jueves, 6 de enero de 2011

La mañana de la ilusión

Despertarse un 6 de enero y no correr hacia el salón a ver qué ha aparecido debajo del árbol es una mala señal. No albergar ni siquiera la duda razonable de la posibilidad de encontrarte algo inesperado bajos las ramas, ya algo polvorientas, es todavía aún peor. La renuncia de la ilusión es sólo comparable a la de la esperanza, y como bien se ha dicho siempre, esta es lo último que se pierde.

Lo preocupante de todo esto es que la perdida de la ilusión no sea nada más que la constatación de la cruda realidad. Es sorprendente que hallamos construido una de las mayores ilusiones de este mundo nuestro sobre una mentira, y siga manteniéndose así durante siglos. Su descubrimiento es como el primer paso entre la inocencia del mundo de la infancia y el lúgubre laberinto de la edad adulta.

Durante años se nos educa dentro de un mundo en el que conviven a la perfección los planos reales e imaginarios. Un mundo donde la magia sirve para explicar todo aquello que resulta inexplicable o que no queremos que se sepa su verdadero origen. Es como un pacto tácito de nuestra sociedad para negar durante, más o menos, la primera década de nuestra existencia que la magia no existe, que nadie es capaz de hacer feliz a, prácticamente,  una generación entera de habitantes de este planeta en unas pocas horas. Que es imposible leerse, en menos de un mes, millones de cartas y satisfacerlas. Reconocerle esto a un niño sería renunciar desde el principio al concepto de bondad absoluta, de justicia universal y a la existencia de hechos inexplicablemente maravillosos y extraordinarios. Es una dosis de realidad que una personita necesita unos años de rodaje para poder asumir sin generar traumas, o los menos posibles.


Aunque tenga mis dudas sobre si este es el mejor formato, por las consecuencias que tiene en la percepción de la realidad de los niños cuando se convierten en adultos, reconozco que es una forma de protección, en esos primeros años, para evitar que sean victimas de la crudeza de esta carrera de lobos en que se ha convertido nuestra sociedad.

La magia de lo inexplicable envuelve todo lo que rodea a la infancia, dándole ese aire de "todo es posible" a cualquier planteamiento, por absurdo que sea, que florezca en esos diminutos cerebros, vírgenes aún de experiencias. Es increíble la capacidad de crear un mundo paralelo e irreal en esos terrenos inexplorados de las mentes infantiles. Cualquier cosa es factible: amigos imaginarios, animales mitológicos, personajes de dibujos animados convertidos en personajes de goma espuma y látex.. No es importante la escala ni el relleno, sólo la ilusión de lo que es visible para creer.

Por peregrino que sea el planteamiento, y aunque haga aguas por todos las costuras de la coherencia, un niño siempre está dispuesto a creer en todo aquello que a su imaginación le de por dibujar en rápidos trazos dictados por la narración de un mayor o por propia creación. Nada es tan fascinante como llevar a esos locos bajitos al cine, a una exposición de dinosaurios o a la cabalgata de los Reyes Magos, por absurda, cochambrosa y comercializada que sea la versión que hemos elegido. Su capacidad de fascinación es tan abrumadora que puede llegar a contagiarnos en algún momento, si nos pilla un poco desprevenidos en nuestro papel de adultos de vuelta de todo.

Creo que en ningún momento nadie llega a ser tan feliz como cuando un niño abre por primera vez los regalos que le han traído los Reyes, aunque con los años se convierta en un republicano confeso y militante. Nadie es capaz de superar la magia de esa sonrisa que causa un saludo Real durante la cabalgata, y nada es tan verdad como lo que siente ese niño durante ese cruce de miradas con Su Majestad, que es absolutamente suyo, de su propiedad. En ese momento, la magia le ha tocado con su varita para siempre. Y aún que con los años descubra el dobladillo de esta gran mentira, en su fuero interno seguirá creyendo que esa mirada fue verdad, que todo lo demás puede que fuera mentira, pero aquel momento será por siempre real.

Como para mí, que sigo pensando que en alguna de esas noches de mi infancia frente al Belén, en la casa de la calle Barcelona, mientras mi nariz se quedaba congelada contra el cristal de la ventana y observaba de puntillas la Araucaria del antiguo Hospital Provincial, tengo la certeza indiscutible de haber visto las luces del trineo de Santa Claus, mientras sobrevolaba el mar, rumbo de Tabarca.

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