martes, 16 de noviembre de 2010

El parque de las princesas sin cuento

Cada mañana cruzo rápido y solitario la Plaza de Calvo Sotelo. Vacía, ligeramente decadente y romántica, callada y tranquila, escucha el ritmo de los pasos firmes que la atraviesan. Cada mañana apenas la puebla algún transeúnte distraído que intenta descifrar, recostado en uno de sus bancos de forja, el jeroglífico de las silentes ramas secas. O una operaria de limpieza que baldea,qué bonito termino en desuso, el granito lapidario que le incrustaron a esta plaza para darle una supuesta categoría innecesaria. Alguna paloma de las que le dan su nombre popular pasea altiva por la misma dejando claro donde está empadronada.

El paisaje de este espacio urbano ha visto pasar tantos otoños, ha vivido tantos marzos e incluso ha tenido durante años algún que otro inquilino de renombre. El mismo Eleuterio Maisonnave, sin ir más lejos, sufrió a las palomas durante años antes de mudarse a la sombra de el Corte Inglés.

Pero sobre todo ha visto pasar generaciones de madres y niños. De abuelas y niños. De niñas y niños. Niños que han jugado al balón, a pillar o a ser intrépidos aventureros escalando por los troncos de los árboles o andando por los precipicios circulares de sus bancos de piedra. Niñas que han dejado acariciar su melena por el viento mientras caían por un tobogán o han soñado ser princesas a lomos de una foca de madera.

Porque los niños siempre han sido héroes y las niñas princesas. Siempre nos han contado cuentos donde ellos triunfan en las guerras de la vida y las rescatan a ellas de las torres, donde esperan ansiosas a su príncipe azul. Y desde pequeños nos han reconducido los caminos a los roles de héroes amados y princesas amantes. Y la vida real, desde hace muchos años tiene que ver poco con los cuentos.



Cada tarde, al salir de trabajar, cruzo de nuevo la plaza. Entonces está totalmente llena de niños, abuelas y madres y algún padre que no tiene batalla esa tarde en la que ser el Capitán Trueno. Pero casi siempre veo sólo madres en los bancos, con su sexto sentido activado para controlar a los enanos que sobrevuelan los juegos como kamikazes en Pearl Habour, y la mirada perdida, más allá del tapiz de los árboles, entre melancólica y resignada.

Imagino como reescriben en sus cabezas, de nuevo, el cuento que escucharon de niñas, que terminaba en el momento de la llegada, a su torre, del príncipe libertador a lomos de un flamante corcel y el posterior banquete de las perdices. ¿Pero por qué nadie contó el día después, y el año después y la vida después? Esa vida en la que ellos, por norma general, parten a la conquista de nuevas glorías sin preocuparse de lo que dejan en una nueva torre con jardín, TDT, todoterreno recogeniñosdelcolegio, y una cocina grande, para que su princesa tenga libertad. ¿Y alguien les preguntó a ellas si solo querían ser amas de la torre, profesoras de los vástagos y amantes del guerrero? Nadie les dio la oportunidad de leerse un cuento de guerreros y aventuras, de querer ser astronautas o vaqueras. Ellas siempre tules rosas, trenzas rubias y a esperar que alguien las salve de su destino conventual sin tener la opción de salvar a nadie, incluso a ellas mismas.

¿Y por qué ellos no pueden ser salvados?¿Por qué no pueden ocuparse de la torre, mientras ellas lidian las batallas, seguramente con más dosis de humanidad y efectividad? Lo mismo algunos de esos niños, a los que les discriminaban las historias que debían leer, también esperaban un príncipe azul con el que recorrer el mundo en busca de aventuras y construir una torre donde hallar el descanso del guerrero.

Me pierdo en sus miradas perdidas intentando descubrir como transcriben sus sentimientos entre las líneas del cuento eterno. En el fondo, son princesas que siempre quisieron ser guerreras. Y lo son cada día, al luchar con la rutina, las cargas familiares, su propia identidad y  el siempre complejo crecimiento como personas. Y también saben templar los sables, mientras ausentan su mirada,  entre juegos infantiles y vuelos de palomas en los que en ocasiones han querido escapar. Son las princesas sin cuento que nunca le contarán a sus hijas la historia sin el día después.

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