Pasan los días y se adentra este fatídico 2012. Da miedo encender la radio y escuchar las noticias. Cualquier canal temático antes que un Telediario. Solo el sol contradice los malos augurios. ¿O acaso no es el sol en enero otro mal síntoma?¿Quién ha secuestrado al invierno tradicional?¿En qué momento comenzarán a deshacerse los casquetes polares y las playas terminarán estando en Honrubia?
Miro lentamente mi alrededor, como si mi cabeza se tratase de un faro marino. Movimientos constantes de barrido inalterable. Respiración profunda y quebrada como la de Darth Vader. Me empiezo a dar miedo a mi mismo por si mi cabeza, en un alarde de autosuficiencia decide dar un giro de 360 grados y cae botando por el suelo, con el consiguiente estropicio personal e higiénico.
La casa, eso sí soleada, está repleta de restos de las fiestas aún agonizantes. Regalos por repartir. Un árbol que mantiene su belleza y dignidad aún después de perder el factor sorpresa y la frescura de su relleno. Un belén que empieza a parecer más extremeño que mexicano por el color de su musgo. La corona de puerta que se resiente de los embites de la gente que entra y que sale en estas fiestas, con desigual cuidado y control etílico. Una nevera que parece el laboratorio de un psicópata. ¿Por qué almacenamos restos de patos diseccionados, confitados y envasados al vacío, con sus hígados destrozados y alternados con higos confitados?¿Cómo nos verán los patos? Qué horror. Y todos esos resultados de la experimentación culinaria con esos pobres cerdos ibéricos, que ni se imaginan su fin mientras disfrutan, cochinamente tranquilos, de su cuota diaria y pactada de bellotas. Por esto no veo a nadie delante de una carnicería gritando "No es arte ni cultura, es tortura"
Mientras muevo constante pero lenta mi cabeza, se me pasa por la misma qué hacer con 213 tupper de caldo de cocido navideño, el cual nos empeñamos en cocinar para toda la población censada de Belén, aunque vivamos solos. Y también me invade una de las preguntas que mueve el mundo por estas fechas. ¿Por qué insistimos, año tras año, en comprar 25 veces más pastas navideñas de las que una familia de seres humanos en su sano juicio y de nacionalidad española puede ingerir en 15 días? No tenemos acciones en la industria repostera de Estepa ni de Jijona. ¿Alguien lo comprende? Y no me vale lo de por las visitas. Si tienes visita, que suele estar programada, quitando algún tipo de subseres que se empeñan en reventarte todas las reposiciones moñas de sobremesa a traición, vas y compras un puñaito. No hace falta abastecerse como si siempre hubiera peligro de ataque nuclear todos los años del 20 de diciembre al 6 de enero.
Detengo mi cabeza con espanto ante un objeto indescriptible. Es una especie de bolsa de papel metalizado y dibujos grotescos y de mal gusto. Está semi abierta sobre el aparador. Me acerco mientras retazos de memoria empiezan a ubicarla en mi imaginario pasado. ¿Por qué nos traemos los restos del cotillón a casa? ¿Es un trofeo de guerra que recuerda un postrero y patético triunfo sexual del cual renegamos al recuperar los niveles normales del alcohol en sangre?¿O un por si acaso, seguro que me viene bien para alguna fiestecilla en casa?
Desplomo mi cuerpo sobre el sofá, mientras dudo unos segundos si enfrentarme a la cruel realidad de este enero aciago, o consumir lento y nostálgico los últimos estertores de estas extrañas navidades del 2011
La mirada diferente de una vida real, con una dosís de acidez justa para dejar una sonrisa en el lector. Como el vinagre resalta el punto dulce de las fresas.
miércoles, 4 de enero de 2012
martes, 3 de enero de 2012
Balance para un microcosmos en caos
Hoy, 3 de enero de 2012, no bajan las temperaturas y sí las defensas emocionales. Nos ataca de nuevo la nostalgia, la que abre los libros del debe y del haber de final de año para hacer recuento de presencias y ausencias, de propósitos cumplidos y eternos imposibles. Nos puede esa absurda de necesidad de hacer balance ante las últimas hojas del calendario.
A principios de aquel anciano ejercicio, que acaba de fallecer, puse negro sobre blanco en este blog mis propósitos para él. Y hoy, haciendo balance, digamos que no he salido muy bien parado, la verdad. De lo que me propuse creo que solo he aprendido a decir NO, y no me ha traído grandes alegrías, aunque sí más horas de sueño tranquilo, sintiéndome en paz con mi pretendida coherencia. Ni he viajado más, ni he mejorado mi inglés ni tantas otras cosas. Y en el que nos quedáramos como estábamos... pues tampoco nos hemos quedado muy así.
A veces la vida hace cierto ese refrán que dice: " El hombre propone, y Dios dispone" En este caso, el Destino, la Vida, los Dioses Griegos y Egipcios y los Guionistas se han dedicado a fondo en conseguir llevarme la contra. Aunque realmente creo que soy yo mismo el que se empeña en llevarme la contra.
Ahora que empieza un nuevo año, que encima pinta mal desde los tiempos de los Mayas, no tengo claro si formular propósitos, prorrogar los anteriores como si de unos presupuestos nacionales en crisis se tratase o, realmente, salir corriendo como las locas sin mirar atrás.
No es fácil asumir los propios fracasos, ni hay, a pesar de la tormenta, que buscar culpables en los elementos. El daño está hecho y es lo que hay. Ahora toca reordenar las alforjas y seguir el viaje. En ellas abunda, a menudo, equipaje surpefluo y prescindible, recuerdos que lastran e infinidad de historias inconclusas que almacenamos durante una vida y que e convierten en una espesa tela de araña que nos impide avanzar. Esto hace necesaria una limpieza a fondo, renunciar a lo que pudo haber sido y no fue y cerrar heridas y curar cicatrices que todavía supuran los días de lluvia.
El sol no deja de brillar, lo cual es de agradecer en esta extraña primavera navideña. Los rayos inundan la estancia en la que escribo como si de una terapia de animo se tratase. Rotundos, balsámicos, cicatrizantes...
