sábado, 12 de abril de 2014

Marizzia me arropa este sábado azul

Los recodos de la voz portuguesa y agridulce de Marizzia se cuelan por cada poro de mi piel para entrelazarse, tejiendo una sábana de lino blanco y limpio para un alma arañada y dolida, en esta mañana luminosa y rara de primavera.

Mi respiración es pausada pero pesada, como si me molestase seguir haciendo esta rutina inconsciente y necesaria. Mi sangre corre pausada pero pesada, como si no quisiera llevar oxígeno en dúo constante ir y venir. Mi expresión es pausada pero pesada. Como sí me fastidiase que las comisuras de mis labios pretendieran escalar peldaños.

Y es que hay días que la vida no luce de cara, que el alma no tiene el coño para farolillos. Hay momentos, por cortos que sean, que quiebran cosas que el tiempo y el pretendido olvido tienen complicado soldar, incluso pretender reparar con una absurda chapuza provisional.

La herida de la decepción nunca es sólo herida. Casi siempre, también es un poquito muerte. Muerte de ilusiones, de ideales, de realidades. Esta la puede ir borrando la marea del tiempo, con el vaivén de las olas, pero siempre queda en la arena la huella, como los restos caprichosos de ese castillo de arena, palacio imprescindible de nuestros juegos, que abandonamos con la playa y el sol, y que engulle inalterable el mar, peto sin poder borrarlo del todo.

En estos momentos necesitas poner en la balanza esa necesidad de beberte la vida de golpe, de creer en todo a pies juntillas, de darlo todo sin esperar nada. Porque simplemente crees que es lo que hay que hacer, o por que piensas que debes hacer por los demás lo que te gustaría que ellos hicieran por ti. 

En estos días, te gana la partida el escepticismo, la ausencia de aprecios y la gélida frialdad, como coraza que evite heridas del alma. Esas que dejan tatuadas cicatrices que no borra el olvido, aunque este se convierta en una obstinada tarea.

Los fados destilan esa tristeza azul que me envuelve desde hace días, y de la que me resulta difícil deshacerme o desnudarme. De la que resulta imposible tenderla al sol, y guardarla, plegada y aireada en un cajón, hasta que se escapé, de nuevo, para enredarse entre mis extremidades, alguna mañana impredecible en la que la vida te vuelve a derribar de sorpresa y sin previo aviso.

Nadie ha dicho que la vida sea fácil,ni que juegue sólo en nuestro equipo. De hecho, ella solamente tiene lealtad a sus propios colores, que nunca alcanzamos a adivinar, que nunca alcanzamos a compartir. Ella siempre tiene un requiebro para ponernos a prueba, o para reírse simplemente de nosotros. 

Ella es como el mar, como decía Serrat, se va soñando en volver, jugando caprichosa con sus vaivenes sobre las heridas y regalos que genera con su paso sobre nuestra existencia. Esta, nuestra vida, a veces es concéntrica con otras, o intersecciona, o incluso, con muchas, simplemente tangencial. Y esto la dota del ese regalo, que en infinidad de ocasiones se torna peligro, que son las relaciones humanas.

Es cierto que la Vida con sus vaivenes, con sus cicatrices y sus heridas que nunca alcanza a borrar, nos hace cada día un poco menos crédulos, un poco menos vivos, un poco más huraños. Y es que la vida nunca pierde la partida, solamente la perdemos nosotros cuando el escepticismo, la rabia o la decepción, nos vuelven lo suficientemente azules, que nos impiden seguir queriendo jugar a construir castillos de arena a la orillas del mar.

A pesar de sentirme fado y azul en estos momentos, me quedan muchas fuerzas y creo demasiado aúnen las personas, para no desnudarme en la orilla del mar y no clavar los dedos en la arena húmeda y levantar sonrisas y futuros torreones de ilusión, cerca de las olas mansas que mueren en la playa de la vida.



jueves, 20 de marzo de 2014

La distancia corta

Recuerdo, de pequeño, un anuncio de colonia masculina, de las de droguería de barrio, que alababa las virtudes de la distancia corta. Tras esa imagen vintage, se escondía una de las grandes mentiras de nuestra sociedad. La proximidad está sobrevalorada. He dicho.

