paz interior.

Este estado se descubre de repente, dentro de un vaso de leche por la mañana, el cual remueves sin ninguna prisa y con el único objetivo de conseguir endulzar el desayuno, mientras te rodea un intenso olor a pan tostado. Pan en el que deseas untar de un modo cadencioso y con cierto desdén, un trozo de mantequilla amarilla que servirá de lecho al dibujo caprichoso con el que te diviertes al dejar caer la mermelada, roja e intensamente densa, con una cucharilla de café huérfana de cuberteria.

También lo puedes hallar entre los cantos rodados de la orilla de un río, prácticamente virgen. Entre ellos, como las hojas caídas y el musgo, se deposito esa paz que puede hacer de confortable colchón mientras te pierdes en las páginas de un libro, al cual tratas como un amante reciente y codiciado. El sonido armónico de las pequeñas cascadas, sobre las piedras tatuadas de verdín y valientes rayos de sol que desafían la férrea bóveda de ramas generosas y altivas, te acompaña dándole ritmo y armonía a tu lectura. Parece imposible comprender el movimiento elegante e impercetiblemente continuo de la naturaleza en un momento en el cual creemos que el tiempo se ha detenido de pura inutilidad en nuestras vidas.

    

Flota también la paz en los aromas de moras que ascienden sinuosos y coquetos hasta nuestra nariz, mientras deshaces, dedicado y paciente, el azúcar blanca sobre el puré denso y nazareno que quiere ser mermelada. La cadencia de la cuchara en el interior del dulce futuro y generoso desafía a la ausencia de premura en mis actos presentes y futuros y descubro mi sonrisa en el reflejo cristalino del aspirante a golosina.

Solo el canto del gallo kiriko la quiebra en ese momento, casi diminuto, previo a que la casa se despierte. Ese instante en que el paisaje es postal y escenario. Eres foto y escultura en medio de la inmensidad verde de cien mil matices, solamente quebrada por el desafío centenario de la solida iglesia y las pinceladas de tejados toscos y rojizos. El cielo se descuelga, cambiando a cada segundo, para seguir siendo idénticamente bello. Enmarañado entre las hayas y lo castaños, se deshilacha su madeja de algodón líquido e inconsistente.

Solo en ese momento, diminuto y eterno, en que el mundo se para para arrollarte con un tsunami de belleza intangible y, a la vez, tan cierta, solamente en ese momento eres capaz, por unos breves segundos, de descubrir ese estado de elevación y bienestar interior. Ese instante en el que el mundo no importa, ni nada ni nadie tiene cabida en ese espacio que alberga nuestra corporalidad. Es una especie de comunión con uno mismo que se convierte en una explosión de energía interior que recarga nuestras baterías de un modo súbito y placentero.

Extiendes los brazos y la sonrisa más allá de donde nunca pensaste que podrías llegar. Miras al vértice del valle que te guarda perezoso mientras se quiebra el sol en sus crestas grises. El aire fresco te levanta unos centímetros del suelo, depositandote en los aromas dulzones del tejo que da sombra a la casa. Sólo tú. Tú y el paisaje. El cielo deshilachado y tu alma, tranquila y levemente sonriente. El tiempo detenido y la paz, interior e intransferible.

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