miércoles, 21 de diciembre de 2011

El temido espíritu de la Navidad

Las luces tintinean, apresuradas en los escaparates. Sus hermanas pobres lo hacen en los balcones entre Santa Claus Made in China y absurdos molinetes de colores. El frío ha llegado tarde a su cita anual y hoy empieza el invierno. El olor a castañas y curros invade las calles céntricas de la ciudad, entre el ir y venir ajetreado de quien tiene que concluir imposibles listas de presentes.

Este año, los villancicos suenan más nostálgicos, casi con un fondo triste. En algunos momentos, al asomarme por mi ventana, viene a mi memoria el retorno a Tara de Escarlata O'Hara. Asociación de ideas. Estas fechas saben, este año, a derrota y tristeza.

Tengo la sensación de que todo lo que está ocurriendo es una venganza del Destino. Un golpe de mano de los Dioses griegos y egipcios para que las cosas retornen al sitio que ellos dispusieron. Siento que me abrasan las entrañas, como si de las alas de Ícaro en llamas se tratase, en respuesta por haber desafiado a lo humano y lo divino con el único objetivo de ser libre. Siento la escarcha helada en las cicatrices, aún frescas, de esta batalla mientras la penumbra del ocaso se apodera de todo.


Cierto es, que son esas luces navideñas las únicas que desafian a la manta negra que atenaza cada atardecer la ciudad. Ellas y las sonrisas de los niños que están a mitad de camino entre incrédulos y satisfechos ante este duelo desigual. Ellos son ajenos a nuestras penurias y batallas. A nuestras derrotas y herencias de tristezas y nostalgias acumuladas. Solamente ellos pueden atisbar, tras de esos pequeños destellos de leds, la magia oculta de la Navidad.

Cada vez que uno de esos niños levanta el dedo señalando esas luces, o el camino incierto por el que ha de llegar el trineo ansiado de Papá Noel, emerge del mismo un rayo invisible y tenaz que disuelve al instante toda sombra y rastro de desesperanza. La fuerza cósmica de su ilusión infinita, de su forma de creer a pies juntillas en algo científicamente increíble,  pero que año tras año sigue residiendo en el interior de todos los infantes de este mundo que nos ha tocado sobrevivir, es capaz de producir descargas intangibles e inabarcables de positividad y buena onda.

Las sonrisas revolotean, casi locas, quedando prendidas en nuestras solapas, en nuestras bufandas. Se disuelven, bañando de colores imposibles nuestra apariencia enjuta y triste. Y se renuevan a nuestro alrededor aromas de castañas asadas, porras y canela molida. Y descubrimos el tintineo de un carrusel en el aire que despierta las notas alegres de un viejo villancico americano, que todos tarareamos a la vez y del cual desconocemos la letra.

Sin saber muy bien no cómo ni cuándo se ha introducido por los puños de nuestra chaqueta, rascando diligente la costra caliza de nuestro corazón, el temido espíritu de la Navidad. Ese que nos trae consigo imagenes antiguas,algunas en blanco y negro, otras en color instamatic, metidas en una caja antigua de galletas, de aquellas de latón donde nuestras abuelas confinaban sus más preciados tesoros, los del corazón. Ese que es capaz de hacernos recordar el sabor intenso de los almendrados de Conchín, o de los rollitos de vino de la señora Eufemia. Ese que tiene la textura firme y suave de un buen turrón de Jijona, el blando.

Entre sabores e imágenes nos trae a quienes ya no están y nos enseñaron a utilizar, cuando eramos niños, la fuerza cósmica de nuestro dedo para apuntar al negro cielo desde la ventana del pasillo o desde el Belén de la Muntanyeta. Vienen para recordarnos que entonces el cielo era tan negro como ahora, y que  ellos les faltaban los mismos generales que nos faltan a nosotros para dirigir la batalla eterna de la Vida. Vienen para recordarnos que el día que los niños, ajenos a los avatares de este mundo, dejen de apuntar con su rayo iluso al cielo, acabara el mundo tal y como lo conocemos.

Y entonces, el aire se hará irrespirable y desaparecerá el color de las solapas de los grises abrigos de paño inglés y las sonrisas de nuestras bufandas para siempre. Y nunca más vendrá, por mucho que lo invoquemos y lo añoremos, el temido espíritu de la Navidad

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