miércoles, 14 de septiembre de 2011

La mañana del funeral

Ella miraba ausente desde la ventana de la cocina. Sus piernas cansadas la mantenían firme en este momento en que todo parecía derrumbarse. Siempre habían sido unas buenas aliadas en el duro camino que recorrieron juntas. Carecían de edad y su presencia física era intemporal, casi impensable en una mujer de su edad. Descansaban en unos zapatos negros y prudentes de tacón ancho y bajo.

Sus ojos grises parecían esconder el relato de su historia. Fieles guardianes, discretos confesores. De repente, volvieron a la realidad gracias al tintineo de la cucharilla sobre la taza de café con leche. No podía llorar, no sabía hacerlo ya. Tantas lágrimas habían secado sus ganas y la habían endurecido. Sólo sus pupilas reflejadas sobre el cristal asemejaban contener esa dosis de tristeza líquida.

De repente se volvió sobre sus talones dirigiendose a la bancada de la cocina. Yo la miraba cariacontecido. Contemplaba absorto la decisión con que realizaba todos sus movimientos. Cogió el tazón y bebío despacio pero sin pausa un trago largo. No era el trago más amargo que tendría que padecer esa mañana.

Nunca le gustó el negro riguroso en el vestir. Siempre lo adornaba con un giño casi irónico. Estaba espectacularmente sobria. Discretamente triste. Su pelo gris, eternamente despeinado hacia detras, le confería personalidad propia. Toda ella la destilaba. Su manera de mirar, su manera de andar, su manera de reirse, su manera de entender la vida.


Mientras tanto mi respiración retumbaba en mi cuerpo hueco. Me siento vacio y me asusta. No siento absolutamente nada más allá de cierta sensación de alivio. He llegado a dudar si mis organos se disolvieron durante esta noche larga y extraña.

El cansancio me venció tras arroparla y darle una pastilla para dormir. Necesitaba descansar, ella más que yo. Nos costó convencerla para abandonar aquella sala angosta de aire viciado y tétrico ventanal a la muerte cercana. Nunca me gustaron los tanatorios. Nunca nos gustaron a ninguno. Ni a los de un lado del cristal ni al del otro.

Dejó el tazón sobre el granito frio como una lápida y me miró sin decir nada. No supe entender el lenguaje gris de sus ojos. No alcancé a leer ni comprender si su mensaje era de tristeza irreparable o de descanso bien ganado. Yo tenía claro lo que significaba para mí todo esto, pero mantenía la duda razonable sobre lo que acontecia en el interior de esa cabeza, de ajada y serena belleza. Sólo las cuencas de sus ojos gritaban pidiendo más atención y cariño del que nunca en la vida habían demandado.

La abrazé sin preguntar. Mis ojos verdes se quedaron colgados en la misma ventana de la cocina. Ví pasar toda mi infancia entre los visillos de vainica y lienzo tostado, mientras reconfortaba entre mis brazos a mi madre. Nunca pensé que alguien como ella necesitara, en algún momento, más fuerza que la que ella misma destilaba. Dudé si se sentía más sola ahora o antes de estos acontecimientos, que nos cogieron por sorpresa aún siendo predecibles.

Cogimos nuestros abrigos tras separarnos con cierto pudor. El silencio nos acompañaba en todos nuestros movimientos. Suspiramos hondo, los dos, en distintos puntos de la casa. Necesitariamos todo el aire que pudieramos acumular para superar este último trago. Nunca nos gustaron las despedidas. Cerramos la puerta de forma seca. Nuestro mundo ya no sería igual la próxima vez que se volviera a abrir. Ni el suyo ni el mio.


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