domingo, 5 de diciembre de 2010

Soy la muerte y vengo a por la agüela

Realmente, el mundo de los muertos, cuando se mezcla con el de los vivos, se convierte en una experiencia fascinante. Esa delgada línea de luz que separa la vida y la muerte tiene que ver, a menudo, más con una rendija de la puerta del camarote de los hermanos Max que con la espada láser de Darth Vader.

Visto desde fuera, el trance de la muerte genera situaciones peculiares, si lo liberamos de toda contenido emocional. No deja de ser nada más que un hecho biológico,un acontecimiento físico. La máquina se desgasta y deja de funcionar o se rompe por acción externa. El verdadero caos se genera entre los vivos.

Empezaremos por analizar el negocio montado alrededor de la muerte. Antes los velatorios se realizaban en las casas, con el considerable trastorno para el espacio y la vida familiar. Se tardaban meses, incluso años en olvidar la imagen del féretro en el salón, la mortaja en el dormitorio y el pariente borracho que tropezaba y caía a los pies del muerto, despertando esa ola de humor negro que se nos desarrolla ante acontecimientos de este tipo. Yo recuerdo, en uno de los últimos que fui a una casa, a una amiga contándole a la hija del difunto, en la cocina de su propia casa, un chiste de difuntos (Pepe, aquí huele a muerto....) Imaginan como se llamaba el padre, ¿verdad?

Desde un tiempo a esta parte, quizá unos 25 años, han proliferado esos moteles del dolor, llamados tanatorios. Un alivio para el espacio familiar, muchas comodidades para los vivos y los muertos y cafetería 24 horas con todo tipo de bebidas y bocadillos de fiambre, como no podía ser de otro modo. Es el negocio perfecto. Clientela asegurada. Rotación máxima y usuarios embriagados de dolor que no reparan en gastos.
Para mi padre, lo mejor. Y como dice el anuncio de Master card, esto no tiene precio.

Pagamos cajas de lujo, flores de segunda a precio de oro, esquelas de periódico como si fuesen anuncios de fusión de bancos multimillonarios . Y todo ello, sin una sonrisa. El que lo vende como si fuese cuarto y mitad de chopped y el que lo compra como si levantara una última pirámide en memoria del familiar fallecido.


Luego nos encerramos en una sala de 30 metros cuadrados con sofás de cuero, caramelos y un escaparate con vistas al muerto. Y empiezan a surgir todo tipo de situaciones, algunas dramáticas, otras rocambolescas, otras sencillamente absurdas y divertidas.

Ese calor asfixiante, que crece sin darte cuenta conforme pasa el tiempo, aletarga los movimientos, las emociones y las neuronas. De repente descubres, en un tiempo ralentizado como las balas de Matrix, que algún familiar repite la historia reciente del finado como una letanía mirando a la pared blanca. A veces, entre la pared y el abducido, hay una visita, o una sucesión de las mismas, que se convierten en el único cambio perceptible del relato, el receptor. Bien sea pared, persona o familiar.

Y en momento cualquiera llega el silencio y se congela la imagen y tan solo tú te mueves y analizas la estancia. Familiares vestidos de negro, sin orden ni concierto. Caras de extenuación y ausencia de maquillaje reparador excepto en la cara del difunto, que es el único descansado. Familias rotas durante años unidas por la rotura del lazo familiar que conlleva la muerte. Saludos de compromiso y silencios sentidos.Soledad. Tremenda soledad entre la multitud negra.

De golpe, algo rompe el silencio. La puerta adyacente al escaparate de vidrio se abre y el tiempo se acelera. ¿Dónde ira el muerto a estas horas?¿Al aseo?¿A la cafetería? Lo mismo quiere tirar a alguna visita que no esperaba o le desagrada. Tras el umbral aparece Paco, y no el del libro, y todo vuelve a la normalidad. Es el yerno de una vecina del difunto que casualmente trabaja en la funeraria y al depositar unas flores ha reconocido al mismo. Y comienza otra vez la letanía de la historia y el tiempo se ralentiza de nuevo y el calor lo invade todo mientras los cuerpos se hunden en los sofás de cuero negro.

Llega el funeral. Y las despedidas. Y desde fuera todo es innecesario y desde dentro todo imprescindible. Besar al difunto. Decirle lo que no le has dicho en vida. A veces hasta querer a quien nunca se quiso. El cansancio, los lexatines y la pronta separación definitiva dislocan, a veces, los sentimientos.

Aparece, entonces, otra de las grandes estrellas de estos eventos. El cura.

En mi corta experiencia de asistente a entierros he podido vivir, incluso disfrutar, de verdaderos momentos de gloría en las homilías de estos trabajadores de la cruz. No hay nada como un cura cabreado, que demuestra que hace entierros como curros por obligación, con dos copas de más. Piropea a la viuda, confunde a los hijos, canta como Tina Turner y reivindica su derecho a estar viendo en Valencia a su Jefe Supremo, por gentileza de Orange Market, en vez de enterrar a este y a otro que tengo a las 12.Y con el viaje pagao que tenía. Ahí queda eso.

Cuando uno cree que todo a terminado, queda el último viaje. Dar sepultura. Siempre y cuando se decida esta opción. Porque siempre te pueden incinerar, dejarte en custodia de un familiar y que alguno de sus parientes te engulla confundiéndote con un bote de té soluble. O tirarte desde una peña para llenar los ojos de los asistentes en un mal golpe de viento. Eso sí, yo, desde que los tiran al mar, lo de tragar agua en la playa me da muy mal rollo, por si me trago algún conocido en una zambullida.

Una vez llegada la comitiva frente a la sepultura, aparecen los albañiles. Horror. Este se va ha eternizar, y nunca mejor dicho. Si para un baño tardan 6 meses esto del nicho se nos va a 6 ,7 horas fijo. Proceden a subir a una especie de torito el ataúd, previa petición de permiso a la familia. Otra temeridad. En el estado de transposición y pastilleo que se encuentran los familiares pueden decir que no. ¿Y entonces qué? ¿Dejamos el féretro en medio de la calle del cementerio hasta que se les pase el berrinche, como si de mobiliario urbano se tratase?.

Y lo introducen en el nicho, mientras el yerno comprueba la eficacia del elevador y lo útil que le sería en su trabajo. Algún familiar pregunta que si, en este estado de desesperación colectiva y casi lorquiana, alguien quiere meterse con la caja antes de que el paleta ponga las placas de escayola y dé por terminado el entierro. Mientras tanto se desarrolla otra absurda costumbre de coger flores como recuerdo. El día menos pensado alguien se lleva la caja para ponerla en la salita, de mueble-bar. Como está tan mona tapizada y total, aquí se va a echar a perder... 

Y los familiares se van. Quedan solitarias las tumbas. Las coronas desmadejadas para el recuerdo posterior. Silentes los cipreses y sombrío el ulular del viento. Y por primera vez en 24 horas, el muerto, por fin, descansa en paz.

Creo que todo sería más fácil si nos llegara un sms el día antes, "Soy la muerte y vengo a por la agüela" y la recogiera SEUR en un servicio 8,30 para que nadie tuviera que perder el día de trabajo. Todo sería más fácil pero, evidentemente, menos humano

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