Siempre se ha utilizado el tópico de " hay que ver lo que gana en la distancia corta" para proteger a seres engreídos y maleducados, como si la proximidad física enderezara su carácter retorcido y malformado. Para engrandecer a personas apocadas y tristes de espíritu, como si mirarles a menos de un metro de distancia les hiciera crecer como una ola, de esas a las que cantaba Rocío Jurado. Para hacer bellos a los feos, simpáticos a los desagradables, cercanos a los distantes. Hay desastres y precipicios que la proximidad es incapaz de solucionar, ni cuanto menos paliar.

Al contrario de esta extendida creencia popular, la distancia corta solamente sirve para desenmascarar defectos, ensalzar desastres ocultos por la lejanía, desvestir la cruda realidad. La pierna de la modelo tienes estrías, el actor de moda tiene acné, o caspa, el excelente profesional, ni lo es tanto ni tan excelente, cuanto te acercas en el día a día. Todos tenemos arrugas tras el barniz de nuestra engordada autoestima para vendernos en este mercado de las vanidades.

Muchas veces, la culpa del engaño es nuestra al ensalzar a los protagonistas de un paisaje ideal, sin detenernos a enfocar un primer plano de cada uno de ellos, sin entregarnos al estudio en profundidad de esa distancia corta, la cual no soportaría ni la misma Monalissa. Descubriríamos las grietas en el óleo.

Y es que como dice el refrán, cómpralo por lo que vale y véndelo por lo que dice valer. Poca gente es capaz de controlar su propio ego para no deformar la realidad a la hora de proyectar la imagen de uno mismo. Todos somos estupendos profesionales, grandes personas, los mejores amigos, los más fogosos amantes y los más tiernos y leales compañeros en el viaje de la vida.

Pero quién sería capaz de pasar la prueba del algodón, él solo frente al espejo, desnudo de falsas imposturas y de ese disfraz de pavo real que nos sirve de coraza en este circo de gladiadores que es la vida real y cotidiana.

Quien esté libre de grietas, que tire la primera piedra contra el cristal y camine sobre los trozos hacia el Olimpo de los honestos. Yo creo no haber encontrado ningún lanzador que sea capaz de superar con récord la distancia corta.  No conozco a nadie que sea capaz de mirar cargar a cara a su alter ego en el espejo, sin pensar, que ninguna vez, por remota que sea, pensé que era más de lo que valgo.

Y es que la distancia corta, solamente tiene y esconde verdad. Cruda y descarnada verdad. Esa que muchas veces no soportamos aceptar para poder seguir siendo nosotros mismos. O un simple reflejo, un espejismo en este paisaje ideal en el que todos creemos, o deseamos, vivir.


viernes, 14 de marzo de 2014

La soledad de las mesitas de bambú de Ikea

Muchas veces, cuando la vida me supera con su frenético ritmo, me escapo y me escondo en el lo unge de Ganz. A oscuras y con la tenue luz de una lámpara vintage que rompe el ambiente zaino...

Me pierdo con la voz de Caetano Velloso fluyendo por los rincones y desconecto de la vorágine. Miro los muros de ladrillo recuperado, pintados de blanco y me cuelgo de la irregular belleza de sus juntas, como si de un laberinto mágico, que me conducirá a la tranquilidad, se tratara.

Y entre llagas horizontales y verticales me descubro moderadamente feliz y sereno. Acaricio con la yema de mis dedos una suave sonrisa que dulcifica mi gesto adusto y me roba unos años, que nunca viene mal perderlos.

Cuantas cosas han pasado en estos últimos tres años. Tal día como hoy estaba en una fría habitación de hospital, en una penumbra similar, disfrutando sin saberlo de los últimos días de mi madre. Sufriendo, a la vez, cambios en mi vida laboral que me llevaron a recorrer un desierto sembrado de soledad, traiciones y pruebas personales que me han conducido a este vergel. 

Pienso, con agradecimiento para ellos, en todos aquellos enanos éticos y profesionales que me han conducido a mi libertad. Soplaron ellos las velas de mi bajel, con atitudes desagradecidas y mezquinas, sin saber, como era de esperar de su escasa talla intelectual, que me hacían el favor de mi vida. Que su rugido era mi viento, que sus zarpazos creaban en mi las alas que necesitaba para volar y yo me negaba a reconocer.

