jueves, 5 de diciembre de 2019

En constante tránsito

Últimamente me hallo en constante tránsito, como Santa Teresa. El viaje siempre es un tiempo de reflexión y desconexión perdido, o más bien colgado, en el paisaje. Este pasa raudo, bien sea en la ventanilla de un tren, quitándole a La Mancha esa impronta de quietud, o surcado ese manto de nubes que deslavaza el avión en su camino.

Esas estampas móviles y efímeras, que duran ese instante en el que tú posas los ojos en ellas, para dejar adentrarse a tu mente, huidiza y dispersa, a través de campos, o cielos. Me hacen sentir vivo.

Viñetas fugaces, retratos del alma y refugio de anhelos, desdichas o banales proyectos. Son sus habitantes, todos esos pensamientos que se nos escapan tras el cristal y se quedan prendidos de alguna rama, o en el recodo dulce y esponjoso de un cúmulo.

No soy habitante de ningún sitio, me siento errante y ciudadano del mundo en estos instantes. Como mis ideas, permanezco asido en algún árbol, en un nuevo proyecto, el tiempo justo para saltar de uno en otro. Como en una danza tribal, ejecuto círculos y mantras. Repito trayectos, retomo asuntos, diseño sobre papeles trazados para darle la quinta vuelta al mismo salto.



Pero reconozco que en este trasiego me siento yo en estado puro. Libre y en movimiento. Sin ataduras pero más comprometido que nunca conmigo mismo y con los míos. Con más libertad de realización como persona y como proyecto. Sin pesos muertos en las espaldas.

Estos últimos tiempos han tenido mucho de cambio y de cataclismo. Decepciones y errores de cálculo. Apuestas arriesgadas y compromisos que afrontabas a sabiendas del precio. La cosecha no ha sido boyante, ni en lo personal ni el lo laboral, en ciertos casos. Pero es cierto que ha sido reconstituyente, reafirmante y rejuvenecedora. Parece una crema cara de esas que anuncian en prime time, y que son capaces de abrir las aguas del Mar Rojo en la tercera aplicación. Me ha servido para conocer mis fuerzas, mis deseos, mis filias y mis fobias, mis líneas rojas.

Y ahora, con mis plantas levantados 15 centímetros del suelo, con la ayuda del reposapiés del AVE, y no del éxtasis místico, me siento más entero, más sincero, más yo. Y me gusta ser así. Y si soy cambiante como el paisaje de las ventanillas del tren, eso seguramente me haga único. Que no perfecto

Veo los campos de voluptuosas formas, entonados en gamas de colores otoñales, que se recortan a su antojo sobre el azul grisáceo de los otoños. Pasan veloces. Desaparecen en la oscuridad del túnel y me encuentro a mi mismo reflejado en el cristal. Y me reconozco, a pesar del movimiento.

viernes, 21 de diciembre de 2018

Blanca Navidad

La cocina es amplia y rectilínea. Blanca y con una gran isla central como si de un altar para sacrificios se tratara. El sol entra de soslayo por la ventana que da al jardín. Ella trabaja meticulosa y triste, con su mente pérdida en los recuerdos sudorosos de la piel que desea. De fondo, su marido, el patriarca, espera a los invitados, babeante y somnoliento, entre resúmenes deportivos que inundan el fin de la tarde de las enésimas victorias de su deportista favorito. Efectivamente, cada cual tiene sus sueños. Ella retozando con su amante, él retozando con los cojines de ese sofá carísimo de diseño italiano.

Mientras cuece el marisco de la cena, resignada, pierde su mirada en el jardín pensando en que toda jaula de oro tiene un precio. En algunos casos, el del trabajo resignado, en otros, el de la propia dignidad y autoestima. A veces los bolsos de marca se convierten en la peor de las adicciones, y el regalo más fácil que siempre puede comprar la secretaría.

Un ronquido entrecortado por el sonido estridente del móvil la devuelve a su celda blanca. A él lo devuelve al mundo de los vivos, gruñendo porque nadie coge ese teléfono. Aparte de un talento natural para los negocios, tiene el de crispar la paz mundial gritando como un labriego sin bajar los pies de la mesa de centro.

Ella contesta, pidiéndole perdón en voz baja, odiándole en silencio. Él sube el volumen de la crónica deportiva omnipresente, con ademán de incomodidad por no poder concentrarse en la sucesión de puntos de break encadenados con una canción de AC/DC.