Miro buscando su origen mas allá de los tejados cuajados de antenas y nostalgias y me reafirmo en mi creencia que el cielo no es una bóveda estanca si no una metáfora de liberta azul
A principios de aquel anciano ejercicio, que acaba de fallecer, puse negro sobre blanco en este blog mis propósitos para él. Y hoy, haciendo balance, digamos que no he salido muy bien parado, la verdad. De lo que me propuse creo que solo he aprendido a decir NO, y no me ha traído grandes alegrías, aunque sí más horas de sueño tranquilo, sintiéndome en paz con mi pretendida coherencia. Ni he viajado más, ni he mejorado mi inglés ni tantas otras cosas. Y en el que nos quedáramos como estábamos... pues tampoco nos hemos quedado muy así.
A veces la vida hace cierto ese refrán que dice: " El hombre propone, y Dios dispone" En este caso, el Destino, la Vida, los Dioses Griegos y Egipcios y los Guionistas se han dedicado a fondo en conseguir llevarme la contra. Aunque realmente creo que soy yo mismo el que se empeña en llevarme la contra.
Ahora que empieza un nuevo año, que encima pinta mal desde los tiempos de los Mayas, no tengo claro si formular propósitos, prorrogar los anteriores como si de unos presupuestos nacionales en crisis se tratase o, realmente, salir corriendo como las locas sin mirar atrás.
No es fácil asumir los propios fracasos, ni hay, a pesar de la tormenta, que buscar culpables en los elementos. El daño está hecho y es lo que hay. Ahora toca reordenar las alforjas y seguir el viaje. En ellas abunda, a menudo, equipaje surpefluo y prescindible, recuerdos que lastran e infinidad de historias inconclusas que almacenamos durante una vida y que e convierten en una espesa tela de araña que nos impide avanzar. Esto hace necesaria una limpieza a fondo, renunciar a lo que pudo haber sido y no fue y cerrar heridas y curar cicatrices que todavía supuran los días de lluvia.
El sol no deja de brillar, lo cual es de agradecer en esta extraña primavera navideña. Los rayos inundan la estancia en la que escribo como si de una terapia de animo se tratase. Rotundos, balsámicos, cicatrizantes...
Miro buscando su origen mas allá de los tejados cuajados de antenas y nostalgias y me reafirmo en mi creencia que el cielo no es una bóveda estanca si no una metáfora de liberta azul
sábado, 24 de diciembre de 2011
El niño y la estrella
La oscuridad invadía el mirador de cristal que sobresalía de la fachada como los faroles que alumbran tímidos la ciudad. En su interior, muebles muertos, un belén silente y un niño que apenas se le oía respirar. Permanecía inmóvil tras los visillos con su mirada colgada en la noche negra. Mientras, por debajo, en la calle, cada vez disminuía más y más el ritmo de la tarde. La gente iba regresando a sus casas con las manos llenas de bolsas, unas de regalos otras de viandas para una noche especial. La Nochebuena.
Es cierto que está era menos buena que otras noches anteriores para todo el mundo. La situación obligaba a llevar menos bolsas, de las unas y de las otras. Las calles no respiraban la alegría de otros años ni tintineaban tantas luces prendidas del cielo de altura intermedia,como si de un segundo piso estuviéramos hablando.
Permanecía inmóvil tras los visillos con su mirada colgada en la noche negra. Negra como la soledad que quebraba la televisión del salón, tan oscuro como la noche, donde retumbaba la voz peculiar de Paco Martinez Soria en una película propia de estas fechas. En estos días los programadores se empeñan en hacer balances y traer recuerdos en blanco y negro para recordarnos que nada volverá a ser como antes. Solamente la luz parpadeante del gran árbol de Navidad ayudaba al televisor a disolver la negra soledad de la estancia.
Permanecía inmóvil tras los visillos con su mirada colgada en la noche negra. Negra como la estancia, negra como esa sensación de soledad que le invadía por completo. Sabía que aquella noche no sería como ninguna de las que había conocido hasta entonces. Sabía que en la mesa sobrarían sitios que nunca más se volverían a llenar. Recordaba como había pasado otras noches similares colgado del cielo negro, en la oscuridad del pasillo de la casa materna, esperando la señal. Esa que le hiciera comprender que todo merecía la pena. esa luz que nos devuelve la ilusión y nos hace creer a pies juntillas en todo aquello que no soportaría los embates de la lógica y la física.
Permanecía inmóvil tras los visillos con su mirada colgada en la noche negra. Negra su ausencia de sonrisa, como el fondo de sus pupilas color azabache. Fijas, estas, en un punto indeterminado del cielo, despejado y oscuro. Durante este año había perdido la ilusión. Habia descubierto la decepción y la traición. Habia lidiado por primera vez cara a cara con la muerte y había perdido la batalla. Más que nunca necesitaba esa señal en el cielo para seguir creyendo.
Permanecía inmóvil tras los visillos con su mirada colgada en la noche negra. Mientras seguía esperando descubrió que había dejado de ser un niño. descubrió en el reflejo de los cristales del mirador las primeras arrugas, sus canas, el vello que recubría su cara. Se había hecho mayor observando el cielo oscuro. Su cuerpo se estremeció por dentro y sintió frío. Sus brazos instintivamente se abrazaron como si pudieran protegerlo de la soledad recién descubierta. Entonces comprendió que nada ni nadie haría esa señal y bajo la mirada al suelo de cemento gris, como su ánimo.
Abrió los visillos, ya no miraba a la noche negra. cruzó el salón a oscuras mientras apagaba la televisión con el mando. Su silueta se convertía en tenues sombras intermitentes provocadas por las luces del árbol de Navidad. Se envolvió el cuello en una bufanda y se se puso su abrigo de terciopelo azul oscuro casi negro. Como la noche.
De repente, una luz intensa y desconocida invadió el mirador. Giró su cabeza entre atemorizado y sorprendido. Al correr los visillos todo estaba tal y como lo dejó. Oscuro. Muebles muertos, un belén silente y un niño que esta vez respiraba de una manera agitada y arrítmica. En su mirada descubrió que algo había cambiado en la noche oscura. Una nueva estrella, de brillo joven y fulgurante dominaba su campo de visión.