He perdido muchas cosas, sobre todo afectos imprescindibles en el camino, pero a los que tenemos que acostumbrarnos a prescindir, por ley de vida. Algunos, como el de mi madre, se había ido disolviendo por la enfermedad poco a poco. Pero el tiempo, y esos últimos días en el hospital los dos solos cara a cara y sin más cita que la muerte inesperada, lo han hecho más fuerte que nunca y lo han convertido en faro y guía. Otros, como los de algunos presuntos amigos, se han disuelto en absurdos miedos y envidias. Se han calcificado de rencor y falso orgullo, hasta convertirlos en piezas de museo polvorientas en el almacén de la memoria.

Pero cierto es, que en la travesía he ganado en madurez y confortabilidad con mi propia vida. He desterrado a las aguas oscuras del olvido muchos fantasmas y demonios. He prescindido de lastres absurdos y viajo más libre de equipaje y rencores. Respiró hondo a modo de sonrisa satisfecha, y mi mundo es más grande que nunca. He enterrado la claustrofobia de mi pasado para descubrir un luminoso presente que atisbó en la penumbra de este lounge. Perdido en las llagas de los muros de ladrillo pintados de blanco y empapados de bossa-nova.

Hace tres años, en aquella penumbra de una fría habitación de hospital, no hubiera podido imaginar los feliz que sería contemplando la soledad de unas mesitas de bambú de Ikea, mientas veo la vida pasar, desde dentro. Ahora me siento protagonista de la mía, y no un mero espectador aterrado por tener que seguir viviéndola.



viernes, 8 de noviembre de 2013

Como las contraventanas de mi casa filtran la luz

Llevo cerca de 9 meses en Madrid y parece que fue ayer ese día en que miré mi mundo presente, en un giro de 360 grados, y dije ahora toca partir.

Hice unas bolsas de viaje pequeñas y sin recuerdos y partí. Empecé una nueva vida en un espacio que para mí no era hostil. Madrid me ha ganado con los años y la ayuda de grandes amigos. No es el paraíso, pero es el mar en el que me apetece nadar en estos momentos.

Cuando cerré la puerta de Barcelona 8, no solo cerré una casa llena de recuerdos. Cerré un estilo de vida, una situación asfixiante en la que ya no sabia ni quería vivir, una etapa, seguramente terminada años antes.

Ahora me encuentro mirando a mi techo marrón chocolate, intentando atisbar la escasa luz nocturna que se filtra por mis ventanas, empapado en una curiosidad, casi juvenil, sobre todo lo que sucede a mi alrededor. Deseando descubrir todo lo que me ofrece esta ciudad, que tiene la capacidad de abrazarte y ahogarte por igual.

Los días y los meses pasan rápido, casi provocando vértigo. Los proyectos se suceden, uno tras otro; las oportunidades surgen, una tras otra. Y me siento cada día más viví y fuerte. Cada día más valiente para afrontar metas que antes sólo me atrevía a soñar, o anhelar con cierta tristeza en una mirada colgada de las barandillas desvencijadas de mi vida.

A días, las horas se tornan escasas, robándoselas al descanso para ahogar la excitación que me generan mis nuevos retos y la ansiedad que me provoca no poder atenderlos en tiempo y forma. Caigo rendido con la mirada envuelta en mil ideas que claveteo en este techo marrón chocolate antes de quedar dormido.

A ratos, vuelvo la mirada hacia atrás para hacer balance de esta decisión, y solamente encuentro razones para sentirme orgulloso de la misma. Cierto es, que la axfisiante situación que se vive en mi mundo anterior ayuda a confirmar lo acertado del momento y la forma. Y determinados "elementos/as" con sus hechos y sus dichos te lo hacen bastante más fácil. Para estos sólo puedo sentir desprecio, aunque soy de los que piensa que el peor de estos es el no aprecio.

He tenido que marcharme para darme cuenta de la cantidad de gente que me apreciaba, que busca cualquier excusa para acercarse a verme y disfrutar juntos de esta nueva etapa. Los que siempre han estado y los que nunca me di cuenta que siempre estaban. Para todos ellos sólo puedo sentir agradecimiento y cariño correspondido y manifiesto.

Y cada noche, rebuscando entre las chinchetas que sujetan en el techo marrón chocolate de mi estudió los origamis de mi sobrino Manuel y las futuras empresas en las que me embarcaré, me quedo dormido, protegido por la luz que se filtra por los contraventanos, con una sonrisa que me premia por haber sido un cobarde que una mañana gris de mayo tuvo un ataque de valentía.

martes, 16 de julio de 2013

No soy de ninguna parte

De nuevo vuelvo a escribir desde el traqueteo del tren, cada vez más suave gracias a la tecnología y a millones de euros. Pasan cadentes paisajes de verano mientras mi columna se adhiere al asiento como un tapizado eventual y extraño. Pienso casi a la misma velocidad que el viaje desgrana postes, molinos y terrenos aparentemente yermos. Mi cabeza ya no sabe bien se va o si viene. Mi corazón ya no tiene filiación ni patria.

