miércoles, 31 de agosto de 2011

Nadie ha estado una o ninguna vez en New York

Me desespera la indecisión humana, me pone muy nervioso. Me hace estar indeciso entre matar a la persona o solamente dejarla lisiada. Y no me gusta esta sensación. Me hierve la sangre cuando veo a alguien que carece de este preciado líquido denso y rubí discurriendo por sus venas, a una velocidad que le garantice oxigenar el cerebro lo suficiente para no babear, coordinar movimientos y tomar decisiones.

Cada vez que tropiezo en la senda de la vida con alguno de estos superformados, con 3 MBA, 4 idiomas, 2 carreras, un cursillo de la CAM de diseño gráfico y tres colecciones de cromos de Panini de la Liga española, y que son incapaces de decidir frente a la estantería de la oficina si quiere usar los Post-it rectangulares o cuadrados, pierdo mi fe en el género humano, la política educativa y en las garantías constitucionales. Todos somos iguales. Y una mierda.

Hay gente que está en el mundo porque tiene que haber de todo. Gente que ocupa un espacio físico en el orden global para que salgan bien las fotos de los satélites americanos. Se dejan llevar por la inercia de la Vida, hacen todo aquello que se espera de ellos, son políticamente correctos pero incapaces de tener un atisbo de genialidad o capacidad de decisión para cambiar el rumbo de las cosas, dejando su huella y sello personal. Son los tibios.

Son aquellos que le provoca la misma emoción un atardecer en los Andes que la valla de las ofertas escolares de Carrefour. Aquellos que podrían permanecer frente al televisor, sin cambiar el gesto ni la presión sanguínea, si les cambiamos la cadena o le apagamos el plasma de sopetón. Este tipo de personas que cuando camina por una calle no sabe si va o si viene, ni creo que tenga capacidad para comprender la diferencia entre una y otra cosa, aunque se lo explique Super Coco.

A mí me atrae en la vida la gente que toma partido, que asume riesgos, que lidera decisiones aunque sea  qué sabor quieres el polo de hielo en el kiosco de la playa. Quien apuesta por el blanco o por el negro, aún a riesgo de perder y que no se refugia eternamente en el gris como actitud de vida y tono vital continuo. Me gusta la gente a la que sus vivencias le dejan huella, le agradan o desagradan, las asume y las transmite con emoción. La gente que es del Barça o del Madrid. De izquierdas o de derechas. Que le gusta la carne o el pescado. De Londres o de París. Dulce o salado. Bisbal o Chenoa. Beatles o Rolling.

El tomar partido y defender tus preferencias no incluye, por supuesto, el afán desmedido por la destrucción del contrario. El respecto a la otra forma de ver las cosas, a la diferencia, es un ejercicio de inteligencia emocional y de tolerancia. Aprender a compartir y convivir con el diferente nos hace más iguales y más abiertos en la visión de los escenarios en los que transcurren nuestro viaje vital.


Por todo esto respeto más a mi rival, que defiende con ardor guerrero sus principios, que al pusilánime que se refugia en el acomodo del "no sé, lo que tu quieras". Ese ser gris, casi transparente, como si de un envoltorio de film de cocina para cuarto y mitad de mortadela y vísceras se tratase. Que ni siente ni padece. Que no respira por no molestarse a si mismo. Que es incapaz de trasmitir emoción en un gesto en una sonrisa o en una decisión, por equivocada que esta sea.

No creo en las hojas que arrastra el río, si no en las ramas que luchan, varadas entres las rocas, contra la corriente. Aunque yo sea el barquero y las tenga que esquivar para llegar a buen puerto. Prefiero ser rama que cambia el curso que hoja que flota insulsa a merced de las corrientes ajenas para acabar los días, húmeda y podrida, en un margen olvidado de esta historia.

Dejo de mirar al espejo, después de este discurso que me autopronuncio. Cierro despacio la puerta del armario de la sombría habitación, observando mis movimientos como si lo hiciera desde un punto de vista externo y elevado. Giro sobre mis pies sin prisa pero sin pausa, intentando reconocer cada centímetro cuadrado de la estancia y fijarlo en mi memoria. La penumbra es atravesada por unos rayos de luz fragmentados en cientos de puntos ovalados por las ranuras de la persiana, vieja y polvorienta. Mi respiración digiere, agitada, el contenido de mi alegato. Dejo caer el peso de mi cuerpo sobre la pared de gotelé blanco, sintiendo como mi piel reconoce el mapa táctil de su dibujo. Y pienso "La libertad es aliada de la coherencia y de la memoria"

Siento que las paredes se reducen conforme crece mi necesidad de respirar aire limpio y luminoso. Mi ritmo cardiaco se agita levemente como si corriera sin rumbo ni razón. Apoyo las palmas de mis manos sobre la pared rugosa y antiguamente blanca. Quiero no perder el contacto con ella segundos antes de emprender el salto. La indiferencia y el abandono no forman parte del camino. Me da vértigo reconocerme en algún momento en una frase similar. Pues yo he estado en New York una o ninguna vez.












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