lunes, 15 de noviembre de 2010

El cálido olor de las castañeras

Me despierto enrollado en mi edredón, mientras suena grosero y reiterativo el despertador. Las noticias de la mañana lo cuentan. Yo lo dudo. Estiro mi pie desnudo entre las sabanas hasta tomar conciencia de mi error al contacto con el aire frío. Ya llegó.

Cuesta un poco más tomar esa decisión totalmente involuntaria y trágica de pasar del estado horizontal al vertical. Una peculiar y muy personal mezcla de agua caliente y fría me devuelven a la cruda y gélida realidad. Ha llegado y para quedarse.

Hago todos mis rituales matutinos con algo más de prisa y de puntillas. Visto desde fuera, debo parecer el Coyote de los dibujos animados, tramando una desafortunada venganza. Busco acicalarme rápidamente con el único fin de vestirme lo antes posible. Mientras me vaporizo la colonia como si fuese una flamenca en trance, pienso..."Mal momento para raparse este fin de semana, pero llegas tarde...melón"

Me lanzo a la calle y entre ráfagas de viento descubro una diferencia entre el resto de los transeúntes y yo. Todos llevan las manos en los bolsillos y la barbilla escondida entre los ropajes que envuelven su cuello. ¡Mierda! Intento esconder mi quijada,dando golpes al aire con la misma. Y es que he olvidado mi pasmina-foulard-bufanda. La nuca se pone como las alas amarillentas y desnudas de los pollos del Simago y vuelvo a recordar.. " Mal día para raparse..."



Conforme bajo las calles en dirección el mar, recuerdo la poca idoneidad del vaquero como prenda de abrigo en zonas húmedas. Cada vez está más acartonado y la piel en su contacto más a juego con la de mi nuca. De repente me asalta una imagen casi onírica. Todos los viandantes, con nuestras manos en los bolsillos y la piel de gallina, parecemos las víctimas del Pollo Pancho a la espera que nos ensarten un palo por donde la espalda pierde su honorable nombre y nos pongan a dar vueltas frente a una catalítica gigante. Y a sudar como pollos.

Algo ha cambiado en el paisaje. La luz ya no es la misma. El aire ya no huele a sal y a mar. Es un olor distinto. Cálido. A bosque. A maderas de leño en chimenea. Dulce como las tardes de merienda, como el chocolate caliente. Huele a chisporroteo de carbones y sartén agujereada. Huele a cartuchos de periódico y tintineo de euros. Huele a castañas asadas.

Improvisados kioskos pueblan las esquinas de nuestras aceras. Evoluciones en el tiempo y el espacio para mantener la esencia del sabor y del olor. No tendrían sentido las castañas embolsadas con precinto y plástico térmico. No sabrían igual sino pudiéramos ver las brasas naranjas por los espacios entre los frutos que se abren generosos por los cortes preventivos y sabios. Ese cartucho impreso donde vive el sabor, refugiado en el bolsillo de un abrigo, como si del mayor de los tesoros se tratase.

Recuerdo, de pequeño en mi casa, un recipiente hecho con la tapa de una lata, donde mi familia ha asado las castañas toda la vida. Sobre la mesa, envueltas en un trapo de cocina, limpio y de algodón, para que no se enfriaran. Carreras para comer más aunque te quemaras. Alineaciones de castañas peladas y ordenadas por tamaños y colores como si de la disección de un gran gourmet se tratara y no del caprichoso juego de un niño.

Y es que es cierto. Hoy, 15 de noviembre, ha llegado el frío. La lana gorda. Las bufandas. Las botas altas y los chalecos. Avisan ya los abrigos y los guantes, impacientes por lucirse. Llegan las hojas en el suelo y las tardes cortas. Las siluetas tristes de los árboles desnudos y los adornos navideños en los escaparates esperando dueño. El vaho en el cristal del autobús mientras la mirada se pierde en la ciudad. Sí, es cierto. Ha llegado el cálido olor de las castañeras.

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