Miró al cristal y no vió ni arrugas ni pelo cano. Solamente reconoció sus ojos verdes oliva en el reflejo.
Y sin saber cómo ni cuándo, descubrió los colores de su nacimiento mexicano sobre el verde intenso del musgo natural. Sin saber cómo ni cuándo supo que esa estrella siempre le serviría de guía. Era la señal que siempre estuvo esperando. Comprendió que hasta entonces, año tras año, había estado a su lado iluminando su camino, ocupando esa silla vacía en la mesa de esta noche. Comprendió que debía seguir creyendo.
Salió del mirador con la cabeza alta y acomodandose la bufanda mientras buscaba las llaves y el teléfono móvil. Cerró la puerta con convicción y partió en busca del resto de su familia. Ya no faltaba nadie esa noche.
Es cierto que está era menos buena que otras noches anteriores para todo el mundo. La situación obligaba a llevar menos bolsas, de las unas y de las otras. Las calles no respiraban la alegría de otros años ni tintineaban tantas luces prendidas del cielo de altura intermedia,como si de un segundo piso estuviéramos hablando.
Permanecía inmóvil tras los visillos con su mirada colgada en la noche negra. Negra como la soledad que quebraba la televisión del salón, tan oscuro como la noche, donde retumbaba la voz peculiar de Paco Martinez Soria en una película propia de estas fechas. En estos días los programadores se empeñan en hacer balances y traer recuerdos en blanco y negro para recordarnos que nada volverá a ser como antes. Solamente la luz parpadeante del gran árbol de Navidad ayudaba al televisor a disolver la negra soledad de la estancia.
Permanecía inmóvil tras los visillos con su mirada colgada en la noche negra. Negra como la estancia, negra como esa sensación de soledad que le invadía por completo. Sabía que aquella noche no sería como ninguna de las que había conocido hasta entonces. Sabía que en la mesa sobrarían sitios que nunca más se volverían a llenar. Recordaba como había pasado otras noches similares colgado del cielo negro, en la oscuridad del pasillo de la casa materna, esperando la señal. Esa que le hiciera comprender que todo merecía la pena. esa luz que nos devuelve la ilusión y nos hace creer a pies juntillas en todo aquello que no soportaría los embates de la lógica y la física.
Permanecía inmóvil tras los visillos con su mirada colgada en la noche negra. Negra su ausencia de sonrisa, como el fondo de sus pupilas color azabache. Fijas, estas, en un punto indeterminado del cielo, despejado y oscuro. Durante este año había perdido la ilusión. Habia descubierto la decepción y la traición. Habia lidiado por primera vez cara a cara con la muerte y había perdido la batalla. Más que nunca necesitaba esa señal en el cielo para seguir creyendo.
Permanecía inmóvil tras los visillos con su mirada colgada en la noche negra. Mientras seguía esperando descubrió que había dejado de ser un niño. descubrió en el reflejo de los cristales del mirador las primeras arrugas, sus canas, el vello que recubría su cara. Se había hecho mayor observando el cielo oscuro. Su cuerpo se estremeció por dentro y sintió frío. Sus brazos instintivamente se abrazaron como si pudieran protegerlo de la soledad recién descubierta. Entonces comprendió que nada ni nadie haría esa señal y bajo la mirada al suelo de cemento gris, como su ánimo.
Abrió los visillos, ya no miraba a la noche negra. cruzó el salón a oscuras mientras apagaba la televisión con el mando. Su silueta se convertía en tenues sombras intermitentes provocadas por las luces del árbol de Navidad. Se envolvió el cuello en una bufanda y se se puso su abrigo de terciopelo azul oscuro casi negro. Como la noche.
De repente, una luz intensa y desconocida invadió el mirador. Giró su cabeza entre atemorizado y sorprendido. Al correr los visillos todo estaba tal y como lo dejó. Oscuro. Muebles muertos, un belén silente y un niño que esta vez respiraba de una manera agitada y arrítmica. En su mirada descubrió que algo había cambiado en la noche oscura. Una nueva estrella, de brillo joven y fulgurante dominaba su campo de visión.
Miró al cristal y no vió ni arrugas ni pelo cano. Solamente reconoció sus ojos verdes oliva en el reflejo.
Y sin saber cómo ni cuándo, descubrió los colores de su nacimiento mexicano sobre el verde intenso del musgo natural. Sin saber cómo ni cuándo supo que esa estrella siempre le serviría de guía. Era la señal que siempre estuvo esperando. Comprendió que hasta entonces, año tras año, había estado a su lado iluminando su camino, ocupando esa silla vacía en la mesa de esta noche. Comprendió que debía seguir creyendo.
Salió del mirador con la cabeza alta y acomodandose la bufanda mientras buscaba las llaves y el teléfono móvil. Cerró la puerta con convicción y partió en busca del resto de su familia. Ya no faltaba nadie esa noche.
miércoles, 21 de diciembre de 2011
El temido espíritu de la Navidad
Las luces tintinean, apresuradas en los escaparates. Sus hermanas pobres lo hacen en los balcones entre Santa Claus Made in China y absurdos molinetes de colores. El frío ha llegado tarde a su cita anual y hoy empieza el invierno. El olor a castañas y curros invade las calles céntricas de la ciudad, entre el ir y venir ajetreado de quien tiene que concluir imposibles listas de presentes.
Este año, los villancicos suenan más nostálgicos, casi con un fondo triste. En algunos momentos, al asomarme por mi ventana, viene a mi memoria el retorno a Tara de Escarlata O'Hara. Asociación de ideas. Estas fechas saben, este año, a derrota y tristeza.
Tengo la sensación de que todo lo que está ocurriendo es una venganza del Destino. Un golpe de mano de los Dioses griegos y egipcios para que las cosas retornen al sitio que ellos dispusieron. Siento que me abrasan las entrañas, como si de las alas de Ícaro en llamas se tratase, en respuesta por haber desafiado a lo humano y lo divino con el único objetivo de ser libre. Siento la escarcha helada en las cicatrices, aún frescas, de esta batalla mientras la penumbra del ocaso se apodera de todo.
