lunes, 20 de febrero de 2017

Yo también fui el raro de la clase

Se buscan valientes. Reza una campaña mediática frente al acoso escolar. Parece una lacra hermana de las redes sociales y los vídeos en la red. Pero no, es una enfermedad antigua, de nuevo diagnóstico.

Nos ponen los pelos de punta los casos de suicidio, los vídeos de palizas o las matanzas de instituto yankie. Pero desde tiempos inmemoriales la crueldad innata de los niños, que nacen sin escala de valores, la mirada hacia otro lado de profesores que huían de los problemas, de padres que trabajaban de sol a sol y no intuían los problemas escolares como importantes eran un caldo de cultivo para centenares  de infiernos privados en la época escolar.

Yo no recuerdo un balance terrorífico de aquella época, pero tampoco negaré que tuve luces y sombras. Yo también fui el raro de la clase. Y tuve mi particular infierno interior, dentro y fuera de las aulas.

Yo era un niño blanquecino y pecoso, algo enclenque y enfermizo. Poco dotado para el deporte y, por tanto, poco amante de su práctica. Sobre todo por la exposición pública a la burla y el escarnio que provocaba la falta de habilidad para los mismos. Para mí, muchos días el recreo era un infierno, y en el mejor de los casos un desierto donde era difícil esconderse del partido de fútbol, o del balonmano, deporte rey de mi colegio.

No era el único objetivo de las bromas, insultos y en ocasión golpes de los lideres de la manada. También estaba el gordo, el feo, el extranjero,...... Éramos pocos los elegidos y muchos los electores. Otros callaban, miraban hacia otra banda del patio, otros se aproximaban en la intimidad y desaparecían en el espacio público, y unos pocos se interponían entre los insultos y su destino.



No nos engañemos, no estaba mal visto el acoso. Formaba parte de la ley de la jungla que eran los colegios de chicos de la época. Una reminiscencia espartana de que sobreviva el más fuerte, y si el débil no puede, que se endurezca.

No era fácil ser el débil, no era fácil ser el raro, no era fácil ser el extranjero. Y yo, era un poco de todo. En algunos círculos me cuesta decir aún que nací en Bogotá, detesté durante años mi nombre por las gracias lácteas, no quería hacer gimnasia por no ser el foco de las risas y cuchicheos, no quería ser yo muchas veces para no ser el diferente.

Este tipo de asfixia me alejó en muchas ocasiones de los círculos masculinos, dentro y fuera del colegio. La misma falta de aire la sufría muchas veces en el entorno familiar, o en el barrio donde crecí. Esto me acercó a las mujeres de mi vida. Ellas eran mi refugio, sin la necesidad de contar de mis miedos o mis problemas. Ellas no veían en mí ese patito feo y desplumado que era blanco de casi todas las escopetas de esa caseta de feria tétrica en la que se había convertido esa parte de mi infancia, la pública.

Me refugié en mis fortalezas. Aprendí a dibujar, desarrollé mi capacidad de gestionar el espacio, afile mi lengua y mi mente como arma defensiva, y agilicé mi inteligencia para combatir la fuerza bruta y cruel.

Los años, los scouts, mi madre, y mi propio trabajo personal me hicieron hábil en mis destrezas y a minimizar mis carencias  y debilidades. Y ese pato despeluchado se convirtió en cisne, diferente en un entorno de patos y gansos que se creían Águilas. Y aprendí, y sigo aprendiendo cada día, a mirarme en el espejo y disfrutar la diferencia y no avergonzarme de ella. 

Yo también fui el raro en una jungla hostil. Y me alegro tanto de poder seguirlo siendo

2 comentarios:

  1. Yo también fuí otro "raro de la clase", y me identifico con el contenido completo del comentario. Personalmente ese apelativo, no sólo me acompañó en el colegio, sino en la enseñanza media, y se me hizo saber de muchas formas, incluida la violencia física. Mi proceso de ir acaparando herramientas con las que defenderme y auto reconciliarme tardó mucho tiempo en llegar, pero llegó. Ahora con la perspetiva de los años, sé lo mucho bueno que de ello he obtenido, aunque el precio fué demasiado alto.

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