Este año está siendo convulso..., como todos los últimos, pienso mientras escribo. 6 meses, tres ciudades, tres mundos distintos. Uno del que huyo, por higiene mental y supervivencia. Las historias son finitas, tienen comienzo y fin. Y el fin de la mía con esta ciudad hacia tiempo que estaba cerrada.

Mi vida se ha tejido entre sus confines, con la mirada puesta siempre en abandonarlos. Esta tierra tranquila, bañada por el mar se ha convertido en una celda para mis ansias de aventuras, para mi fagocitaria necesidad de nuevas experiencias. Demasiada paz para un alma inquieta y algo atormentada.

Los meses en Toronto me demostraron la capacidad para nadar en mares grandes, la necesidad de recibir gran cantidad de estímulos para alimentar el ansia por vivir, por conocer, por crear. Para desarrollar mi propia escena en este mundo.

Dicen que correr es de cobardes, y puede que tengan razón. Quizás yo huyo de mi mismo y de mi propia realidad buscando una en la que me sienta más cómodo, más yo mismo. Es cierto que en este trasiego de trenes, aviones y carreteras, he dejado olvidado, en la barra de algún área de servicio, quien soy y mi filiación.

Viajo veloz, de nuevo, a mi destino. Ya llevo un mes en Madrid y no tengo conciencia del cambio, como algo agresivo o quirúrgico. No siento que me hayan extirpado nada, ni h nadie. Solamente sé que por primera vez desde hace mucho tiempo, me siento libre, con ganas de nuevas metas, de construir un nuevo espacio.... Pero de momento sólo son ganas. Mi piel sigue adherida al pasado y al asiento de este tren, viajando de un punto a otro, sin patria ni filiación.

Mientras el sol refleja en este gusano metálico, yo busco mi origen y mi destino, entre estas líneas y mis pensamientos. En mitad de La Mancha extensa y cereal, no soy de ninguna parte. Ni sé bien de donde vengo ni hacia donde voy. Sólo me siento como mi propia patria y bandera. Sin raíces ni equipajes sobre este traqueteo suave del eterno tren.


jueves, 27 de junio de 2013

La linea del horizonte es tan solo una ilusión

Últimamente los trenes y yo somos algo más que amigos. Digamos que somos compañeros habituales, o pareja de hecho. Por el mero hecho de pasarnos tantas horas juntos. Este tiempo, que según la Renfe, es un hito histórico, casi imperceptible para el viajero, me permite contemplar el mismo paisaje, a distintas horas y con los más diversos compañeros de viaje

Nunca me ha importado mucho quien ocupaba el asiento contiguo. Pero el azar y mis dioses griegos han jugado sus bazas para que comience a plantearme prejuicios respecto a quien me acompaña en las travesías ferroviarias.

Hay varias clases de impertinentes ferroviarios.

En primer lugar y destacados, los grupos del imserso. ¿Por qué se empeñan en pensar que todo el entramado ferroviario español es el patio de su casa? Son groseros, maleducados, cuajados de derechos y empujones, gestionan los espacios y las plazas a su conveniencia. Se saltan las colas, los turnos y las más básicas normas de educación. Nunca comprenderé en que momento piensan que su conversación es importante para el resto de los viajeros. Y sus intrigas sobre el robo de equipajes, en esta diligencia postmoderna, generan tráficos innecesarios de maletas con sus consiguientes golpes, levántese, me ayuda, aquí no me gusta por si se cae, no le quiero molestar pero me deja pasar no me vayan a quitar las aletas en la siguiente parada.

En segundo lugar aquellos que viajan con niños con la clara idea que van en un parque de bolas rodante. El resto del pasaje no somos animadores socioculturales ni descendientes del Santo Job. La educación en la libertad no conlleva el libertinaje del todo vale, ni el niño campa a tus anchas que así descanso yo un rato.

