domingo, 4 de septiembre de 2011

Las tardes de domingo

Troceo despacio una cebolla tierna sobre la tabla blanca. Es un proceso mecánico, casi un ritual. La forma de realizarlo no es casual, forma parte de mi particular forma de actuar. Primero la limpio, le retiro la parte verde, las raíces y las dos primeras capas. Ni una ni tres, las dos primeras. La parto por la mitad, y la troceo en 5 trozos, con cortes paralelos. Otra vez cinco cortes perpendiculares a los anteriores. Junto y amontono sobre la tabla los trozos con la ayuda del cuchillo. Los vuelco sobre el bol de loza. He superado la prueba de no llorar con la cebolla otra es más. Supongo que he perdido la capacidad de hacerlo por culpa de la cebolla o de cualquier otra cosa.

Enciendo la vitro y pongo el mando al 6. Saco dos botes de tomate entero de la despensa. Los abro, escurro el caldo en el fregadero y los vierto en la fuente, después de haber puesto un cazo con agua al fuego. Saco dos huevos morenos del frigorífico. Los dejo sobre el paño de cocina para que no resbalen. Troceo los tomates sobre el lecho de cebolla cortada. Me encanta la sensación suave , casi acuosa, del cuchillo troceando el rojo intenso y húmedo de los tomates en conserva. El agua rompe a hervir e introduzco los dos huevos en ella. Los del paño. Siempre dudo la cantidad de tiempo que tienen que estar unos huevos hirviendo para estar duros. Hay quien dice que 3 Padrenuestros. No veo la relación entre el rezo y la dureza de los huevos, con lo cual prefiero el reloj. 10 minutos me parece una buena opción.

Unas aceitunas negras y una lata de atún. Cuantas latas. Mezclo los ingredientes en la fuente mientras se terminan los huevos de enfriar. Los pelo y troceo para añadir a la fuente. Sal generosa, un buen chorro de aceite de oliva y un último golpe de muñeca para ligar los ingredientes. Abro la nevera y siento su aliento helado sobre mi pecho, que brilla de repente. Introduzco la ensalada y cojo uno de esos botes plateados que forman parte de mis vicios y filias.

Cierro la puerta de la nevera con el codo, mientras me cuelgo de una noticia en el televisor. Mundo convulso en una tarde de domingo soleada y no excesivamente generosa en grados. Escucho el sonido de mis pies descalzos sobre el cemento mientras me concentro con cierta desidia en algún conflicto islámico.

Me dejo caer en el sofá mientras dejo la Coca Cola en la mesa de centro. El algodón indio de la cubierta se adhiere a mi cuerpo como una segunda piel. Las cortinas corretean por el mirador, jugando con la luz de una tarde recién nacida. Mientras termino de rebañar el plato con un pequeño pedazo de pan, sigo pendiente de mi ventana catódica al mundo.

Cada vez me gusta menos ver las noticias. No me reconozco en este mundo crispado y que rueda sin control por una cuesta de guijarros. No me gustan las explicaciones de los que mandan ni los reproches de los que esperan como buitres su caída. No me gusta que se pongan de acuerdo solamente para negarnos la posibilidad de opinar cuando nos toca, en las cosas importantes de verdad. Me gusta aún menos que lo hagan a trompicones, con prisas y a escondidas. Me da igual quien lo justifique. No me gusta. Me da pánico estar en manos de esos seres inhóspitos y sin escrúpulos, carentes de rostro reconocible, que se hacen llamar los mercados.

Engullo el último trozo de pan, con ayuda de un trago tenso de refresco, sin quitar la mirada del televisor. Escupiría a la pantalla si no tuviera que limpiarlo luego. Cambio el canal para no terminar con la soleada tranquilidad de esta tarde. Busco algo banal, sin pretensiones. Una serie antigua, un clásico de cine de tarde familiar, una reposición con la que poder superponer los diálogos en un juego estúpido y superficial. No es tiempo de cosas serias, menos mientras recorro lento el perímetro de un sandwich de nata con mi lengua, como si de una travesura infantil se tratara.


Rasco, inconsciente, mi gemelo izquierdo con mi pie descalzo. La tarde se descuelga menos agria por los absurdos personajes de El coche fantástico. Ordeno los últimos días en mi memoria, como si tratase de archivarlos por expedientes. Reconozco que llevo una temporada contemplando mi vida desde un punto de vista externo, y me cuesta acostumbrarme a esta nueva situación. Como bien dice una buena amiga, gurú y confesora, desde un tiempo a esta parte ya no soy el mismo. Nada me afecta de la misma forma que lo hacia antes. Las cicatrices de mis últimos golpes me han hecho fuerte pero también mucho menos permeable. No bajo la guardia con facilidad, quizás ni con dificultad.

Cada vez son más escasas las oportunidades para creer en nada o en nadie que no haya demostrado previamente creer en mí sin reticencias. Aún en este último supuesto, conservo la duda, saltando las alarmas al primer síntoma de decepción y haciendo caer compuertas que me preserven del daño futuro.

Suena el teléfono con un previsible decepción, que ni altera mi rutina en el sofá ni mi ritmo cardiaco. Cuelgo pensando en arrancar otra página del cuaderno de las oportunidades mal dadas. Sigo rascando mi gemelo de forma inconsciente mientras observo la televisión con un ánimo férreo y gélido que me asusta hasta a mí mismo. El sueño lucha por vencer mis párpados frente a unos ojos curiosos de una banalidad que no permita espacio para que crezca la decepción en mi interior.

La tarde se hace adulta al compás de las cortinas. Yo me he hecho adulto al compás de un tango roto. No queda espacio para más letras de bolero de insomnio infinito en pos de esa pasión rasgada y de eterna herida abierta.

Echo de menos a ese yo que se ha perdido en mil batallas. Echo de menos su sonrisa, que cada vez se hace más cara de ver. Su inocencia y su generosidad, que se conformaba con el gesto más absurdo para sentirse infinitamente afortunado. Echo en falta las mariposas, los nervios o la ilusión, quizás alguien se las llevo a escondidas y las soltó en la bahía de Estambul, un atardecer frío de invierno. Me gustaría recuperar la confianza ciega que destrozaron a jirones en tantas mentiras y traiciones, hace tantos septiembres que no los sabría contar. Echo de menos pensar que todo esto pasará y volverán la ilusión, las mariposas y las sonrisas. Me echo de menos y cada vez tengo más dudas de si algún día volveré una tarde de domingo cualquiera.

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