Al colgar, ella intenta organizar la logística de sus suegros y cuñados, sin conseguir captar la atención del interesado ni sacarlo del ritmo endiablado de punto, juego, set y partido. Nena, no me molestes y resuelve tú. Yo ya trabajo por todos.

Aprieta el móvil en su mano, y las lágrimas en sus ojos. Tengamos la fiesta en paz, o la vida.... piensa ella. Que pereza mi familia, piensa él. Solamente han perfeccionado el don de molestarme... masculla entre anuncios navideños.

La tarde cae rápida en este invierno recién estrenado. Y ella se afana en que todo esté perfecto para demostrarle a su suegra y cuñadas que no tiene rival. Que ella es la señora, la dueña del cortijo. Estas pequeñas vendettas le permiten superar sus complejos de niña mona de barrio que nunca encontró su lugar en su jaula de oro, por más que lo deseó y destruyó a quien hizo falta por conservarlo. También le sirven para sobrevivir en ese infierno elegido. 

Mientras pliega las servilletas de hilo, meticulosa y triste, se vuelve a perder en los definidos pliegues del abdomen de su amante. Al único hombre que ha amado y al que resignada, se conforma en complacer, en escapadas furtivas de sus respectivos infiernos.

El tiempo se disuelve entre el especial de Raphael y los gritos a filas a los vástagos, que parecen aislarse de toda esta ceremonia en sus universos personales de las plantas superiores. Casi todo está listo para ponerse sus mejores galas, de marcas carísimas e inalcanzables para el resto de los comensales, y dejar claro quién es esa familia perfecta, que alardea en todo perfil de red social que se precie. Parecen necesitar apuntalar la fachada para que toda su ruina moral siga intacta. Eso sí, en una estupenda mansión blanca e impoluta, con una cocina blanca amplia y rectilínea que permita disfrazar el precio de sus miserias humanas en esta noche de reencuentro, tan familiar como obligado.


Suena el timbre. Al otro lado de la puerta los padres octogenarios, y abandonados en su propia soledad, de él. A este lado abren la puerta los dos, con la mejor de sus falsas sonrisas y su peor soberbia real, desempolvando el amor fingido y comienza la función. Feliz Navidad

miércoles, 18 de julio de 2018

Las paseantas

Julio despliega, cansino, su sopor estival. Aunque el aire mece las hojas distraídas de los árboles, que se entrelazan con los coches ausentes  a lo largo de mi calle, las verdaderas reinas son las moscas. Las tardes zumban lentas con el ritmo de su vuelo quebradizo y mantrico. Ellas la recorren de esquina esquina, rompiendo el trazo de su trayecto y cobrando una nueva ruta impredecible, al igual que quebradiza.

Como moscas, que aletean el olor agrio de las calles resecas y medio limpias, las paseantes vagan de esquina en esquina, rompiendo sin ton ni son su senda, zumbando con sus móviles en letanía así igual de mantrica que las moscardas. Hay una por esquina, o incluso varías. De vez en cuando se reúnen en algún punto concreto, casi siempre que consideran como propio, o que anhelan conquistar. Y zumban y zumban. Con móviles o con sus lenguas viperinas. Y quiebran el paso en macabra danza, que prevé victimas propicias para su akelarre particular. O ensalzan nuevos mantras que zumbar, ciertos o no que de tanto zumbarlos, parecen propios de nuestro paisaje diario.



Las hay más grandes y más chiquitas. Altas, gordas, bajas, calvas , peludas y y sin pelar. Pasean rítmicamente anárquicas, solas o en comparsita. De esquina en esquina, de manzana en manzana. Y la veredita, madre, no cría hierba. Y las hay rubias y negruzcas, calvas y ralladas. Como las moscas todas distintas, todas iguales. Cuando reposan de su danza, frotan sus patas delanteras, a modo de manos, y parecen sonreír de modo malicioso, mientras elucubraciones viajan como mantras por sus mentes oscuras, como la tez de las moscas.

Y emprenden su danza, de esquina a esquina, de puerta en puerta, zumbando, zumbando, que algo queda, algo flota en el aire irrespirable del julio castellano. Y pasean y vagan. Y recorren cientos de kilómetros zumbando maldades y próximos infortunios, de esquina en esquina, de movil en movil. Y su zumbido infecta El Barrio, y el sopor estival. Y con la mano las apartas a las moscas, y desearías apartar a las paseantas. Solas o en grupo. Danzando o sin danzar. Frotando tus pezuñas o zumbando sus maldades.