Tenemos un tercer grupo importante, los sinamigos. Ese pasajero que siempre piensa que su conversación es lo mejor que te puede pasar en tu viaje. Aprovechan cualquier resquicio para abrir brecha. Un frenazo, un zumbido, algún fallo de megafonía... La temperatura ambiente o el tramado de la tapicería. ¿ Qué les hace pensar que uno está ansioso por descubrir su experiencia vital como trotamundos? Nunca me interesó las propiedades de su nueva plancha para microondas, ni como sale el pescado o las zanahorias. Ni aquella vez que tuvo su mayor aventura con las papeleras del vagón. No quiero conversación cuando viajo, sólo desplazarme de un punto a otro lo más rápido posible y con el menor número de molestias posibles.

Y para terminar aquellos que desparraman su cuerpo entre su plaza y la mitad de la tuya. No me gusta el contacto físico no consentido y menos el no deseado. Me molesta en demasía sentirme aprisionado por esos brazos de septuagenaria sin escrúpulos que te apoya su sobrasada con hoyetes en los codos, como si formaras parte del mobiliario. No me gusta tener que buscar entre carnes desbocadas donde colocar la clavija de mis cascos, para evitar la conversación del sinamigos, ni intentar esquivar el hilillo de baba de quien te cree reposoy almohada.

Con todo esto, mientras contemplo el paisaje planchado de La Mancha por la ventana, aveces solamente pienso en saltar y salir corriendo, en dirección sureste, con la esperanza de que la línea del horizonte sólo sea una ilusión.

viernes, 14 de junio de 2013

No es un viaje más, es el viaje

El sol rebota en el revestimiento metálico y cristalino de este gusano, que atraviesa veloz La Mancha. Resbala sobre su superficie remachada con las prisas del amante primerizo. No es caricia si no desencuentro su contacto.

Reclinado sobre mi asiento, mi alma pasea por mi estómago como león cautivo sin asueto. Un ay que no llega suspiro pasea voluptuoso por mi traquea. Y se deja querer por bandadas de mariposas que se divierten instigando al inquieto animal.

Hoy las ventanas me muestran un paisaje más verde, menos agrio de lo común para estos lares. El cielo azul, huérfano de algodones, solamente se quiebra en las aspas de los molinos de viento. Y yo transito sin la paz corriente en mis viajes.

Quizás la culpa la tenga la ausencia de billete de vuelta, de plazo de caducidad. No es este un respiro controlado, de esos que haces cuando buceas para no ahogarte y seguir soportando la increíble presión del liquido elemento, en mi caso, de la vida misma.

Esta vez no me voy para volver, me voy para continuar. No es un descanso en la rutina abrasadora de esa pequeña ciudad en la costa mediterránea, algo más abajo de Barcelona, que no sabían ubicar los torontinos. Es el principio de una nueva etapa en el camino. Tardía, por la espera a que se hiciera realidad, inesperada por los tiempos.

Realmente no se trata de otra escapada fugaz a ver mundo, a empacharme de modernidad para poder sobrevivir a la dieta estricta de vulgaridad, desesperanza y ruina ética en que se había convertido mi medio ambiente. Esta vez es el salto sin red del trapecista de circo, que duda realmente si será la última oportunidad de levantar al público con su pirueta mortal. Aun así, se empolva las manos, coge fuerte el trapecio, y elevándose sobre sus puntas, acomete la acrobacia final.

Mientras el tren parte en dos el calor dormido sobre la tierra extensa y planchada, yo vuelo sobre las cabezas boquiabiertas de los espectadores. Habrá quien desee un final fatal, con tintes rojizos y heroicos. Habrá quien se cubra los ojos con las manos, dejando escapar furtivas miradas entre sus dedos húmedos y fríos, mientras me balanceo al son de esta orquesta de viejos músicos de uniformes desgastados. Habrá quien ignore el movimiento. Habrá, sin duda, quien empuje el vuelo con su aliento, en busca del más grande de los mortales.

Pero en ese silencio tenso y contenido, craquelado por los acordes de la furibunda banda, sólo en mi cabeza, en mis manos y en mi propia confianza está que no me fallen las piernas ni los brazos a la hora de ejecutar el salto perfecto. De mi solo depende que no me pueda el vértigo ni el miedo de reventar antiguas cicatrices en una desafortunada caída.

Y es que este de hoy no es otro salto más en la rayuela, es el salto final. El que cierra el espectáculo con una atronadora ovación o el grito desgarrado que precede a la tragedia. Y es que este no es otro viaje más. Es el viaje que siempre añoré emprender, y nunca intenté saltar.