sábado, 8 de enero de 2011

Los túneles de las lágrimas negras

Hace una extraña mañana de enero, de las que son habituales junto a nuestro mar. Sol, una atípica temperatura y una brisa que arranca aromas de pino al Benacantil.


Cruzo hacia la estación del tranvía, soterrada en el monte, mientras manipulo mi Ipod. El chasquido de las vías hace acelerar mi paso por las escaleras mecánicas mientras selecciono un álbum de Diego el Cigala. Llegamos el tren y yo al andén al mismo tiempo y en sentido opuesto. Subo al vagón, abandonando el firme granítico y reluciente, mientras suenan los primeros acordes de Lagrimas Negras. El tren se sumerge en un túnel negro, al igual que yo lo hago en mi memoria.


Y AUNQUE TÚ ME HAS ECHADO EN EL ABANDONO 
Y AUNQUE TÚ HAS MUERTO MIS ILUSIONES 
EN VEZ DE MALDECIRTE CON JUSTO ENCONO 
Y EN MIS SUEÑOS TE COLMO, 
Y EN MIS SUEÑOS TE COLMO DE BENDICIONES 

SUFRO LA INMENSA PENA DE TU EXTRAVÍO 
SIENTO EL DOLOR PROFUNDO DE TU PARTIDA 
Y LLORO SIN QUE TÚ SEPAS QUE EL LLANTO MÍO 
TIENE LÁGRIMAS NEGRAS, 
TIENE LÁGRIMAS NEGRAS COMO MI VIDA



Los dedos prodigiosos de Bebo Valdés y la voz desgarrada y personalísima del Cigala me devuelven al pasado mientras recorro el túnel con los ojos cerrado y la memoria abierta de par en par. Esas palabras resumen perfectamente algunos momentos de mi vida. Momentos, que aunque nunca llegué a pensar que pudiera ocurrir, contemplo como un observador imparcial por primera vez. 



Me veo cayendo por un túnel negro, igual de negro que el que atraviesa el tren al ritmo de la música. Los acontecimientos se encadenan a la perfección con las estrofas de la copla. Justifico lo injustificable. Me sumerjo en la oscuridad buscando a quien no quiere ser encontrado. Intentando salvar a quien no busca la salvación, sino el abismo de la condena.

Vago, derrotado, por la estepa del abandono. Me duele mi condición de soledad entre caminos. Mi llanto se convierte en estrellas salinas que se clavan en la tierra yerma. Estrellas negras que brillan , misteriosamente, entre la niebla.

Se hace la luz al llegar a la primera estación, mientras centellean las lentejuelas de la rebeca de una de las viajeras al compás de las manos de Bebo. Esa música con sabor a papel amerilleado y aguardiente para olvidar parece que mueve los hilos de todo lo que sucede a mi alrededor, aunque sólo habita en mis oídos. Descargo mi cuerpo contra el vagón para disfrutarla, a la vez que me zambullo de espaldas, de nuevo, en mi propia historia.

Repaso las relaciones que han marcado mi vida, que han dejado huella, como deja la talla en el tronco virgen. Todas estas experiencias trasforman de un modo u otro nuestra forma de ser, nuestro carácter, nuestra predisposición al combate cuerpo a cuerpo. Las heridas que generan nos marcan con un extraño lenguaje de cicatrices en lo anímico que nos incapacita, poco a poco, para mostrarnos tal como somos ante el primero que osa llamar a nuestra puerta, al cruzarse nuestras órbitas vitales. 

Esta incapacidad puede llegar a provocar que no seamos capaces de abrir la puerta en el momento justo a esa persona cuya senda han decidido nuestros guionista hacer coincidir en el espacio-tiempo, con el beneplácito de los dioses griegos y egipcios. O que nos empeñemos en espantar al visitante con reiterados portazos, cuyo titulo de propiedad pertenece a anteriores causantes de cicatrices. 

A veces la talla de nuestro tronco tiene una lectura errónea para nosotros. La llegamos a venerar como imágenes sacras, olvidando casi que no son más que cortes, de hendiduras perpetradas por alguien que no supo modelar nuestro barro pero sí herir nuestra madera. La mitificación del pasado se convierte en una impertinente prueba de comparación para las futuras relaciones.  Solemos pensar que nadie es mejor que aquel que es capaz de abandonarnos sin volver la cabeza, en señal de indiferencia.

Este proceso nos hace perder la clara visión de aquel que aparece frente a nosotros, sin ninguna intención de modificar nuestra corteza ni dejar herida abierta en nuestra memoria, sin ninguna responsabilidad sobre nuestro pasado, por doloroso que este sea. Aquel que se muestra con la única proposición de compartir órbita, espacio y tiempo, evolucionando al unísono para transformar ambas  burdas tallas emocionales, producto de anteriores heridas, en un rico retablo experiencial

Si la ceguera de "Cualquier momento pasado fue mejor" nos impide romper las ataduras de la nostalgia y el abandono, perderemos la oportunidad de disfrutar de un presente esperanzador, de un futuro  reparador, en una trayectoria compartida, creadora de un tapiz de recuerdos trazados con miel y endrinas sobre nuestra propia piel, aliviando el dibujo y escozor de las antiguas cicatrices hasta disolverlas, convirtiéndolas en lejanas imágenes amarillentas que se quedan prendidas en algunas canciones de nuestra memoria y que nos devuelve nuestro Ipod en la oscura soledad de un túnel, mientras viajamos montados en nuestra sonrisa. entre dos estaciones subterráneas. Menos mal que ese viaje casi nunca supera los 2 minutos.



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