Y cae la noche, y el sopor se hace más denso mientras dejan de mecerse las hojas de los árboles y las persianas van bajando. La penumbra despide a las moscas que buscan luces alrededor de las que danzar. Y las esquinas y los portales despiden a las paseantas, que buscan nuevas orejas a las que zumbar. Y poco a poco se apaga el día, las moscas y las paseantas. Y que duro debe ser ser un bicho a tiempo completo y no poder parar. De esquina en esquina. De vida en vida. De mierda en mierda.

sábado, 16 de junio de 2018

Vecindonas

El miércoles hizo 5 años que llegué a Madrid. Una aventura tardía, postergada en el tiempo por fuerzas mayores y miedos menores. Hacia tiempo que sabía que mi soleado reducto frente al mar no era ya mi sitio. Alicante, la fenicia y pequeña urbe, siempre ha sido un lugar amable para el visitante y una cárcel para el residente. Su mejor virtud es lo fácil que es escaparse de ella. Por tierra, mar o aire. Para mí siempre será un lugar donde volver, pero difícilmente donde permanecer.

Madrid me recibió con los brazos más abiertos de lo que yo esperaba. No negaré que en mi juventud, inexperta y poco viajada, era un tanto arisco a una capital de interior, que en los noventa era algo cateta y casposa. Era más de Barcelona, abierta al mar y al mundo. Empapada de arte, diseño y gente que iba y venía para dejar su huella. Pero el tiempo, los acontecimientos, los amigos y los viajes me fueron haciendo descubrir la Capital del Reino. 

Lo primero que me impresionó fue su hospitalidad. Casi nadie es de Madrid, y en poco tiempo todos somos  madrileños. Te hace suya, la haces tuya solo con respirarla, pisarla, vivirla y compartirla. 

Esta urbe castellana y históricamente castiza y algo clásica, se ha abierto al orbe en los últimos años. Se ha convertido en foco de las miradas del mundo por su carácter amable y heterogéneo. Conserva cientos de micro mundos dentro de su propia esencia. Los barrios son entes diferenciados y con personalidad propia. Una urbe de micro urbes, de mini pueblos.

Los pueblos tienen sus ventajas y sus desventajas. Sus virtudes y sus defectos. Todo el mundo se conoce, para lo bueno y para lo malo. Todo el mundo sabe de todos, para lo bueno y para lo malo.

Cuando llegas de fuera, entras con cautela a un medio que piensas hostil. Yo creo que lo inteligente es adaptarte a él. Intentar abrirte a los nuevos inputs y enriquecerte. Conocer y hacerte conocer, descubrir y que te descubran. Yo reconozco que a mí mi barrio me lo puso fácil, a pesar de mis anfitriones, que eran bastantes hostiles a la flora y a la fauna. Encontré gente que te tendía la mano desde la diferencia, que te ayuda a sentirte uno más, que te alisaba los escollos propios del que llega nuevo y desconoce.

Muy pronto me sentí uno más y comencé a participar de la vida del barrio como uno más, que es como me hicieron sentir desde el principio.

Los tiempos son cambiantes y la gente viene y va, en nuestras vidas, en nuestros barrios. Todo cambia para seguir siendo lo mismo.

Pero, a veces, llegan gentes que no suman sino que necesitan destruir para colonizar. No aceptan que el terreno de juego es un bien común y no patrimonio de nadie. Llegan para imponer su modelo y su pensamiento a un estamento urbano preexistente. No conocen el sumar sino el imponer, vilipendiar, destruir e intentar anular  al semejante, para instaurar su orden. Sin ningún consenso ni mestizaje.


No me gusta la gente que resta, que llega arrasando, que carece de tolerancia y altura moral. No me gusta la gente que destruye a través del bulo, del comentario de portera, con todo mi respeto hacia las porteras, que en vez de trabajar y sumar ejercen de vecindonas en los cruces de caminos ofreciendo las mieles del nuevo orden a quien les ayude a arrasar el existente. 