Cierto es, que son esas luces navideñas las únicas que desafian a la manta negra que atenaza cada atardecer la ciudad. Ellas y las sonrisas de los niños que están a mitad de camino entre incrédulos y satisfechos ante este duelo desigual. Ellos son ajenos a nuestras penurias y batallas. A nuestras derrotas y herencias de tristezas y nostalgias acumuladas. Solamente ellos pueden atisbar, tras de esos pequeños destellos de leds, la magia oculta de la Navidad.
Cada vez que uno de esos niños levanta el dedo señalando esas luces, o el camino incierto por el que ha de llegar el trineo ansiado de Papá Noel, emerge del mismo un rayo invisible y tenaz que disuelve al instante toda sombra y rastro de desesperanza. La fuerza cósmica de su ilusión infinita, de su forma de creer a pies juntillas en algo científicamente increíble, pero que año tras año sigue residiendo en el interior de todos los infantes de este mundo que nos ha tocado sobrevivir, es capaz de producir descargas intangibles e inabarcables de positividad y buena onda.
Las sonrisas revolotean, casi locas, quedando prendidas en nuestras solapas, en nuestras bufandas. Se disuelven, bañando de colores imposibles nuestra apariencia enjuta y triste. Y se renuevan a nuestro alrededor aromas de castañas asadas, porras y canela molida. Y descubrimos el tintineo de un carrusel en el aire que despierta las notas alegres de un viejo villancico americano, que todos tarareamos a la vez y del cual desconocemos la letra.
Sin saber muy bien no cómo ni cuándo se ha introducido por los puños de nuestra chaqueta, rascando diligente la costra caliza de nuestro corazón, el temido espíritu de la Navidad. Ese que nos trae consigo imagenes antiguas,algunas en blanco y negro, otras en color instamatic, metidas en una caja antigua de galletas, de aquellas de latón donde nuestras abuelas confinaban sus más preciados tesoros, los del corazón. Ese que es capaz de hacernos recordar el sabor intenso de los almendrados de Conchín, o de los rollitos de vino de la señora Eufemia. Ese que tiene la textura firme y suave de un buen turrón de Jijona, el blando.
Entre sabores e imágenes nos trae a quienes ya no están y nos enseñaron a utilizar, cuando eramos niños, la fuerza cósmica de nuestro dedo para apuntar al negro cielo desde la ventana del pasillo o desde el Belén de la Muntanyeta. Vienen para recordarnos que entonces el cielo era tan negro como ahora, y que ellos les faltaban los mismos generales que nos faltan a nosotros para dirigir la batalla eterna de la Vida. Vienen para recordarnos que el día que los niños, ajenos a los avatares de este mundo, dejen de apuntar con su rayo iluso al cielo, acabara el mundo tal y como lo conocemos.
Y entonces, el aire se hará irrespirable y desaparecerá el color de las solapas de los grises abrigos de paño inglés y las sonrisas de nuestras bufandas para siempre. Y nunca más vendrá, por mucho que lo invoquemos y lo añoremos, el temido espíritu de la Navidad
Este año, los villancicos suenan más nostálgicos, casi con un fondo triste. En algunos momentos, al asomarme por mi ventana, viene a mi memoria el retorno a Tara de Escarlata O'Hara. Asociación de ideas. Estas fechas saben, este año, a derrota y tristeza.
Tengo la sensación de que todo lo que está ocurriendo es una venganza del Destino. Un golpe de mano de los Dioses griegos y egipcios para que las cosas retornen al sitio que ellos dispusieron. Siento que me abrasan las entrañas, como si de las alas de Ícaro en llamas se tratase, en respuesta por haber desafiado a lo humano y lo divino con el único objetivo de ser libre. Siento la escarcha helada en las cicatrices, aún frescas, de esta batalla mientras la penumbra del ocaso se apodera de todo.
Cierto es, que son esas luces navideñas las únicas que desafian a la manta negra que atenaza cada atardecer la ciudad. Ellas y las sonrisas de los niños que están a mitad de camino entre incrédulos y satisfechos ante este duelo desigual. Ellos son ajenos a nuestras penurias y batallas. A nuestras derrotas y herencias de tristezas y nostalgias acumuladas. Solamente ellos pueden atisbar, tras de esos pequeños destellos de leds, la magia oculta de la Navidad.
Cada vez que uno de esos niños levanta el dedo señalando esas luces, o el camino incierto por el que ha de llegar el trineo ansiado de Papá Noel, emerge del mismo un rayo invisible y tenaz que disuelve al instante toda sombra y rastro de desesperanza. La fuerza cósmica de su ilusión infinita, de su forma de creer a pies juntillas en algo científicamente increíble, pero que año tras año sigue residiendo en el interior de todos los infantes de este mundo que nos ha tocado sobrevivir, es capaz de producir descargas intangibles e inabarcables de positividad y buena onda.
Las sonrisas revolotean, casi locas, quedando prendidas en nuestras solapas, en nuestras bufandas. Se disuelven, bañando de colores imposibles nuestra apariencia enjuta y triste. Y se renuevan a nuestro alrededor aromas de castañas asadas, porras y canela molida. Y descubrimos el tintineo de un carrusel en el aire que despierta las notas alegres de un viejo villancico americano, que todos tarareamos a la vez y del cual desconocemos la letra.
Sin saber muy bien no cómo ni cuándo se ha introducido por los puños de nuestra chaqueta, rascando diligente la costra caliza de nuestro corazón, el temido espíritu de la Navidad. Ese que nos trae consigo imagenes antiguas,algunas en blanco y negro, otras en color instamatic, metidas en una caja antigua de galletas, de aquellas de latón donde nuestras abuelas confinaban sus más preciados tesoros, los del corazón. Ese que es capaz de hacernos recordar el sabor intenso de los almendrados de Conchín, o de los rollitos de vino de la señora Eufemia. Ese que tiene la textura firme y suave de un buen turrón de Jijona, el blando.
Entre sabores e imágenes nos trae a quienes ya no están y nos enseñaron a utilizar, cuando eramos niños, la fuerza cósmica de nuestro dedo para apuntar al negro cielo desde la ventana del pasillo o desde el Belén de la Muntanyeta. Vienen para recordarnos que entonces el cielo era tan negro como ahora, y que ellos les faltaban los mismos generales que nos faltan a nosotros para dirigir la batalla eterna de la Vida. Vienen para recordarnos que el día que los niños, ajenos a los avatares de este mundo, dejen de apuntar con su rayo iluso al cielo, acabara el mundo tal y como lo conocemos.
