martes, 13 de septiembre de 2011

Buscando los zapatos rojos de Oz

Miro al suelo y veo mis pies descalzos. Tan descalzos que siento el tramado de la hierba en mis plantas. Húmeda, sencilla, verde. Mis pies desnudos tararean con sus dedos una vieja canción de Shakira. Mi nostalgia le hace los coros. Eso es la cavanga, que dicen en Nicaragua. Esa morriña de los buenos tiempos. Sobre esos pies desnudos se disuelve un arco iris que trepa por el azul impoluto del cielo. Se apoya en nubes de algodón cardado. Un camino de colores imposible de transitar y deseado como el que más.

Algo me impide subir por su líneas paralelas e infinitas. No solamente su ausencia de corporalidad no lo permite. Hay algo que no me deja emprender la marcha, como si de una estatua de arenisca se tratase. Mi medula espinal no transmite emociones ni ordenes de mi cerebro, tan pétreo como mis manos, mis ojos o mi alma. Cerebro, corazón y alma no se encuentran en la misma dimensión, ni siquiera en el mismo estado de voluntad.

¿Qué es aquello que no me permite articular movimiento, palabra o voluntad? ¿Qué es eso que ralentiza mi flujo sanguíneo y el anímico?¿Por qué soy incapaz de moverme de un sitio donde me siento cómodo pero del cual sé que no es mi destino, ni siquiera una estación importante en la línea de mi vida?

Hay algo sin duda. Algo que aprisiona mis tripas como la pata de un elefante aprieta la barriga del domador derrotado y abatido. Algo atenaza mi voz, ahoga el grito que se prevé tras un golpe sobre la mesa, cambiando la pendiente de esta historia. Quebrando el silencio de lo rutinario, ese golpe seco y hueco que provoca la palma de la mano sobre el tablero seco y cansado de esa mesa que sabe más de nosotros mismos que nuestra memoria, grita basta. Hasta aquí llegó la riada del 57.

Espero ansioso el desgarro de ese silencio. El grito firme y el empujón interior que separe mis pies de la cómoda y predecible hierba. El motivo último para cerrar los ojos, llenar lenta e intensamente los pulmones de aire, y dar el paso inicial sobre ese arco iris de minúsculas partículas de una lluvia finita y antigua. Anhelo el momento en que puedas más mis ganas por encontrar los chapinetes rojos que la comodidad y frescor de la hierba bajo mis pies desnudos.

Giro la cabeza sobre mi tronco acartonado y prieto de temor a lo desconocido. Busco con mayor velocidad de mi mirada que la de mis movimientos el responsable de ese golpe seco y ese empujón al vacío futuro. Nada veo más allá de mi propio cuerpo anclado frente al camino de los siete colores. Nadie me acompaña en esta escena congelada y naïf. El paisaje y yo. El camino y mi soledad. El pasado y las nubes de algodón cardado.


Nada ni nadie espera romper el silencio de mi indecisión. Nada ni nadie reivindicará mi libertad que no sea mi propia voz y mi decidida voluntad de cambio, si es que esta existe ciertamente. Mi voz y mi voluntad. Tengo la sensación de la presencia de un música, animal y sencilla, que envuelve por completo la escena, como el celofán de las cestas de Navidad. Es un estadio de tranquilidad impostada. De paz ficticia. Sólo yo y mis circunstancias. Solamente yo y mi encrucijada.

Quiebro la rigidez de mi cuerpo atemorizado. Froto mi frente en actitud de duda e indecisión. Comparte caricia con mi mandíbula. Miro de nuevo a mi alrededor y constato la soledad absoluta de este tipo de decisiones. Levanto las puntas de mis pies, equilibrando mi caos personal sobre mis talones, como si buscara distancia en la decisión. No queda otro remedio.

La senda que me trajo hasta aquí ha sido devorada por la maleza del camino. Ese que uno no quiere volver a recorrer, ni para tomar aliento ni fuerza. Cierro de nuevo los ojos en búsqueda de cierta paz interior, necesaria, extraviada. Sólo queda decidir cuando y como. No queda otra opción.

Descubro que esa fuerza interior que me detiene y me congela no es más que miedo escénico. Vértigo a lo nuevo sin vuelta atrás. De todos es sabido que el miedo es libre y cada uno coge el que quiere y yo en este viaje llevo las alforjas cargadas. Es licito el miedo a lo nuevo y a los cambios. La valentía no es una condición sinequanum para pertenecer a este mundo. Todo lo contrario, parece estar de moda su ausencia en la forma y en los modos.

Por eso creo que realmente toca saltar. Quebrar el hielo que me atenaza y correr por la senda intangible de los sueños posibles en busca de unos zapatos nuevos, que me eleven sobre el suelo y me permitan crecer como persona y buscar nuevos horizontes. Más allá del arco iris que despierta tras la borrasca y la lluvia.

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