Ni todo lo pasado fue mejor, ni mucho menos lo que tiene que venir. El tiempo, la edad y los viajes me han enseñado a confiar más en el que escucha y tiende la mano, el que acoge con los brazos abiertos sin preguntar por filias y fobias. Me cuesta horrores soportar a los colonizadores que intentan transformar el medio ambiente a su propia conveniencia, sin respetar lo existente ni contribuir a la mejora con trabajo común. Los sitios permanecen y nosotros vagamos y migramos por ellos. Deberíamos aprender a mejorarlos contribuyendo desde la aportación sincera al bien común. Deberíamos de reflexionar antes de excluir a nadie por la estética, la ética o la poética. Los libros se escriben con todas las letras, no solo con las que le pegan a nuestro traje. Sobre todo, por qué cuando se pretende esto, el traje acaba siendo el vestido nuevo del emperador. Sin tela, sin verdad, sin esencia.

lunes, 25 de septiembre de 2017

La poética de los actos épicos

Siempre me han fascinado las acciones épicas. Las victorias de David contra Goliat. La creación contra los elementos. La justicia frente a la sinrazón. 
Pero en estos tiempos de aguas convulsas, me cuesta reconocer a ambos. Solo veo sinrazón intentando imponer su propia justicia cortada a su propia medida, y retorcida para ser útil para extraños intereses.

Siempre me ha gustado la poética de las gestas épicas. Los griegos y sus cabellos de Troya. Los astures contra los musulmanes. Quijote contra los molinos...

Cierto es, que detrás de la poética se esconde la vida real y el día después. Y que todo decorado, por hermoso que sea, tiene tramoya y se sustenta de palos y cartones.

La épica es preciosa. Pero las armaduras deben ser incómodas de llevar y provocar heridas incurables. Y los tambores de guerra y las músicas triunfales solo quedan bien en las superproducciones de holiwood. El campo de batalla real solo huele a pólvora, sangre y miserias humanas.

Y es que, vista con distancia, sin música, sin decorado, sin extras invadiendo calles y entonando cánticos de guerra, la épica y la poética pierden bastante encanto, por no decir razón.



No negaré yo que también es cierto que el sueño de la razón produce monstruos. Y que a veces la razón retorcida deja de ser justa para convertirse en herramienta de los que la combaten.

En estos tiempos convulsos, y con cierta distancia, me cuesta reconocer detrás de la épica y la poética de ambos bandos, la verdadera razón, más allá de oscuras razones que nadie alcanzamos a comprender.

Nada justifica la inconsciencia para someter a las masas a un enfrentamiento visceral, carente de razocinio. Nada justifica enarbolar banderas de guerra y división que sólo generar dolor por lóbregas cuitas personales y humillaciones ancestrales.

El deseo de ser, de reconocerse en su propia identidad y cultura, de reivindicar tu lugar en el mundo es muy lícito.
Al igual que lo es el de reivindicar el cumplimiento de la ley, el acatamiento de las normas y el respeto a la diferencia y a las reglas del juego pactadas.

Ambas cosas, lícitas en esencia, se convierten en repugnantes cuando quienes las utilizan, las retuercen para conseguir pírricas victorias personales o exiguos réditos electorales. 
Y es que visto desde la atalaya de la distancia, solo se me ocurre una pregunta. La poética de esta épica, a quien le beneficia?

Creo que todos hemos perdido algo. Y creo que nadie es consciente de lo difícil que será reparar las heridas de una estúpida huida hacia adelante de dos pandillas de maleantes. 

Demasiadas patrias para tapar mucho ladrón.  Esto de épico y poético tiene bien poco.

sábado, 19 de agosto de 2017

Me niego a odiar

Me niego a odiar, por principio y por fin. Me niego a sucumbir al desaliento que arrasa una sociedad cada día más crispada y rencorosa. Me niego a ser pasto de intolerancia y de la barbarie de las ideas impuestas. Me niego a no ser legionario de la convivencia y del respeto.

Mis nos son para la desigualdad, para la injusticia, para el dolor gratuito y desalmado. Pero nunca serán para mis iguales, por qué me niego a dejar de creer en un mundo de gentes desprovistas de obligaciones ideológicas y armamento de alto fanatismo creyente.

Creo y quiero seguir creyendo en un mundo de personas. Desgraciadamente, las hay buenas y malas. Pero por ellas mismas, por su código ético individual. No por ser de una raza, una creencia, 
una ideología o una orientación sexual

Nadie es malo por adscripción sino por elección. No podemos enfocar nuestro dolor o nuestro miedo, convertido en odio, contra nadie por su color de piel o por su forma de rezar o de no hacerlo. No podemos juzgar ni condenar a nadie por su forma de amar o de pensar. Posiblemente ellos tengan la misma necesidad de respirar la libertad de decidir y de ser, aunque sea en caminos u opciones totalmente diferentes a la nuestra.