Y entonces, el aire se hará irrespirable y desaparecerá el color de las solapas de los grises abrigos de paño inglés y las sonrisas de nuestras bufandas para siempre. Y nunca más vendrá, por mucho que lo invoquemos y lo añoremos, el temido espíritu de la Navidad
miércoles, 30 de noviembre de 2011
Los sueños
Caen los días de los calendarios con una velocidad casi impertinente. Se escapan entre los dedos como el agua cuando intentas saciar la sed en una fuente inesperada en el camino. Otro año está a punto de finalizar. Otro más u otro menos, cuestión de gustos. Y nos atenazan los temidos programas de recopilación anual de acontecimientos, cadaveres y chascarrillos.
Todos estos condicionantes que son propios de la época y de la edad se conjuran inevitablemente para atraer el fantasma de las evaluaciones. Pueden ser estas anuales, personales, vitales, o simplemente de magnitudes tangibles. Mido un centimetro menos, peso tres kilos más y he perdido algún millón de pelos de nuevo. Bueno tambien se multiplican estos últimos en nariz y orejas. Todo propicio para un futuro optimista.
Mientras descubro, despues del paso de nuestros monzones particulares, que la caida de los días trajo también el frio y desactivó la función calor del sol que habita, timido, nuestras mañanas, la música del anuncio de la loteria lo envuelve todo invitandonos a meter nuestros deseos en una bola de cristal. Realmente me parece tremendamente acertado la apuesta publicitaria de este año. En un tiempo donde todo balance va a ser negativo, nada más optimista que sugerir la posibilidad de soñar.
¿Qué significan los sueños en nuestra felicicidad? Sobretodo aquellos que se tienen mientras, despiertos, dibujamos mecanicamente soles e islas en un trozo de papel mientras hacemos un "kit kat" en el tiempo laboral. Esos a los que acompañamos de una banda sonora silbada mientas transitamos por la ciudad, ajenos a las gentes y sonidos de la vida cotidiana de la urbe. Esos que se prenden de las nubesque atraviesan el cielo azul, con alfileres de absurda ilusión, mientras tenemos la mirada perdida en él, tumbados en la hierba de un parque, vestidos de sport y con un late tall de starbucks en la mano derecha mientras utilizamos la izquierda de almohada y sustento.
¿Son vias de escape para la gris rutina en la que residimos o proyectos de futuro que nos permiten respirar y aspirar a una vida mejor?
Desde pequeños nos hemos dedicado a soñar, bien sea despiertos o dormidos. Hemos sido corsarios y princesas, gladiadores y exploradores, heroes y villanos. De pequeños y de mayores. Quien sea capaz de decir que no tiene sueños que tire la primera piedra, que seguro que le rebota en la cara. Todos hemos soñado alguna vez aunque sea para desear el mal a alguien. Tener sueños no quiere decir que tengan que ser buenos.
Desde mi humilde punto de vista, los sueños son ventanas que abrimos con la intención de poder elegir el paisaje que contemplar, incluso puertas que nos encantaria abrir para poder cambiar el terreno de juego en el que nos ha tocado jugar. Es lícito querer mejorar o tener un paisaje mejor en el que tumbarnos a mirar el cielo y seguir soñando. ¿Pero soñar nos hace más felices o nos impide disfrutar de la felicidad que podemos encontrar en las cosas reales que nos rodean?
Esta disyuntiva no es nueva ni patrimonio de nuestra sociedad actual. Ya la sufría Segismundo en la celda donde tuvo a bien ubicarlo Calderón de la Barca. El ser humano, desde que el mundo es mundo y desde que decidió dejar de ir a cuatro patas para coger las frutas soñadas que veía en los árboles, siempre ha aspirado a un mundo mejor, o por lo menos a un transito más placentero por la vida, por su vida. En algunos casos este deseo es colectivo y en otros, bastante más comunes, es individual y egoista.
Pero mi pregunta, la que me atormenta mientras contemplo las nubes pasar por la ventana de mi mirador, sin alfiler que prende en ellas es la siguiente. ¿Vivimos para poder soñar o soñamos para poder vivir?. La respuesta está en el el viento, como diría Bod Dylan antes de convertirse en la caricatura de sí mismo. A lo mejor era su sueño.
Todos estos condicionantes que son propios de la época y de la edad se conjuran inevitablemente para atraer el fantasma de las evaluaciones. Pueden ser estas anuales, personales, vitales, o simplemente de magnitudes tangibles. Mido un centimetro menos, peso tres kilos más y he perdido algún millón de pelos de nuevo. Bueno tambien se multiplican estos últimos en nariz y orejas. Todo propicio para un futuro optimista.
Mientras descubro, despues del paso de nuestros monzones particulares, que la caida de los días trajo también el frio y desactivó la función calor del sol que habita, timido, nuestras mañanas, la música del anuncio de la loteria lo envuelve todo invitandonos a meter nuestros deseos en una bola de cristal. Realmente me parece tremendamente acertado la apuesta publicitaria de este año. En un tiempo donde todo balance va a ser negativo, nada más optimista que sugerir la posibilidad de soñar.
¿Qué significan los sueños en nuestra felicicidad? Sobretodo aquellos que se tienen mientras, despiertos, dibujamos mecanicamente soles e islas en un trozo de papel mientras hacemos un "kit kat" en el tiempo laboral. Esos a los que acompañamos de una banda sonora silbada mientas transitamos por la ciudad, ajenos a las gentes y sonidos de la vida cotidiana de la urbe. Esos que se prenden de las nubesque atraviesan el cielo azul, con alfileres de absurda ilusión, mientras tenemos la mirada perdida en él, tumbados en la hierba de un parque, vestidos de sport y con un late tall de starbucks en la mano derecha mientras utilizamos la izquierda de almohada y sustento.
¿Son vias de escape para la gris rutina en la que residimos o proyectos de futuro que nos permiten respirar y aspirar a una vida mejor?
