sábado, 3 de septiembre de 2011

Los botes de cristal de caramelos de Harrods

Siempre he sentido especial atracción por los los dulces chic. Especialmente por esos botes de cristal, rellenos de caramelos de vistosos colores y sofisticados sabores, que venden en Harrods. Esas bolas inperfectas de azúcar, dibujadas en varios tonos  a gajos como los balones de playa, con el brillo nacarado que da el caramelo y el color intenso y bien combinado que da ser londinense. Las hay de multitud de sabores, con multitud de etiquetas. Más serias, más clásicas, más funnies... Todas en esos maravillosos botes  cúbicos de cristal transparente, de tapa metálica y dorada, que dan aspecto de rebotica del Sr. Wonka al rincón donde se encuentran en los almacenes de Knightsbridge.

Cada uno de los botes contiene más de un centenar de esas maravillas diminutas que se deshacen en el paladar, inundando de sabores sugerentes las papilas gustativas y transportando nuestra mente a salones de té y delicados espacios de look British donde sumergirse en el placer de perder el tiempo en la contemplación de lo exquisito. Decenas de sabores, decenas de universos, decenas de combinaciones de colores. Unas al tono, otras de atrevido complemento, todas elegantemente divertidas. Un capricho deseable sin connotación pecaminosa, como la vida misma.

Cada uno de estos universos es singular, con una personalidad propia. Unos son más frutales, ingenuos, luminosos. Nos retrotraen a escenas de campo y estío. Otros son sofisticadamente intensos, casi nocturnos. Parecen escondidos en nacaradas perlas que se disuelven, sinuosas, en nuestro paladar, como si de una inmersión en un océano de caramelo y canela se tratase. Frutas, especias, esencias para que cada uno encuentre su bote de cristal favorito, relleno de sus pecados personales favoritos, bajo su tapa dorada.



Al igual que los sabores de este universo dulce, cada uno de nosotros tenemos una composición de esencias, especias y matices de hebras de caramelo. aunque nuestra apariencia externa de humanos sea similar, como pasa con los botes de Harrods, el interior, el contenido nos diferencia. Primero por la apariencia externa, la combinación de color, el etiquetado, el sugerente nombre. Despues se retira el precinto trasparente y ese sonido seco y rotundo que quiebra el momento anuncia que tenemos acceso al contenido, tras abrir la dorada tapadera.



En ese instante comienza un relación especial entre el interior de nuestro bote y quien accede a él. Una comunión irrepetible que será la que defina la relación entre ambos. El conocido y el conocedor. Nunca jamas volverá a ser igual. Si es satisfactoria la misma habrá, posiblemente, oportunidad de repetirla y seguir desarrollando el vinculo entre caramelo y paladar. Si desagrada la textura y el sabor, el conocedor, elegirá otro bote, incluso otra marca. Este será el peor de los casos, cuando nuestro bote quede abierto, la expectación creada no satisfecha y el precinto y la integridad del envase imposible de componer.

El peligro de estos desencuentros está en la perdida de contenido que se sufre en cada decepción, y que hace que el bote sea cada vez más receloso de ser abierto por el primer desconocido que se encapricha de nuestra composición o colorido sin conocer nuestra esencia, la intensidad de nuestro sabor o la duración en la memoria del conocedor del aroma y textura nacarada de nuestra corporalidad. Cuanto menos caramelos quedan en el interior de nuestro bote, menos posibilidades damos a que sea abierto. Nuestro bote se vuelve receloso y custodio de nuestra cada vez más mermada integridad.

Ya no estamos en la primera línea de la estantería, no somos un brillante y precintado bote a estrenar. Alguien nos cerró sin querer seguir ahondando en nuestro sabor, antes de convertirnos imprescindible para su paladar o en su sabor favorito, al que jurarle fidelidad eterna. Estamos, ahora, encima de la encimare de la cocina, o en la mesa de una oficina de diseño esperando que alguien con más curiosidad por el sabor que por el brillo de nuestro cobertura inmaculada que nos daba ser un objeto a estrenar. Mermados en nuestro contenido pero no en la necesidad de cumplir nuestro fin último. Satisfacer un paladar que se rinda a nuestros pies y se convierta en adicto a nuestra corporalidad. Lo importante es poder mantener la integridad de nuestro sabor y esencia, aunque el número de nuestras grageas disminuya. Esta define nuestra personalidad y es una hoja de ruta para nuestra coherencia vital.

El único peligro es que en el camino nos encontremos con algún desaprensivo que empeñe en rellenar nuestro bote de otros sabores, otros aromas o, incluso, convertirse en un coleccionista de botes a medio consumir y que abre caprichosamente, alternando caprichosamente el contenido de varios, hasta agotarnos y lanzarlos al cubo de la basura, o aun peor, rellenarlos de los restos de un bote de tomate frito barato y olvidaron en una leja del frigorífico.

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