miércoles, 24 de noviembre de 2010

La mala de la película

Reconozco que siempre me ha gustado ir un poco contracorriente. Soy más afín a los perdedores que a los triunfadores, a los canallas que a los mojigatos, a la otra acera que al camino correcto. Desde pequeño me han fascinado las malas de la película, sobre todo si era fácilmente predecible una catástrofe final que desembocaría en su ruina y decadencia personal. Cada vez que veo El Crepúsculo de los Dioses sigo teniendo que empujar mi mandíbula inferior para que no se caiga mi baba mientras Gloria Swanson baja esa escalera mítica.

Esos personajes canallas, de ojos rasgados y escotes infinitos, aberturas de falda de vértigo, de nula moral y afilada inteligencia entrenada en el lado oscuro del mal, tienen una extraña y excitante capacidad para atraer mi atención. Cuando intento recordar el nombre de una de esas almas cándidas de película o culebrón americano me cuesta, incluso, recordar su casi siempre rostro angelical y adornado con un cabello rubio de bote perfectamente peinado. ¿Quién recuerda a Maggie Gioberti antes de recordar a Angela Chaning? De hecho no era nada más que una Guest Starring hasta que no se lió con el primo de su marido y se hizo pelín golfa. Cómo recordar el nombre de aquella rubia de raya en medio, pantalones de pata de elefante y lazadas imposibles en su gaznate que se empeñaba en hacer la vida imposible y arruinar los planes diabólicos de la grandísima Alexis Carrington. Que gran momento cuando la rubia se vuelve mala y arrastra de los pelos a su rival en su estudio de pintura.


Las malas siempre van tan estupendas, tan excesivas, tan apretadas, tan, tan..... fulanas, pisando fuerte hasta quebrar la linea de lo políticamente correcto, destrozando a su paso, con una fulminante mirada de reojo, los espejos de princesa de cuento donde se peinan con cepillo de plata, como Virgen en villancico, esas rubias monjiles y mantequillosas.

A mí me da más vidilla una mala de rompe y rasga que Julie Andrews en Sonrisas y Lágrimas. Si yo hubiera sido alemán, no sale vivo ni uno solo de la familia Von Trapp del escenario ese. Vaya pandilla de moñas, vestidos de tiroleses, tres tallas menos como si fueran gillipollitas, y cantado esas cursiladas de las notas musicales, las cabras y esas flores espantosas que nadie ha visto y cuyo nombre no se puede casi ni escribir ni pronunciar sin parecer disléxico.

Todavía recuerdo aquella tuerta que tuneaba su parche con un retal de la tela de sus vestido, en uno de esos culebrones sudamericanos de culto en los que cuando ella daba un portazo se movía todo el decorado, incluso la sombra de los micrófonos de ambiente que a veces se colaba por la parte superior de nuestra pantalla. La gran Catalina, de Cuna de Lobos,  siempre perfectamente peinada y con esos parches adhesivos tan chic y tan de mala de verdad, conseguía reafirmar en cada mirada monocular de odio que congelaban con esa música de tensión, más por el volumen que por su calidad, mi fascinación y entrega a la religión de las malas, malas.

Soy muy fans de las malas de verdad. Despiertan en mi ternura y comprensión. Debe ser tan duro ser tan mala todo el día. Mantener ese gesto como de constante oler a mierda de la Channig debe causar una serie de molestias físicas, soportadas por la misma con una férrea voluntad, que no denota en ningún momento la debilidad que permita hallar en su mirada ni pizca de necesidad de liberarse de esa carga. Esos golpes de cintura, como si de bata de cola se trataran, previos a un portazo o desaparición estelar, deben desgastar las caderas, viéndose condenadas a la postración cuando se conviertan en ancianitas, aunque dudo que venerables.

Y es que reconozco que a mí me pone ser un poco malo. Mejor dicho, me gustaría ser mucho más malo de lo que soy. No hacer lo correcto si no lo que me apetece. Ser yo y no quien se espera que sea. Pisar la mano del enemigo cuando cae con mis botines de charol en vez de poner la otra mejilla. Levantarme de la mesa con media sonrisa, después de un jaque mate, saliendo de la habitación arrastrando un abrigo envidiable y dejando un halo de desprecio insoportable hacia el perdedor. Asestar la puntilla de la crueldad verbal sin compasión cuando el rival, vencido y entregado, reconoce el error y y suplica perdón. Porque el malo compasivo es malo muerto. El malo debe ser malo hasta las últimas consecuencias. No tiene patria ni bandera. No conoce de filias. Sólo el mal es su religión. El dolor ajeno, su credo y la humillación, su leitmotiv.

De ahí que las malas sean personajes solitarios, solamente rodeados de rémoras que se pegan por el interés a sus faldas de exquisito y provocador corte y colorido. Sólo aquellos que veneran el mal como vehículo único de su realización personal son capaces de reconocer en el fondo de sus miradas el amargo poso de la soledad autoimpuesta, de la renuncia a la sonrisa que brota ante lo bello, de la ausencia de la alegría por el éxito de los tuyos, del calor del abrazo tras confesarte débil y cansado, la inexistencia de esa sensación de dulce estupidez que se siente al recordar una caricia o un beso deseado con pasión.

Desde aquí rompo una lanza por todos esas malas, aunque orinen de pie, que sacrifican todas estas cosas para que el resto parezcamos un poco más angelicales. Reivindiquemos a la mala de la película. Nos hará mejores personas sin duda.

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