Desde pequeños nos hemos dedicado a soñar, bien sea despiertos o dormidos. Hemos sido corsarios y princesas, gladiadores y exploradores, heroes y villanos. De pequeños y de mayores. Quien sea capaz de decir que no tiene sueños que tire la primera piedra, que seguro que le rebota en la cara. Todos hemos soñado alguna vez aunque sea para desear el mal a alguien. Tener sueños no quiere decir que tengan que ser buenos.
Desde mi humilde punto de vista, los sueños son ventanas que abrimos con la intención de poder elegir el paisaje que contemplar, incluso puertas que nos encantaria abrir para poder cambiar el terreno de juego en el que nos ha tocado jugar. Es lícito querer mejorar o tener un paisaje mejor en el que tumbarnos a mirar el cielo y seguir soñando. ¿Pero soñar nos hace más felices o nos impide disfrutar de la felicidad que podemos encontrar en las cosas reales que nos rodean?
Esta disyuntiva no es nueva ni patrimonio de nuestra sociedad actual. Ya la sufría Segismundo en la celda donde tuvo a bien ubicarlo Calderón de la Barca. El ser humano, desde que el mundo es mundo y desde que decidió dejar de ir a cuatro patas para coger las frutas soñadas que veía en los árboles, siempre ha aspirado a un mundo mejor, o por lo menos a un transito más placentero por la vida, por su vida. En algunos casos este deseo es colectivo y en otros, bastante más comunes, es individual y egoista.
Pero mi pregunta, la que me atormenta mientras contemplo las nubes pasar por la ventana de mi mirador, sin alfiler que prende en ellas es la siguiente. ¿Vivimos para poder soñar o soñamos para poder vivir?. La respuesta está en el el viento, como diría Bod Dylan antes de convertirse en la caricatura de sí mismo. A lo mejor era su sueño.
miércoles, 23 de noviembre de 2011
La elegancia
Mientras el cielo se deshace con cierta impronta trágica sobre la ciudad, paso las horas envuelto en mi manta de algodón multicolor de Ikea, colgado de mi ventana de cuadrícula de carpintero diligente y visillos de discreción. Las horas se desploman, como las nubes preñadas de desgracias y malos augurios, sobre el salón mientras mi mente se intenta escapar por las estridentes programaciones televisivas de tarde.
No sé si es más poco elegante el desempeño profesional de estos charlatanes, o la parsimonia con que lo observo, como si de algo irreal y banal se tratase. Intento ascender, levitando en alma que no en cuerpo, para poder observar la escena con perspectiva. Aleteo hasta depositar el punto de mira sobre la lampara de pie de la esquina. No me gusta la localización, no puedo observar la calle. Me desplazo por la pared hasta situarme sobre el equipo de música. Desde aquí lo puedo observar todo. Mi cara, la ventana, la televisión, la soledad en penumbra en la que me gusta habitar.
Mi gesto corporal sobre el sofá es estéticamente agradable. No parece gratuito. No parece caído desde el piso de arriba. Mis piernas sesean bajo la manta mientras mi torso se acomoda entre grandes almohadones, en tonos negros y blancos. Es un gesto a mitad de camino entre la tranquilidad y cierta resignación vital. No es una imagen elegante pero sí serena. Es verdad, no existe ni un resquicio de impostura en mi reducto interior.
Mientras me observo desde las vigas de mi salón, reflexiono sobre el concepto de la elegancia. Quién la define, quién es capaz de atribuirsela y convertirse en juez y parte de la misma. Considero la posibilidad que sea un valor abstracto, no tangible y subjetivo, al igual que la belleza.
En esta sociedad nos empeñamos en contabilizar lo incontable, en medir lo intangible, con la intención de controlarlo, inventariarlo y esconderlo, en cajas estancas y oscuras, en la bibliotecas de nuestras propiedades y valores auto asignados. Normalmente quien se atribuye este tipo de virtudes suele carecer de ellas, o quien se las niega a los demás las ansía de forma enfermiza. No es elegante el que se pavonea, disfrazado de modelazos de marca, como un elefante en una compañía de ballet.
Cierto es que la elegancia no es una virtud asignada exclusivamente a la manera de vestir u ornamentarse de las personas. Es algo que envuelve cada movimiento, cada gesto, las miradas, las formas de actuar y de desplazarse, incluso las de desaparecer en el momento justo. Tiene que ver más con los silencios que con las proclamas. Con las ausencias de ostentación que con los despliegues de colas de pavo real.
Mientras reflexiono flotando sobre el espacio blanco y luminoso en el que me observo, descubro la elegancia de esta calma vital. Un poco intemporal, un poco adormecida sobre un lecho de hiedras y flores silvestres, de compleja variedad cromática y ausencia de estridencias. Pongo en consideración la posibilidad de descubrir la permanencia en el tiempo de la elegancia, ajena a modas y modos, más como una forma de respirar que de actuar. Más como una costumbre innata que una pose antinatural. Las cosas no son siempre como deben ser si no como son.
Y de repente descubro que realmente me importa bien poco que me asignen ningún tipo de etiquetas de este esta categoria. No espero de nadie que me coloque ninguna banda de miss simpatía ni miss cabello bonito, sobre toda por la ausencia del mismo. Cada vez me despojo de más corsés acartonados, de más complejos adquiridos, y en ocasiones autoimpuestos, por la incapacidad innata a quererme a mí mismo. No aspiro a la elegancia ni a la búsqueda de tronos de belleza interior ni exterior. Tampoco he pretendido ser la figurilla de porcelana, bonita y sin excesos, que queda bien en todos los muebles y que cualquier chica de la limpieza, con pretensiones de interiorista, se empeña en poner en su sitio con el único fin del poder disfrutar del terroncillo de azúcar con que la premiará su amo, por tener las cosas en el sitio justo.
Solamente quiero ser yo, a pesar de los cánones estéticos impuestos por esta sociedad, los cuales serán caducos al primer golpe de viento, que torne las palmas en lanzas y las flores en espinos. Ajeno a títulos y honores, más allá de dormir tranquilo y seguir la senda de la coherencia lo más fielmente posible. Sin importarme los compañeros de camino pero sin despreciarlos. Sin la búsqueda de honores pero sin renunciar a la legítima. Sin hacer gala de poderíos terrenales pero sin deslumbramientos por fastos ajenos.