Nunca he sido partidario de los sacos sin fondo. No creo en la bondad o maldad por código postal, o catecismo. Quiero seguir creyendo en personas. Ni hombres. Ni mujeres. Personas. Mis iguales, en la diferencia, por supuesto.



Me niego a odiar por que creo que el camino de la libertad personal y común está en la tolerancia sin imposiciones. En el respeto y la defensa de la diferencia como garantía de nuestra propia libertad de ser, pensar o querer.

Me niego a odiar por generalización. Me niego a odiar por tus rezos o por los míos. Ni por tus votos ni por los míos. Ni por su defensa ni por su ausencia. Me niego a odiar.

Algunas cosas nos igualan a todos en este mundo de locos. El amor, el miedo, la vida, la muerte. Me niego a escoger siempre la peor opción.

Me niego a no dejar ser para solo ser yo. Es un mundo muy extenso y complejo para la uniformidad. Me niego a no ser tolerante y curioso, a no querer seguir conociendo para respetar al diferente, que en esencia es mi igual.

Me niego a la marea de la sinrazón ni la venganza. Me niego a que ganen los malos, por que su derrota me hace mejor persona.


viernes, 2 de junio de 2017

La mesa castellana del comedor de mis padres

En la pequeña casa de la calle barcelona, todo sucedía alrededor de aquella gran mesa castellana que presidía el comedor. Era una gran mesa de madera maciza y tosca. Tremendamente grande para aquel espacio tan pequeño. Intensamente presente en todos los acontecimientos de nuestra vida. 

Tenía en torno a ella 6 sillas, más castellanas si cabe, de cuero tachuelado y varillas torneadas en un entramado de listones toscos y oscuros. 

Y frente a ella un aparador, igualmente castellano, de cuarterones y tiradores de hierro, propios de tiempos del Cid. Este último alojaba casi todo lo importante en nuestra vida diaria. Las vajillas, la de duralex y la de Santa Clara, las cristalerías, las enciclopedias y los cubiertos. Los diccionarios y las novelas de Garcia Marquez. Los cauchos, círculos de goma para poner los platos, a modo de individuales, que usábamos en mi casa en los 70, que trajimos de Colombia, y nos convertían en los extraterrestres de la calle. Y el mueble bar y un compartimento para todas esas cosas que hay que guardar y no sabes dónde. Y la tele. Primero la Telefunken en blanco y negro, y luego la ITT de color... y todo en un solo mueble. Y sobre él, el reloj de la bisabuela.... horror vacui

Aún cabían en aquel espacio dos sillones, un sofa de tres plazas y una máquina de coser.... nunca entenderé cómo. Prometo que no tenía más de 20 m2



En torno aquella mesa acontecía todo en nuestra vida. Era el altar de nuestras alegrías y desdichas, nuestro escritorio de deberes, y nuestro cuarto de juegos. Aún recuerdo el día que mi madre descubrió que habíamos pintado con tiza  un campo de fútbol, para jugar a las chapas, sobre el tablero de madera maciza. Era nuestro secreto debajo de aquel hule omnipresente que siempre la cubría. De estos hules hubo uno de cuadros en tonos marrones y verdes , otro de flores a modo de cretona, tambien en tonos marrones, y algunos más que no recuerdo... aunque nunca olvidaré ese tacto que pertenece al inmaginario de mi infancia.

Los días de fiesta el hule se convertía en mantel de tela. De las mantelerías que tenía mi madre, a mí me encantaban tres, un mantel de algodón rosa apagado bordado en rojo, una mantelería de Lagartera azul y blanca de bordados estrellados y geométricos y una mantelería blanca con unas mexicanas bordadas por mi madre, de trajes repletos de círculos y cactus verdes a modo de paisaje. Creo que las 2 últimas aún las conservo.

Hoy, no tengo ni mesa de comedor ni sillas castellanas en mi casa, el espacio respira desahogado... pero quizás un poco menos vivido

Entorno aquel altar oversize celebramos cumpleaños, estudie hasta caer rendido, hice murales con mis compañeros del colegio, aprendí lo duro que era vivir cuando las cosas no  vienen bien dadas, pelé castañas asadas sobre un trapo de cuadros.... y viví....

Hoy, sin saber muy bien cómo, ha venido a mi memoria. Incluso he de reconocer que me ha arrancado una sonrisa. Creo que me estoy haciendo mayor