Sólo yo, con las piernas seseantes bajo mi manta multicolor, mientras espero que retorne mi punto de vista a mi interior en mi sofá de amplios cojines, me pierdo en la decadencia elegante de la lluvia, que cae como solamente sabe hacerlo, y no como se espera que lo haga.
No sé si es más poco elegante el desempeño profesional de estos charlatanes, o la parsimonia con que lo observo, como si de algo irreal y banal se tratase. Intento ascender, levitando en alma que no en cuerpo, para poder observar la escena con perspectiva. Aleteo hasta depositar el punto de mira sobre la lampara de pie de la esquina. No me gusta la localización, no puedo observar la calle. Me desplazo por la pared hasta situarme sobre el equipo de música. Desde aquí lo puedo observar todo. Mi cara, la ventana, la televisión, la soledad en penumbra en la que me gusta habitar.
Mi gesto corporal sobre el sofá es estéticamente agradable. No parece gratuito. No parece caído desde el piso de arriba. Mis piernas sesean bajo la manta mientras mi torso se acomoda entre grandes almohadones, en tonos negros y blancos. Es un gesto a mitad de camino entre la tranquilidad y cierta resignación vital. No es una imagen elegante pero sí serena. Es verdad, no existe ni un resquicio de impostura en mi reducto interior.
Mientras me observo desde las vigas de mi salón, reflexiono sobre el concepto de la elegancia. Quién la define, quién es capaz de atribuirsela y convertirse en juez y parte de la misma. Considero la posibilidad que sea un valor abstracto, no tangible y subjetivo, al igual que la belleza.
En esta sociedad nos empeñamos en contabilizar lo incontable, en medir lo intangible, con la intención de controlarlo, inventariarlo y esconderlo, en cajas estancas y oscuras, en la bibliotecas de nuestras propiedades y valores auto asignados. Normalmente quien se atribuye este tipo de virtudes suele carecer de ellas, o quien se las niega a los demás las ansía de forma enfermiza. No es elegante el que se pavonea, disfrazado de modelazos de marca, como un elefante en una compañía de ballet.
Cierto es que la elegancia no es una virtud asignada exclusivamente a la manera de vestir u ornamentarse de las personas. Es algo que envuelve cada movimiento, cada gesto, las miradas, las formas de actuar y de desplazarse, incluso las de desaparecer en el momento justo. Tiene que ver más con los silencios que con las proclamas. Con las ausencias de ostentación que con los despliegues de colas de pavo real.
Mientras reflexiono flotando sobre el espacio blanco y luminoso en el que me observo, descubro la elegancia de esta calma vital. Un poco intemporal, un poco adormecida sobre un lecho de hiedras y flores silvestres, de compleja variedad cromática y ausencia de estridencias. Pongo en consideración la posibilidad de descubrir la permanencia en el tiempo de la elegancia, ajena a modas y modos, más como una forma de respirar que de actuar. Más como una costumbre innata que una pose antinatural. Las cosas no son siempre como deben ser si no como son.
Y de repente descubro que realmente me importa bien poco que me asignen ningún tipo de etiquetas de este esta categoria. No espero de nadie que me coloque ninguna banda de miss simpatía ni miss cabello bonito, sobre toda por la ausencia del mismo. Cada vez me despojo de más corsés acartonados, de más complejos adquiridos, y en ocasiones autoimpuestos, por la incapacidad innata a quererme a mí mismo. No aspiro a la elegancia ni a la búsqueda de tronos de belleza interior ni exterior. Tampoco he pretendido ser la figurilla de porcelana, bonita y sin excesos, que queda bien en todos los muebles y que cualquier chica de la limpieza, con pretensiones de interiorista, se empeña en poner en su sitio con el único fin del poder disfrutar del terroncillo de azúcar con que la premiará su amo, por tener las cosas en el sitio justo.
Solamente quiero ser yo, a pesar de los cánones estéticos impuestos por esta sociedad, los cuales serán caducos al primer golpe de viento, que torne las palmas en lanzas y las flores en espinos. Ajeno a títulos y honores, más allá de dormir tranquilo y seguir la senda de la coherencia lo más fielmente posible. Sin importarme los compañeros de camino pero sin despreciarlos. Sin la búsqueda de honores pero sin renunciar a la legítima. Sin hacer gala de poderíos terrenales pero sin deslumbramientos por fastos ajenos.
Sólo yo, con las piernas seseantes bajo mi manta multicolor, mientras espero que retorne mi punto de vista a mi interior en mi sofá de amplios cojines, me pierdo en la decadencia elegante de la lluvia, que cae como solamente sabe hacerlo, y no como se espera que lo haga.
lunes, 7 de noviembre de 2011
El suave sabor de las manzanas en Otoño
Uno de mis placeres favoritos en los primeros días de otoño es despertarme envuelto en el edredón, mientras escucho las noticias en la radio. Mientras tanto el sol juguetea tímido, desde el patio interior, con mi visillo de dimensiones teatrales. Adquiero conciencia lentamente conforme se despierta el lunes. Le robo aroma a café y tostadas a algún vecino que disfruta del fresco matinal mientras desayuna. Nada me resulta más placentero que un día laboral sin horario predeterminado. Me gusta la diferencia.
Mientras me cuelgo de recuerdos de otras mañanas en Bilbao, troceo firme y un tanto melancólico, las preciosas manzanas rojas que me consiguió Ana. Perfectas, sensuales, a mitad de camino entre el pecado y el cuento de hadas. Sencillamente bellas.
El cuchillo sueco de mal oficio y excelente precio las convierte en cuatro trozos similares a los que les sustraigo la correspondiente porción de corazón. Qué fácil resulta extirparlo cuando no hay nada en juego. Tres manzanas, doce trozos que albergan el sabor con el que deseo comenzar esta semana.
Desenrollo el cable que, en algún momento ya lejano, fue blanco plástico. Lo enchufo mientras acerco uno de mis vasos suecos de mejor oficio y precio que el cuchillo. Introduzco los trozos del delito, uno a uno, en el orificio superior de la licuadora y subo el interruptor sin compasión. Desaparecen bajo la presión del embolo, uno tras otros, convirtiéndose en pulpa y zumo, las cuales siguen caminos diferentes y también distintas suertes.
El sonido intenso y agresivo me devuelve a aquella cocina de Santutxu donde recuerdo haber sido feliz. Uno de los pocos sitios donde recuerdo esa sensación, recién levantado, sin importarme nada más allá que un zumo para dos. En aquellas mañanas eran manzanas, apio y zanahorias para combatir las secuelas del orujo de hierbas de la noche anterior.
Se detiene el ruido y la memoria a la vez. El vaso está lleno de un zumo rojizo y muy apetecible, como los recuerdos. Le doy un trago grande, con la absurda idea de disolver el sabor agridulce de los fracasos. Pienso, a la vez, que la vagancia me priva tantas veces de estos placeres. Los del zumo y los que generan estos recuerdos que me devuelve el sonido de la licuadora bicolor, con cierto aire retro y amable.
La vagancia profesional la tengo relativamente controlada. Digamos que soy un vago muy disciplinado. Cuento también con la ventaja de disfrutar de mi trabajo. Soy uno de esos pocos afortunados que, casi siempre, ha hecho lo que ha querido y lo que le ha gustado. No me pasa lo mismo con la vagancia emocional.
Las cicatrices de antiguas derrotas y batallas se han transformado en oxidada armadura. Me han convertido en un ser dejado y receloso en estas materias. Ni perdono ni me perdono a mí mismo, en el fondo. No sé como gestionar esta incapacidad de gestionar tiempos y emociones, de cultivar con paciencia y generosidad las esperanzas para que florezcan en posibilidades. Quizás duelan, aún, demasiado las espinas de otras cosechas infructuosas. Fracasos que han convertido mis manos en insensibles y llenas de durezas, al igual que un corazón que se está volviendo maduro, casi sin haberse desecho de su envoltorio protector.
El sabor de esas manzanas diluye cierto sabor agridulce del pasado, confirmando que cada pieza de fruta contiene su propio tesoro. Líquido, sensual, sorprendente la primera vez y deseado las siguientes. Esta percepción castiga mi modus operandi al trocearlas, sin compasión, sin duda. En ningún momento pasó por mi cabeza que querría ser esa manzana cuando crecía en su árbol. Solamente tuve en cuenta mi deseo por ingerir su jugo, con ansia y de un solo trago, sin apreciar su verdadero sabor. Sólo quería borrar antiguos reflujos que te envía la Memoria cuando bajas las defensas sin tener presente la posibilidad de disfrutar un momento único, especial entre ellas y yo.
Y yo perdido en el sonido de mi licuadora.
Mientras me cuelgo de recuerdos de otras mañanas en Bilbao, troceo firme y un tanto melancólico, las preciosas manzanas rojas que me consiguió Ana. Perfectas, sensuales, a mitad de camino entre el pecado y el cuento de hadas. Sencillamente bellas.
El cuchillo sueco de mal oficio y excelente precio las convierte en cuatro trozos similares a los que les sustraigo la correspondiente porción de corazón. Qué fácil resulta extirparlo cuando no hay nada en juego. Tres manzanas, doce trozos que albergan el sabor con el que deseo comenzar esta semana.
Desenrollo el cable que, en algún momento ya lejano, fue blanco plástico. Lo enchufo mientras acerco uno de mis vasos suecos de mejor oficio y precio que el cuchillo. Introduzco los trozos del delito, uno a uno, en el orificio superior de la licuadora y subo el interruptor sin compasión. Desaparecen bajo la presión del embolo, uno tras otros, convirtiéndose en pulpa y zumo, las cuales siguen caminos diferentes y también distintas suertes.
El sonido intenso y agresivo me devuelve a aquella cocina de Santutxu donde recuerdo haber sido feliz. Uno de los pocos sitios donde recuerdo esa sensación, recién levantado, sin importarme nada más allá que un zumo para dos. En aquellas mañanas eran manzanas, apio y zanahorias para combatir las secuelas del orujo de hierbas de la noche anterior.
Se detiene el ruido y la memoria a la vez. El vaso está lleno de un zumo rojizo y muy apetecible, como los recuerdos. Le doy un trago grande, con la absurda idea de disolver el sabor agridulce de los fracasos. Pienso, a la vez, que la vagancia me priva tantas veces de estos placeres. Los del zumo y los que generan estos recuerdos que me devuelve el sonido de la licuadora bicolor, con cierto aire retro y amable.
La vagancia profesional la tengo relativamente controlada. Digamos que soy un vago muy disciplinado. Cuento también con la ventaja de disfrutar de mi trabajo. Soy uno de esos pocos afortunados que, casi siempre, ha hecho lo que ha querido y lo que le ha gustado. No me pasa lo mismo con la vagancia emocional.
Las cicatrices de antiguas derrotas y batallas se han transformado en oxidada armadura. Me han convertido en un ser dejado y receloso en estas materias. Ni perdono ni me perdono a mí mismo, en el fondo. No sé como gestionar esta incapacidad de gestionar tiempos y emociones, de cultivar con paciencia y generosidad las esperanzas para que florezcan en posibilidades. Quizás duelan, aún, demasiado las espinas de otras cosechas infructuosas. Fracasos que han convertido mis manos en insensibles y llenas de durezas, al igual que un corazón que se está volviendo maduro, casi sin haberse desecho de su envoltorio protector.
El sabor de esas manzanas diluye cierto sabor agridulce del pasado, confirmando que cada pieza de fruta contiene su propio tesoro. Líquido, sensual, sorprendente la primera vez y deseado las siguientes. Esta percepción castiga mi modus operandi al trocearlas, sin compasión, sin duda. En ningún momento pasó por mi cabeza que querría ser esa manzana cuando crecía en su árbol. Solamente tuve en cuenta mi deseo por ingerir su jugo, con ansia y de un solo trago, sin apreciar su verdadero sabor. Sólo quería borrar antiguos reflujos que te envía la Memoria cuando bajas las defensas sin tener presente la posibilidad de disfrutar un momento único, especial entre ellas y yo.
Y yo perdido en el sonido de mi licuadora.
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